Domingo, 5 de octubre de 2014 | Hoy
SUECIA. ESTOCOLMO Y SUS CANALES NóRDICOS
Islas, puentes, cúpulas y callecitas de la Ciudad Vieja armonizan su encanto con museos interactivos como el del Nobel y el Vasa, donde un navío hundido en 1628 y recuperado casi intacto en el siglo XX ofrece una propuesta ideal para viajeros de toda edad.
Por Dora Salas
“El rostro de (Greta) Garbo es idea, no dibujado sino más bien esculpido en la lisura y lo frágil, es decir, perfecto y efímero a la vez”, escribió el semiólogo Roland Barthes sobre la enigmática actriz nacida hace más de un siglo en Estocolmo, ciudad que también armoniza perfección y fugacidad, sobre todo cuando el sol ilumina el conjunto de islas en que se alza.
La capital sueca fue construida sobre unas catorce islas unidas por puentes, y en ella penetran las aguas del mar Báltico (al este) y las del lago Mälaren (al oeste). Al atardecer, bajo los reflejos del poniente, parece una gran ciudad flotante y su belleza justifica el apodo de la Venecia del Norte, con sus torres de elaborado diseño, sus palacios y su barroquismo.
El Palacio Real, el del Parlamento y el del Ayuntamiento se destacan en el centro histórico, ideal para recorrer a pie. Algo más apartados hay parques arbolados y otras atracciones turísticas a las que se llega con medios de transporte público cómodos y puntuales, entre ellos los tranvías.
HACIA GAMLA STAN Al bajar del tren –espléndida segunda clase del ferrocarril doméstico, con butacas individuales forradas en tela y mesitas de madera natural, Internet libre y enchufes para tablets y celulares en los asientos– me sorprende el movimiento de las calles y avenidas adyacentes. Negocios de souvenirs y de comida rápida, dulces y panes tradicionales, todo se encuentra sin esfuerzo alguno.
En la Oficina de Turismo me dan mapas y explicaciones y compro boletos de ida y vuelta para medios de transporte urbano. Por supuesto la conversación es en inglés, idioma que manejan en esta oficina y en cualquier negocio.
Con algunos objetivos claros, camino hacia la Ciudad Vieja (Gamla Stan), clave de la visita. Se construyó en el siglo XIII sobre tres islas, Stadsholmen, Riddarholmen y Helgeandsholmen. Amurallada, su eje fue la fortaleza Tre Kronor, donde ahora se ubica el Palacio Real (Kungliga Slottet), que se remonta al siglo XVIII, cuando se erigió sobre las ruinas del edificio precedente, destruido en un incendio.
El Palacio, de estilo barroco italiano –donde los monarcas mantienen sus oficinas, realizan actos y recepciones y alojan a huéspedes– tiene 608 habitaciones adornadas con tapices y pinturas, y cinco museos, entre ellos el Tres Coronas, el del Tesoro y la Armería Real. El trono de plata cincelada del siglo XVII y las joyas reales son los grandes protagonistas en esta visita agradable también para los niños.
Para admirar edificios, es interesante ir a la Casa de la Nobleza (Riddarhuset), que conserva unos 2000 emblemas nobiliarios y cuyo barroquismo se luce en las torres. El Parlamento y el Banco Nacional se suman a la lista de atractivos edificios oficiales.
A la hora de almorzar me inclino por algo típico. En realidad, los suecos privilegian los desayunos abundantes y el almuerzo es liviano. En la Ciudad Vieja encuentro diferentes bares de comida rápida local. Mesas y asientos de madera, clásicas cortinitas bordadas, y variedad de ofertas: sopas, pescados (reinan el salmón y los arenques), ensaladas de frutos de mar y las tradicionales albóndigas suecas. Elijo una atractiva sopa de remolachas y las albóndigas (köttbullar). En cuanto al pan, hay de todo tipo, pero me atrae el knäckebröd, una galleta grande de centeno, redonda, fina, seca y plana, de larga conservación y que se remonta a los vikingos. Sirve para acompañar comidas y para untar con manteca, caviar, patés o mermeladas. Pero si alguien prefiere comida internacional o pizza tampoco tendrá problemas en Estocolmo.
LA CATEDRAL Mi paseo continúa en la Catedral luterana, que combina su interior gótico con el exterior barroco. Cerca de este templo, en Ptästgatan (“gatan” significa “calle”) y la cuesta Kakbrinken, me sorprende una antigua escritura escandinava (runa) que perdura incrustada en una pared de piedra. La curiosidad me lleva después al callejón más estrecho de la Ciudad Vieja, llamado Marten Trotzigs en recuerdo de un adinerado comerciante alemán. El pasaje mide apenas 90 centímetros de ancho y 39 escalones. Desde la parte alta, a lo lejos y detrás las farolas de hierro forjado, se distingue el mar. Extiendo los brazos y pido a un turista que me tome una foto mientras toco con mis manos las paredes de los edificios que se encuentran a uno y otro lado de la callecita.
Pero el corazón de Gamla Stan es la Plaza Mayor (Stortorget), que en la Edad Media era el centro de comercio y reuniones. Allí pasaba de todo, desde recoger agua hasta ver cómo iban los condenados a la picota. Además de comerciar, claro. La historia recuerda que en la Stortorget se cometió un “baño de sangre” cuando Kristian II de Dinamarca fue coronado: un centenar de personas fue ejecutado por motivos políticos y las cabezas quedaron tres días en el suelo de la plaza.
De aquí parten tres calles de elegante estilo germánico de los siglos XVII y XVIII, y en otra esquina se ubica el antiguo Palacio de la Bolsa, mezcla de estilos neoclásico y rococó (1776), en cuya planta alta está la Real Academia Sueca, que cada año elige el Nobel de Literatura. En el edificio funciona desde 2001 el Museo del Premio Nobel, concebido para visitas en familia, con dos salas dedicadas a los niños y una ruta para buscar curiosidades. Pruebo varias opciones interactivas. Una de ellas, “la línea del tiempo”, permite “experimentar la evolución de once decenios” de premiación, con “los acontecimientos mundiales como fondo”, explica la página oficial del Museo. En paneles verticales de diferentes alturas para facilitar su uso a adultos y niños, un toque presenta en pantalla a los premiados y su época. Busco los Nobel de Literatura y de la Paz. Y, tan lejos de Buenos Aires, me emociono al ver al dictador Jorge Rafael Videla en el Informe Anual de Amnesty International de 1977, año en que esta entidad de derechos humanos recibió el Nobel de la Paz por su “campaña contra la tortura”.
“Siéntese un rato en una de las salas de cine y observe el laboratorio de Marie Curie o vea a Nelson Mandela al salir de la cárcel”, invita una propuesta y otra sugiere: “¡Mire arriba!”, porque cerca del techo “desfilan” los “más de 800 laureados con el Premio Nobel”. Y no es todo. Una “Sala de las Burbujas” y “el Concurso Nobel” invitan a los niños a entrar en un “espacio para las ideas burbujeantes”, a hacer preguntas y a relatar cómo piensa ganar el premio.
El Museo del Nobel, como ocurre en los templos y muchos restaurantes suecos, tiene espacios especiales para la infancia. Como en la catedral de una ciudad del sur del país, Lonköping, donde el rincón de juegos situado en una de las alas de la iglesia tiene “disfraces” religiosos (incluyendo hasta atributos obispales) y réplicas en madera del altar mayor y del órgano.
Bar y tienda de recuerdos completan este museo, cuya intención es “despertar interés y suscitar debates sobre la ciencia y la cultura mediante una pedagogía creativa, una técnica moderna y un diseño elegante”.
EL MUSEO VASA Historia y modernas tecnologías se dan la mano también en el MuseoVasa, construido especialmente en 1990 para albergar al galeón homónimo, de 68 metros de largo, hundido en 1628 en su viaje inaugural por exceso de peso y altura desproporcionada (equivalente a un edificio de cuatro pisos). Fue rescatado casi intacto 300 años después, con cuerpos y objetos en el interior. Una rampa permite admirar la nave y conocer cómo era la vida a bordo, qué se comía y qué enfermedades prevalecían, pues mediante el estudio de dentaduras de las víctimas se obtuvo ese conocimiento. Además, el museo tiene salas interactivas para ver en un globo terráqueo gigante las zonas, épocas y temas de nuestro interés. Y si queremos jugar, en lugar de firmar el libro de visitas, podemos sacarnos una foto y, en un planisferio enorme, ubicarla en nuestro país de proveniencia y en la fecha del paseo. Me despido del Vasa que, como leo en un folleto, de su fracaso y desastre se ha convertido en uno de los mayores atractivos turísticos de Estocolmo.
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