CUBA EL QUINTO CENTENARIO DE CAMAGüEY
500 años entre tinajones
En febrero la “ciudad de los tinajones” cumple 500 años, una edad que la encontró remozada con restauraciones en su casco histórico de 316 hectáreas, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Un laberinto de callejones retorcidos e “iglesias a torrentes”, al decir del poeta camagüeyano Nicolás Guillén.
Texto y fotos de
Julián Varsavsky
Llego a Camagüey, salgo a la calle y me pierdo. ¿Aunque cómo podría uno perderse en un lugar que no conoce? ¿Si desde el vamos no sé en qué lugar estoy ni a dónde quiero ir? Pero igual me pierdo, como cualquier forastero o todo camagüeyano que, no bien sale de sus rutas cotidianas, se extravía inevitablemente en la traza retorcida e incoherente de este laberinto construido cual ciudad medieval.
La virtual mirada cenital con Google Earth muestra una estructura caótica de “plato roto”. Esa “mirada de Dios” también vislumbra un mar con oleaje de tejados rojizos y una cantidad desproporcionada de campanarios de iglesias, que sobresalen como jirafas en una sabana. Eso mismo veo ahora, de manera real, desde la torre del edificio Lugareño, el más alto del casco histórico.
Me interno en las sinuosidades camagüeyanas y descubro manzanas triangulares y un sistema de plazas y plazoletas con iglesias vetustas, hacia las cuales todas las veredas parecen conducir. Al rato caigo en la cuenta de que todas las calles, al cabo de unas cuadras, se tuercen.
Por momentos deambulo a la deriva sobre gastados adoquines, internándome en repentinas bifurcaciones que, horas después, me llevarán de manera involuntaria al punto de partida. En el trayecto me cruzo algunos carros tirados por caballos y un desfile de hidalgos almendrones, esos autos quijotescos y mofletudos de los ’40 y ’50 que andan a los cornetazos ganándole batallas al tiempo, verdaderos milagros de la mecánica cubana.
A través de un delicioso desorden de calles llego por designio a un conjunto de viviendas del siglo XVII –el más antiguo de la ciudad– junto a la Plaza de las Cinco Esquinas del Angel: son unas casonas sencillas con retoques mudéjares y prebarrocos.
Me interno luego en el siglo XVIII –cuando se desarrolla la mejor arquitectura colonial local–, con sus casas de frente rectangular, puertas flanqueadas por medias pilastras, artísticas rejas de hierro forjado y madera torneada, y los altos puntales en los techos. No es ésta la suntuosidad barroca de La Habana Vieja, ya que en Camagüey imperaba una economía de contrabando de cueros y carne salada cuya riqueza debía esconderse puertas adentro.
Me asomo entre los barrotes de una casona colonial y don Camilo –en quien yo veo a Compay Segundo– se entera de que soy argentino y me invita a pasar desde su mecedora. Con don Camilo nos tomamos un rocío de gallo (café con goticas de ron) mientras me muestra la foto enmarcada del Che que cuelga en su living y recorremos el patio central con palmeras y tinajones centenarios, aún acumulando agua de lluvia.
El rasgo principal de la casa colonial es este patio arbolado con los cuartos alrededor, al modo de una fortaleza, como era la planta doméstica andaluza con influencia morisca. Don Camilo es un erudito en el tema de los tinajones. Con un habano fragante entre los labios me cuenta que “estos soles varados en la tierra –al decir de un poeta local– se comenzaron a fabricar desde el 1600, y a comienzos del siglo XX había unos 16.000 en la ciudad. Pero hoy restan poco más de 2000, que son el símbolo distintivo de Camagüey”.
CALLEJONES Y PLAZOLETAS Me interno de nuevo en la telaraña camagüeyana y –otra vez sin buscarlo– llego al centro del laberinto: el Callejón del Silencio, el más famoso de otros 60 similares que hay en la ciudad. Pero este mide 1,40 metro de ancho y es el más estrecho. Extiendo los brazos y lo abarco de pared a pared. No por fisgón sino porque la extrema cercanía impide no ver, veo tras una ventana a una pareja de viejitos en lágrimas, emocionados con una telenovela brasileña.
Camagüey es una ciudad de puertas y ventanas abiertas, como toda Cuba. Y su trama urbana potencia el carácter sociable y extrovertido del cubano. Cruzo la calle San Juan de Dios y dos mulatos ya mayores se divisan desde media cuadra saludándose: “¡Compay! ¿Cómo está usted?”.
El rasgo bullanguero e hipermusical de la cubanía también se sobredimensiona en la estrechez física de la trama urbana: “Sandunguera”, un viejo hit de Los Van Van, brota de la ventana de una casa y rueda retumbando sobre los adoquines un largo trecho. Adentro de la casa una pareja en sus cuarenta baila entre los sillones.
“¿Qué se consigue hoy en el mercado?”, le pregunta vociferando una comadre a otra de ventana a ventana, calle de por medio.
“Boniato, yuca, malanga, arroz y carne de cerdo”, responde la otra, enrulerada.
Los caminos del azar me llevan al Parque Agramonte –antigua Plaza de Armas– con su Catedral Metropolitana. A sus puertas nace la calle Cristo y la recorro completa hasta su final, frente a la iglesia del Santo Cristo del Buen Viaje, en cuyo patio diviso el Cementerio General con sus puertas abiertas.
Me detengo ante un poético epitafio y una señora con flores blancas en la mano me cuenta su historia: “En 1863 habría aparecido una pieza de roble con letras negras que, con el formato de una décima moralista y triste, hablaba en verso sobre una difunta. Se cuenta que cuando el paso del tiempo corroía el epitafio, una mano secreta lo restauraba. En 1881 el diario La Luz se ocupó del tema publicando la décima y lo que se decía de ella. Se le atribuyó a Agustín de Moya, un barbero con inclinaciones literarias que se habría enamorado de una electrizante mestiza pobre. La leyenda fue completada con la idea de que el barbero le cantaría serenatas y le enviaría esquelas amorosas con flores. Pero Dolores optó por otros horizontes y por una cuestión de intereses se habría casado con un oficial español para dejar la ciudad, abandonando al barbero poeta, que debía de parecerse mucho al Florentino Ariza de El amor en los tiempos del cólera”.
Y concluye la culta señora: “En el siglo XIX los barberos no solamente cortaban el pelo y afeitaban: también practicaban sangrados curativos y hacían de sacamuelas. Una noche, años después, Agustín de Moya atendía en el Hospital de Mujeres a una víctima de la peste de viruela, cuando reconoció a una mujer agonizante y desfigurada por las pústulas, que sería una Dolores Rondón enviudada, sola y sujeta a la caridad pública. Acaso por piedad o porque ella ya estaba casi ida, él no le dijo nada pero puso todo su empeño en curarla. Sin embargo, murió y fue enterrada en una tumba colectiva. Tiempo después, habría aparecido allí el famoso epitafio que usted ve”. El que dice: “Aquí Dolores Rondón / finalizó su carrera / ven mortal y considera / las grandezas cuáles son: / el orgullo y presunción, / la opulencia y el poder, / todo llega a fenecer / pues sólo se inmortaliza / el mal que se economiza / y el bien que se puede hacer.”z