Domingo, 23 de marzo de 2014 | Hoy
LA PAMPA. ESTANCIAS, MENONITAS Y CIERVOS
Un viaje por las rutas y caminos de tierra de La Pampa hasta la colonia menonita cercana a Guatraché, la Reserva Provincial Parque Luro para ver la brama de los ciervos en celo, las salinas en Jacinto Aráuz y una estancia rodeada de puro verde.
Por Julián Varsavsky
Fotos de Bernardino ávila
Nuestro plan, en principio, es una gira por la Patagonia. Partimos a media mañana desde Buenos Aires sin itinerario fijo y la primera parada es Santa Rosa de La Pampa, una “ciudad de paso”. Al atardecer nos alojamos en la estancia Villaverde, a nueve kilómetros del centro, pero donde se ve la planicie pampeana a los cuatro costados hasta donde pierde el foco la mirada. La idea es pasar la noche en un lugar agradable y seguir rumbo a Neuquén.
Amanece y nos despierta una superposición de trinos: teros, cardenales y jilgueros compiten para ver quién canta más fuerte. No dan ganas de partir y remoloneamos por demás en la cama. Al abrir la ventana inunda el ambiente un refrescante aroma a verde de la lluvia de anoche. Miramos el reloj y lo que tienta no es agarrar el volante sino salir a caminar por la pampa.
En el desayuno sirven unos pastelitos de antología con dulce de membrillo. Y mientras nos activamos aparece otra vez la pampa infinita tras el ventanal del desayunador. Nuestro anfitrión, Hugo Fernández Zamponi, pregunta si deseamos recorrerla a la antigua, en un carruaje francés comprado por sus abuelos en 1935. Ni lo dudamos.
Un guía vestido de gaucho nos conduce en el carruaje por una calle de tierra entre dos paredes arboladas con eucaliptos que no dejan pasar la luz. Al salir del túnel vegetal nos internamos en la planicie tapizada por pasto puna para avanzar rumbo al horizonte. En la lejanía una pareja de huéspedes hace lo mismo que nosotros pero a caballo, y parecen dos puntitos en la inmensidad, donde se erigen ellos y un caldén solitario.
Al regreso pasamos por la reconstrucción de un fortín que perteneció al Ejército durante la Campaña del Desierto, donde están los ranchos de la comandancia y la tropa, el pozo de agua y el horno de barro, rodeados por una cerca de palo a pique. Además se ha levantado un mangrullo, la precaria “torre” que tenían los fortines para vigilar el acecho del enemigo, cuya base fue el resto arqueológico que permitió identificar este fortín del año 1870.
CIERVOS EN CELO La segunda noche transcurre sublime en la inmensidad pampeana. Nos alejamos unos metros del casco de la estancia para observar un firmamento estrellado como no hemos visto otro jamás. No sopla siquiera una brisa y no hace frío ni calor. El silencio es absoluto, salvo por el chistido de una lechuza, el grito alarmado de un tero y el mugido lejano de una vaca. La cama nos llama.
–¿Sabían que estamos en plena brama del ciervo en el Parque Luro? –nos pregunta en la mañana Hugo con simulada ingenuidad.
–No, ¿de qué se trata? –interrogamos con ingenuidad real.
Resulta que cada año, entre el 15 marzo y fines de abril, la comunidad de ciervos de la Reserva Provincial Parque Luro entra en celo, generando un espectáculo natural que parece un documental de fauna visto en directo.
La pregunta de nuestro anfitrión es a todas luces una efectiva trampa para retenernos un rato más en la provincia. Así que partimos hacia el Parque Luro, a 35 kilómetros de Santa Rosa, en principio para pasar unas horas allí y seguir viaje.
Al ingresar al Parque vemos el imponente palacio blanco levantado en 1911 para el terrateniente Pedro Luro, en una planicie rodeada de estatuas. Cada hora comienza una visita guiada y nos sumamos a una.
El edificio es obra del arquitecto francés Alberto Favre, con un estilo Luis XVI que propone un regreso al clasicismo, con abundantes motivos griegos y romanos. Entre las excentricidades de este hacendado hay una cocina exterior –para evitar el olor a comida en el palacio– conectada al edificio por un túnel para que los visitantes no vieran a los mozos traer la comida por el jardín lateral.
El señor Luro hizo de sus jardines un coto de caza, como se acostumbraba entre la realeza europea. Por eso introdujo ciervos colorados traídos de Europa, para entretener con la caza a sus amigos de visita. Pero esos ciervos carecían de predadores y se reprodujeron de manera inesperada: ahora pueblan varios sectores de la Patagonia y llegan hasta la provincia de San Luis.
Terminada la visita histórica, es hora de ir a ver a los ciervos en estado natural. Arrancamos a pie, bordeando el excelente camping del Parque Luro, cuando aparecen las primeras hembras de ciervo acercándose a tomar agua. Las vemos con cierta cercanía pero al divisarnos huyen hacia el bosque de caldenes. Almorzamos en la confitería del camping y el mozo nos explica que para ver mejor a los ciervos hay que esperar el atardecer, cuando salen del bosque.
Extendemos una lona a la sombra de un caldén y nos entregamos a una profunda siesta que estaba fuera de todo plan. Luego de un café, en el puesto de información un guardaparque nos derriba el mito de que “La pampa tiene el ombú”. Pues resulta que el bifurcado ombú está en la Pampa húmeda de la provincia de Buenos Aires, y no tanto en el centro y sur de la provincia de La Pampa, cuyo ambiente de transición está más emparentado con la Patagonia. Así que aquí “la pampa tiene el caldén”, un árbol aparasolado pariente del algarrobo.
Al atardecer salimos a caminar por los senderos de avistaje de fauna donde aparecen una pareja de ñandúes y una mulita. A esa hora, como si estuvieran coordinados, los ciervos machos comienzan a bramar llamando a las hembras. La organización social de los ciervos en época de brama es el harén. Los machos lanzan sus bramidos para atraer a las hembras, y así marcan el territorio. El bramido también les advierte a los otros machos quién es el más fuerte: muchas veces las disputas son a los empujones, embistiéndose con las ramificadas cornamentas, aunque rara vez alguno sale lastimado.
El harén de un macho puede tener más de quince hembras, que son copuladas en un acto sexual que dura cuatro segundos. Terminada la época de brama, los machos se esconden solitarios en el bosque y casi no vuelven a salir. En cambio las hembras se pueden ver todo el año con facilidad.
El sendero culmina junto a las cabañas del Parque Luro, equipadas con agua caliente, calefacción y aire acondicionado. La curiosidad nos gana y pedimos verlas. Al poner la llave en la cerradura vemos a tres ciervos hembra pastando a un costado de la cabaña. No hay mucho que pensar: nos quedamos.
Después de la cena en el comedor del complejo llega Eduardo Vignau con dos telescopios portátiles para ofrecerles a los huéspedes una clase de astronomía. El estudioso se toma su tiempo para enfocar algo en el cielo y al asomar el ojo por la mirilla descubrimos la superficie de la luna con una nitidez absoluta, donde se distinguen sus cráteres. Luego llega el turno de Júpiter.
La noche termina con un debate filosófico bajo las estrellas acerca del concepto del espacio infinito y el hipotético número finito de galaxias que podrían existir en el espacio exterior. Con esa inquietud nos vamos a dormir.
Antes de ir al cuarto Vignau hace un comentario al pasar: “A 20 minutos de Guatraché hay una comunidad menonita, donde la gente vive por decisión propia casi como en la Edad Media, sin electricidad, teléfono ni auto, siguiendo una interpretación extrema de la modestia cristiana y el carácter sacrificado de la existencia”.
COMO EN LA EDAD MEDIA Amanece, abro la ventana y un cierva me mira fijo por un instante. Le saco una foto y huye hacia un monte. Durante el desayuno pregunto qué distancia hay hasta Guatraché: dos horas y media de viaje. La decisión está tomada.
En la Oficina de Turismo de Guatraché contratamos un guía para que nos interne en los secretos del poblado menonita Nueva Esperanza. Con tanta buena suerte que nos cruzamos con Gertrudis y su hermana, dos menonitas que regresan al pueblo luego de una visita al médico: las llevamos.
Las dos menonitas son rubias de ojos azules, altas y de piel transparente. Usan vestido largo sin botones, un pañuelo les cubre cabeza y cuello, y calzan anticuadas sandalias arriba de medias blancas. Gertrudis nació en Nueva Esperanza hace 21 años y habla español con acento alemán y pequeños errores. Su hermana, cinco años mayor, casi no entiende palabra en castellano. Con el guía –a quien conoce bien– Gertrudis habla, bromea y hasta se ríe. Pero a los extraños les responde con monosílabos: “¿Te gusta cómo juega Messi?”. “No sé.” “¿Pero sabes quién es?” “No.” “¿Y Maradona?” “Tampoco.”
Ocurre que los menonitas son una secta anabaptista derivada del protestantismo de Lutero, una opción radical por un cristianismo puritano y ascético en la que no se permite usar luz eléctrica, escuchar música, tener teléfono, auto, radio ni televisión. Entre ellos hablan un antiguo dialecto mezcla de alemán con holandés, que hoy no entienden alemanes ni holandeses. No reconocen patria ni Estado. Tienen DNI pero no votan y educan a sus hijos en sus propias escuelas, donde el único libro que se lee es la Biblia. Además, aprenden a sumar, restar y dividir. Y nada más. Entre los 1500 habitantes de Colonia Esperanza que viven encerrados en su mundo –ajenos a toda globalización y fuera del tiempo– pocos saben quién fue San Martín. Varios menonitas consultados no lo conocen.
Colonia Esperanza es como una aldea medieval europea fuera de tiempo y lugar, no por los edificios sino por la gente. Por las calles de tierra sólo se ven carros tirados a caballo cargados con tambos de leche, la principal actividad de los menonitas. También son excelentes herreros, carpinteros y zapateros. Cada casa tiene campo sembrado alrededor y muchos niños jugando en el frente, considerados un regalo de Dios, cuya llegada no se debe evitar. En el almacén de ramos generales Don Jacobo atiende vistiendo su mameluco de rigor –como todos los hombres y niños del pueblo– y al caer el sol alumbra su negocio con un tendido de caños de gas con lámparas de camping. En un estante hay cinco rústicas planchas de acero como las de antes, que se calientan a carbón.
ATARDECER EN LA SALINA Regresamos a pasar la noche en Guatraché. Y les vamos tomando el gustito a las planicies desoladas de La Pampa: ahora ya no nos queremos ir.
Al día siguiente visitamos la salina Colorada Chica y en el camino pasamos a buscar al guía Miguel Rodríguez en el pueblo de Jacinto Aráuz, quien nos cuenta la historia de la salina aún en producción. Al final de la blanca caminata el guía nos pregunta si queremos ir al cercano pueblo fantasma de Colonia San Rosario, creado por inmigrantes alemanes del Volga en 1920, hoy abandonado. Miguel agrega que en el pueblo de Chacharramendi existe una pulpería creada en 1901.
Los comentarios del guía nos resultan sospechosos. Y concluimos que existe un complot: los pampeanos no quieren que uno se vaya, con el objetivo de derrumbar ese otro mito de que “en la pampa no hay nada para los viajeros”. A esta altura es evidente que el mito es falso, pero esta vez nos ponemos firmes y torcemos estoicamente nuestro deseo vuelto a tentar: doblamos hacia el sur en la RP152 rumbo a Neuquén.
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