CARIBE UNA ISLA CON EL TOQUE HOLANDéS
No hay duda, esto es Aruba
Tan sólo 30 kilómetros de largo y 9 de ancho, con idílicas playas de arena blanquísima, un fabuloso mundo submarino y una ristra de hoteles resort. Así es Aruba, la pequeña isla que los españoles desdeñaron, los piratas codiciaron y los holandeses colonizaron.
Por Mariano Blejman
Vista desde el cielo, la playa caribeña de Aruba es como una herida lacerante entre el mar y el interior de la isla. Un tajo blanco y ondulante que aísla dos mundos bien distintos: el del glamour en chancletas, presente de hoteles anglo-holandeses y el del silencio oscuro del mar que esconde misterios de un pasado pirata. En el medio, entonces, la playa se ofrece como muestrario de siluetas de exportación: hay carnes frescas, oscuras, claras, grasas de más, litros de menos, tatuajes o sin ellos. Como sea, surgen a flor de piel. Porque Aruba deja claro que el cuerpo del ser humano tiene el mismo precio desvestido, pero el contexto ayuda a darle valor.
Habría que poner la isla de 30 km de largo y 9 km de ancho en su contexto: el mar del Caribe, al norte de Venezuela, al sur de Cuba, por intentar una aproximación. Porque ese mar es el contexto de esta isla que fue descubierta por Europa casi con desgano en una época en que los piratas se habían dado cuenta de que no hacía falta meterse al continente para buscar el oro de América sino sólo bastaba con esperar a los barcos españoles a la salida, al grito del abordaje. Y habrá sido ese mismo espíritu pirata que llevó a los holandeses a hacerse cargo de la isla, que por entonces tenía población autóctona y ahora casi no queda. Es decir: queda, pero está muy ocupada atendiendo a los turistas.
Aunque los 60 mil habitantes de Aruba aprenden el holandés en la escuela y saben español e inglés, entre ellos hablan el papiamento: una mezcla de todos los idiomas con un toque de localismo, que hace imposible entenderlo de una, pero siempre algo se pesca. Bienvenido se dice “bon vini”, por dar un ejemplo. Y esa frase queda estampada en el sello del pasaporte.
En Aruba están los visitantes que adoran ver cómo se les oscurece la piel y se sacan fotos en uno de los mejores mares del mundo, que se entregan a los placeres del ski acuático y se dejan caer ante el menor oleaje, los que se suben a un paracaídas llevado por una lancha, o disfrutan de un tour en un barco con el soñado “open bar” (todas las bebidas a bordo que el estómago esté dispuesto a aguantar), o los que se sumergen en el mar caribeño para descubrir un mundo mucho más complejo y divertido que el de Buscando a Nemo, por ejemplo, haciendo snorkelling entre los restos de un barco alemán hundido al terminar la Segunda Guerra Mundial. El mar es calentito (ni siquiera tibio) y, por la limpieza del agua, se puede ver cuán crecidas están las uñas de los dedos de uno, o cómo pasean los pescaditos entre las piernas.
Pero poniendo de nuevo la isla en su contexto, cabe aclarar que comer una pizza vale un Perú (y encima algunas de sus monedas son cuadradas). Que tragarse un omelete cuesta lo que vale su contenido, y ni que hablar del jugo de naranja, que deberá disfrutarse como el último del desierto (la isla lo es en su interior). Las cosas son así en Aruba: las actividades están hechas para no hacer nada (masajes, jacuzzi, hidromasaje, ¿hidrojacuzzi?), los hoteles –atendidos mayoritariamente por sus habitantes oriundos– se dedican a que sus huéspedes tengan asegurados nadar (algo así como no hacer nada en el agua): o sea, los hoteles se aseguran la posibilidad de cobrar por el estado de letargo que adopta el visitante. Y la gente paga. No niega el negocio de su ocio.
La única forma de saber cuándo se está “dentro” del hotel y cuándo “fuera” o en la playa, es dejándose llevar por las corrientes del aire acondicionado. Si hay aire fresco, es parte del hotel. En el medio están los trabajadores del resto del Caribe, que llegan a la isla en busca de trabajo: colombianos, venezolanos, panameños, que enseñan a esquiar en el agua, que saben manejar las lanchas y mover sus cuerpos detrás de lentes negros, que invitar a los turistas a subirse a la moto (de agua) con una sonrisa, pero ante la menor pregunta de un visitante latino confiesan que la vida es dura en Aruba, que los gastos son altos, pero las tips goods.
De noche, la historia cambia. Las avenidas alegres del centro dan paso a un mundo oscuro de la playa caribeña. Algunos bares (“Mambo Jambo” es unode los más populares) reúnen turistas y lugareños. En la pista de baile se pierden las distinciones de roles que han dado las economías centrales. Otro de los bares del centro es holandés, pero tiene aire argentino: en una de sus paredes, casi perdida, hay una foto de Máxima Zorreguieta (aquella princesa de padre impresentable) acompañando a su príncipe. Es allí cuando uno descubre el mambo irresuelto de los holandeses con su realeza. Un país tan cool, que legalizó matrimonios gays y el consumo de marihuana, muere de amor por su príncipe. Aquí puede verse que Holanda aún no abandonó sus deseos de ser Imperio (aunque sea en una pequeña isla).
Pues bien: como todo escenario edénico, Aruba tiene un lugar prohibido: en toda su curvatura hay un punto al que los visitantes no pueden acceder por ningún motivo. Es la trastienda de la isla, ubicada al noroeste de la isla, donde no hay playa sino acantilados: allí, un grupo de lugareños se dedica, cada tanto, a tirarles carne fresca a los tiburones para que no se acerquen a la zona de turistas. Es que en los paraísos turísticos caribeños, no debe existir el riesgo de que una feroz dentellada submarina –como tentadora serpiente– provoque la caída del Edén.