NEUQUéN. VISITA PRIMAVERAL A VILLA PEHUENIA
Villa Pehuenia, en el norte de Neuquén, es un rincón romántico de bosque y montaña, en un paisaje donde los lagos Aluminé y Moquehue hacen de espejo para un cielo sin límite. La vida en un paraje recóndito que respira naturaleza, y la cultura presente de los pueblos originarios.
› Por Graciela Cutuli
Fotos de Graciela Cutuli
“Qué hermosas fotos, qué lindo lugar... ¿dónde queda?” La pregunta se repite, una y otra vez, cuando circulan las imágenes de un lago patagónico, transparente e inmóvil, que refleja el cielo y los bosques de araucarias. Son imágenes sin retoque: vienen tal cual de la vida real, y se pueden ver en 3D en el norte de Neuquén, donde una aldea de montaña recrea todos los días el desafío de vivir en un paraje casi virgen, al abrigo del bosque y de los picos coronados de nieve incluso en verano. Es Villa Pehuenia. Y su nombre lo dice: los bosques son de araucarias, el noble árbol milenario que los nativos llaman pehuén. El árbol que brinda cobijo y alimento, gracias a sus piñones. ¿Y dónde queda, entonces? A 1450 kilómetros de Buenos Aires, a 310 kilómetros de Neuquén capital, a 118 kilómetros de Zapala. Porque los paraísos necesitan su intimidad, para llegar a Villa Pehuenia hay que viajar y mucho. Pero la recompensa está a la vuelta de una curva, cuando de pronto el paisaje se abre y aparece, en todo su esplendor, la belleza agreste y montañosa de esta pincelada divina.
RUMBO A PEHUENIA De viaje por la Patagonia, los apuros hay que dejarlos de lado. Emprender rumbo al sur significa, literalmente, poner distancia: y lo mejor es hacerlo tomándose su tiempo. Por eso, apenas aterrizamos en Neuquén decidimos celebrar la llegada honrando una de las actividades que distinguen a la provincia: su producción vitivinícola. En la bodega NQN, el restaurante Malma nos recibe rodeado de viñedos repletos de brotes primaverales: en la mesa, sin embargo, ya está el resultado de las uvas maduras en la forma de exquisitas copas de Malbec y Chardonnay, dos de las seis cepas que se cultivan en las 127 hectáreas de la finca. En NQN se pueden visitar las impecables instalaciones para conocer paso a paso el proceso de elaboración y –la mejor parte– degustar los vinos junto con un almuerzo a base de trucha. “Los fines de semana largos –nos cuenta Marta García, del organismo provincial de Turismo– favorecen la llegada de la gente de Neuquén y el Valle. Además se está empezando a romper la estacionalidad, con eventos como ExpoCordillera o el Festival del Chef.” Un festival que se organiza precisamente en Villa Pehuenia, todos los años después de Pascua, con un éxito creciente de convocatoria: en esos días, la pequeña aldea se revoluciona con la llegada de chefs de renombre de todo el país, reunidos con la propuesta de elaborar platos sobre la base de productos locales. La motivación gastronómica prendió, y hoy hace del pueblo un destino de primera línea para los bon vivants, con propuestas tentadoras desde el desayuno hasta la cena.
Después de NQN, es hora de poner rumbo hacia Zapala y Pehuenia, pero con un alto antes en el museo Carmen Funes de Plaza Huincul, que nos queda de paso. En ese museo pequeño, que se levanta discretamente a un costado de la RN22, se encuentran maravillas que vienen a ver paleontólogos de todo el mundo: como algunos huesos del Argentinosaurus Huinculensis, el dinosaurio herbívoro más grande del mundo, y la reconstrucción del Giganotosaurios Carolinii, el mayor dinosaurio carnívoro, también descubierto en Neuquén. Si para muestra basta una vértebra, la del Argentinosaurus mide 1,5 metro de altura...
Como se hace tarde y aún faltan tres horas de ruta –vamos a tomar el camino a Villa Pehuenia por la RP13 y Primeros Pinos– hay que despedirse de los dinosaurios hasta la vuelta. Los últimos nos dicen adiós desde las siluetas prehistóricas que se repiten en las calles y plazas al borde de la ruta: Plaza Huincuil es “dinolandia”, y lo tiene bien ganado.
EL FINO CRISTAL DEL LAGO A la mañana, el lago Aluminé nos recibe resplandeciente. Son los vaivenes del clima patagónico: la noche anterior, medio camino lo hicimos en medio de una primaveral tormenta de nieve. Pero ya no quedan rastros: el sol brilla a través de los ventanales de La Balconada –el hotel donde desayunamos– entibiando los bosques de araucarias y, más abajo, las playitas lacustres donde los conejos se pasean a sus anchas. En los jardines del contiguo complejo Bahía Rosedal las rosas se preparan para la temporada veraniega: sobre 8000 metros cuadrados, 1200 rosales concretan el sueño de Luis Marsó, que proyectó el jardín de rosas más grande de la Patagonia y, por ironía del destino, no pudo verlo terminado. Pero allí están sus rosales, poniendo color entre los autóctonos ñires, maitenes y radales, abriéndose camino entre los muros de piedra y los decks con vista al lago que dibujan una imagen veraniega de la Patagonia andina.
Después del desayuno partimos a Cinco Lagunas, la zona donde vive la comunidad mapuche Puel, que durante el invierno también está a cargo del parque de nieve Batea Mahuida. Como todavía no empezó la temporada de verano, el paisaje de Cinco Lagunas –cuyo circuito turístico abarca en realidad cuatro y nos pone frente a las contundentes siluetas de los cerros Mocho y Teta– parece estar aquí sólo para nosotros: puro bosque de ñires ornados de líquenes que cuelgan revelando la pureza del aire en este rincón donde vive apenas un puñado de familias. Carlos, dueño del restaurante Mandra y nuestro guía de hoy, nos revela un secreto muy bien guardado: la preciosa virgen cascada del río Blanco, tan secreta que ni siquiera tiene nombre propio. Camino a la casa de Mario Puel, la última del paraje, nos va contando algunos de los secretos de los hongos de pino que recolecta todos los años para usar luego en el restaurante: “El hongo se corta, no se arranca para no arruinarlo. Se le quita la piel de arriba, se corta en fetas y se pone a secar a la sombra, un proceso que se puede acompañar con la ayuda de calefactores. En unos tres días ya están listos para guardar, con hojas de laurel y granos de pimienta negra para favorecer la conservación”. En el proceso, los hongos pierden volumen y peso, de modo que las grandes cantidades recolectadas se reducen drásticamente... y concentran su sabor, ideal para acompañar pastas y carnes.
La zona de Cinco Lagunas es una de las mecas del camping durante el verano: allí mismo se pueden hacer cabalgatas y caminatas, acompañados por miembros de la comunidad. “La integración –dice Carlos, que reflexiona sobre los vaivenes que traen las diferencias culturales entre los pueblos aborígenes y los nuevos pobladores– va a venir con la escuela.” En todo caso, ya es un hecho, que aumenta cada temporada con la llegada de veraneantes que eligen este lugar privilegiado por su ubicación, justo sobre el paraje La Angostura, donde se unen los lagos Aluminé y Moquehue. La familia de Mario Puel vive justo al borde del lago, donde pastan ovejas y una pareja de cauquenes se pasea imperturbable, tan ajenos a los seres humanos como a los teros que van y vienen por doquier.
HACIA EL LAGO MOQUEHUE Martín Maldonado es un experto en Pehuenia y un aficionado al avistaje de aves, que anda siempre con la guía de identificación de especies de Tito Narosky en su camioneta, con la que recorre todos los circuitos turísticos de la aldea. Es que toda la región es una fiesta para los que aman los binoculares y las fotos de pájaros: desde los ruidosos loros de cola colorada hasta las gaviotas patagónicas, desde los pájaros carpinteros hasta los cóndores, se podría andar horas mirando y escuchando las aves del bosque. Esta tarde, sin embargo, la idea es recorrer las orillas del lago Aluminé y el Moquehue, identificando poco a poco los “barrios” que tiene Pehuenia: porque los hay también, aunque todo el pueblo y sus alrededores apenas si alcanzan los 1500 habitantes. Dejamos atrás la “costanera gastronómica” –la zona que bordea el lago y donde se concentran los restaurantes– y la zona de Radal-Co, donde empieza un barrio de casas residenciales. Bajamos en un bosque de coihues, que desciende suavemente hacia la vera del lago, y ponemos rumbo a Moquehue, el pueblo hermano de Villa Pehuenia, que conoció hace décadas el ritmo intenso de la actividad de los aserraderos... a base de araucarias. Los grandes gigantes prehistóricos caían bajo los hachazos y eran llevados en jangadas, hasta que –felizmente para el futuro de la especie– los aserraderos cerraron y las araucarias recobran la paz de su lentísimo crecimiento sin amenazas. Aunque hoy, curiosamente, la amenaza parece ser otra y tiene la forma de los pinos de forestación, que avanzan sin demasiado control sobre las zonas de bosque nativo.
Martín recuerda que por estas tierras pasó Orélie Antoine de Tounens, el “rey de la Patagonia”, aquel francés que acarició durante un tiempo la fantasía de tener un reino remoto en el fin del mundo, hasta que chocó con la realidad y terminó sus días en su patria y en un manicomio. Otro francés, Albert Lepen, se estableció en la región a principios del siglo XX y está enterrado en una isla que lleva su nombre, sobre el lago Moquehue. Así, andando y entre recuerdos, transitamos la etapa 1ª de la Huella Andina, el eje longitudinal que recorre la Patagonia Norte de Neuquén a Chubut: este tramo de Huella Andina nace en La Angostura y termina en el camping de montaña Trenel, donde nos espera Fernando López, apicultor y alma mater del lugar, que abrió el 1º de noviembre y recibirá visitantes hasta Semana Santa en sus veinte parcelas coronadas por un canopy, en el corazón de un bosque de ñires. La propuesta es multiaventura: canopy, kayak, escalada y rappel, para familias o grupos, que también tienen opciones de senderismo.
Paseamos por el bosque y bajamos hasta la playa, donde caen las últimas gotas de una lluvia pasajera que nos deja un regalo inesperado: un espléndido arcoiris, de punta a punta sobre el lago, asoma apenas el sol vuelve a brillar tímidamente en el cielo, donde vuelan ruidosas gaviotas en busca de alimento. “Aquí no hay playas privadas –recuerda Fernando, en un ratito de charla mientras probamos la exquisita miel que producen sus colmenas– ni siquiera donde están las hosterías. Y en verano hay luz en muchas de ellas hasta las nueve y media de la noche... Mucha gente se hace llevar con una lancha para pasar el día en la playa y volver al anochecer, después de haber disfrutado todo el día del agua, porque aquí no es como en el Nahuel Huapi: su temperatura en verano llega a los 23 grados, más que en la costa.”
A FLOR DE AGUA Charly conoció Villa Pehuenia hace varios años y la eligió para quedarse. Desde entonces es el capitán de los paseos lacustres de Brisas del Sur, que salen de la zona de Golfo Azul para recorrer en alrededor de una hora y media un gran sector del lago Aluminé. Mientras su ecosonda muestra las variaciones de profundidad y el paso de cardúmenes, Charly va explicando los secretos del lago, que tiene una superficie de 53 metros cuadrados y una profundidad máxima de 240 metros, variable según el relieve del fondo. “Conocí Villa Pehuenia de casualidad –evoca–, pero me encontré con un paraíso y una energía terrible. Navego desde hace más de 31 años. Con mi equipo también somos buzos y hacemos campañas de fondos limpios.” El paseo lacustre se puede hacer durante todo el año, y en la temporada veraniega se le agregan –a partir del 20 de diciembre– otras propuestas: bicicletas de agua, gomones para seis o doce personas, kayaks, esquí acuático y pesca. Como para no querer irse nunca de este lago que hoy nos toca increíblemente tranquilo, algo más alto que en su nivel habitual, como un espejo que refleja los complejos hoteleros y las casas particulares que brotan casi invisiblemente a su alrededor. Porque la particularidad de Villa Pehuenia es que su relieve y los bosques ocultan gran parte de las construcciones y hasta el paso de la gente por las callecitas de ripio.
Cuando cae la tarde y volvemos al pueblo, nos despedimos con un té en la hostería Al Paraíso, que Mónica y Walter Rodegher atienden personalmente con una dedicación y un detenimiento en los detalles que los convierte en una experiencia inolvidable. Sobre un parque de dos hectáreas, con vista al Batea Mahuida y al lago, Al Paraíso ofrece habitaciones y suites, acompañadas de un desayuno o una merienda que hacen historia: porque hay en cada una de las mermeladas caseras elaboradas por Mónica, en su pan y en las tortas, no sólo maestría pastelera sino un amor incondicional que convierte a sus productos en ofrendas. Cuando esté a orillas del Aluminé, no deje de visitarlos y habrá completado enteramente la inolvidable “experiencia Pehuenia”.
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