TAIWáN. EL MONASTERIO CHUNG TAI CHAN
En el centro de la isla de Taiwán está el monasterio budista más alto del mundo y acaso también el más moderno y suntuoso, diseñado por el vanguardista arquitecto de rascacielos C. Y. Lee. Una metáfora arquitectónica con toneladas de oro, titanio y toda clase de tesoros.
› Por Julián Varsavsky
En el Gran Hall de la Iluminación del monasterio Chung Tai Chan –con pisos, techos y paredes de cerámica blanca vidriada–, el ambiente remite a una escena de la película Matrix, donde reina una estética radiante y minimalista con un aura ascética de pureza absoluta. Esta es una de las metáforas arquitectónicas de las etapas hacia la iluminación en la filosofía budista, genialmente llevadas a la forma física por el arquitecto C. Y. Lee, el mismo que diseñó el Taipei 101, que fue el edificio más alto del mundo hasta 2010.
Con su gran obra del Taipei 101, Lee no solamente hizo el edificio más alto del mundo –un dato secundario en lo que hace a la forma– sino que fue el primer arquitecto oriental en dejar de copiar los rascacielos de Occidente, como los de Hong Kong, para hacer uno propio que fuese al mismo tiempo moderno e hipertecnológico, pero con una forma oriental y específicamente china. Así creó el icono de Taiwán en el mundo.
Algo similar hizo Lee con el monasterio Chung Tai Chan: es el más alto del mundo –su domo de titanio alcanza los 150 metros de altura– y también el más moderno. Su vanguardismo inserto en la arquitectura religiosa se ve desde el interior de su gran domo, donde dos ventanales de varios pisos reflejan la “estética de la desaparición” que se aplica en los rascacielos posmodernos, donde todo es luminosidad y transparencia ante la falta de un muro de ladrillos, creando una continuidad entre el adentro y el afuera.
Esta metáfora, curiosamente, empalma con los conceptos budistas de la búsqueda de la iluminación, del vacío en la idea del nirvana y de la ausencia de forma cuando el espíritu abandona la carne, desapareciendo la disociación entre el ser interior y el mundo exterior, que es la esencia del budismo zen, cuya rama china se practica aquí. Todo esto lo hizo Lee sin abandonar la estética armoniosa del budismo milenario. Y el resultado es una gran mole de suma extrañeza, ya que no existe otro monasterio budista siquiera parecido, ni tan suntuoso y posmoderno, por muy contradictorio que esto pueda sonar.
ALCANZAR EL NIRVANA El monasterio Chung Tai Chan está en el centro exacto de Taiwán, en las afueras de la ciudad de Puli, provincia de Nantou. Al acercarnos por la ruta a la colina donde se erige el monumental templo-montaña en medio de un bosque, lo primero que aparece a la distancia es una torre de 150 metros coronada por el gran domo dorado de titanio con forma de flor de loto, sosteniendo una esfera con una stupa.
La resplandeciente aparición nos despierta del marasmo de un paseo que apuntaba a ser la visita a un templo más entre tantos otros. Alejado de la idea de austeridad, el monasterio fue inaugurado en 2001 a un costo de 650 millones de dólares. Con un lujo vaticano digno de un gran palacio, el edificio irradia fulgores solares durante el día y eléctricos en la noche como un faro.
A nuestro lado ingresan al complejo budista de 25 hectáreas media docena de monjes rapados y con túnica negra, montando en moto. Afuera del edificio hay una pantalla electrónica gigante como las de los estadios del Mundial de Brasil. En el hall central, frente a la imagen de un Buda, un monje consulta su smartphone.
Una vez adentro, la megaescala de las salas y estatuas nos vuelve insignificantes. En la entrada hay tres pares de altísimas puertas de cobre que pesan cinco toneladas cada una, con un sistema de bisagras que las aliviana permitiendo abrirlas con una sola mano. Al paso nos salen dos Guardianes Celestiales, guerreros de granito negro de 12 metros de alto con cuatro cabezas cada uno y una espada, que a la vez son columnas.
Las pantallas gigantes se reproducen por doquier, montadas en carros que las trasladan de acuerdo con las necesidades escenográficas de los masivos eventos religiosos, que según se ve en las fotografías de las paredes copian recursos y tecnologías de los grandes recitales de rock. La estrella de estos eventos es el venerable Wei Chueh, un monje que en los ’70 se recluyó la década completa a meditar en los suburbios de Taipei y fundó en 1987 una congregación que multiplicó sus seguidores de manera asombrosa por todo el mundo, con más de un centenar de centros de meditación y aportantes suficientes como para construir este complejo.
HACIA LO ALTO La encargada de recibirnos es una monja alemana de penetrantes ojos marrones, totalmente rapada, vestida con túnica oscura. El nombre que adoptó en su nueva vida asiática es Jian Xiao Fashi y nos cuenta que lleva siete años viviendo en el monasterio. Jian será nuestra traductora de chino en la charla con el viceabad del monasterio, Yun Fashi.
El maestro zen –también rapado al ras– denota unos 30 años, habla en susurros con aires de elevación, y viste una túnica negra con cuello mao que le cubre todo el cuerpo, incluso los pies. Al llegar caminando con las manos en los bolsillos parece levitar.
Ante la consulta de cuánto costó el monasterio, el viceabad parpadea varias veces y responde que no tiene precio. Además, dice, el arquitecto no cobró por su trabajo.
A los grandes monumentos budistas, los peregrinos ascienden a pie de manera circular, simbolizando las distintas etapas que recorrió Buda en su camino a la iluminación. En Chung Tai Chan es también así, pero sin la circularidad, porque subimos en un gran ascensor transparente que atraviesa un conducto también vidriado, que es como la médula del edificio de 37 pisos donde viven 1600 monjes y monjas.
Piso tras piso vamos viendo desde nuestro moderno “vehículo celestial” el brillo del lujo y la pulcritud extrema del monasterio. El mármol, la madera pulida, los metales, todo brilla al máximo, sin la menor mancha, rayadura o descascaramiento. A toda velocidad atravesamos submundos simétricos donde no existe la más mínima imperfección visual. Hay flores por todos lados, pero ni una sola hojita seca o en el suelo. Los sahumerios no se usan aquí para no afectar los tesoros ni las paredes, algo muy inusual para un templo budista.
El rigor incluye modales de absoluta formalidad entre los monjes. El viceabad Yun explica los rigores de la vida monacal: 3.45 de la mañana “a levantarse”; 4.30 cantos y recitado de sutras; 5.00 silencio y meditación; 6.00 desayuno; 6.30 limpieza; 7.00 todos se distribuyen en los departamentos de cocina, lavado de ropa, mecánica de autos, costura, carpintería, publicaciones... luego llegan el almuerzo, la siesta, nuevos rezos, la cena y a dormir. Los extranjeros interesados en llevar esta vida por unos días o por un largo período son bienvenidos.
LA ILUMINACIÓN Los pisos 1 y 2 tienen un colorido gris, “porque la vida es mitad felicidad y mitad sufrimiento”. El gris del ambiente contrasta con la imagen de un gran Buda tallado en granito rojo. En el piso 5 llegamos al Hall de la Gran Magnificencia, con una talla budista cincelada en jade blanco sobre una plataforma de miles de flores de loto cubiertas de oro.
En el piso 9 está el Gran Hall de la Iluminación, la etapa en que los budistas toman conciencia de que hay algo permanente en la existencia que no es físico ni material.
En el piso 16, las puertas del ascensor se abren al Hall de los 10.000 Budas, unas estatuillas de bronce posadas en pequeños nichos que cubren las altísimas paredes hasta el techo. Pero lo más sorprendente es una obra maestra de la arquitectura religiosa en madera de teca: una lustrosa pagoda gigante de siete pisos encastrada sin un solo clavo, levantada dentro de la torre central para protegerla de las inclemencias del tiempo; es decir, un templo dentro de otro templo.
Al frente y detrás de la pagoda están los dos ventanales de 30 metros de alto por todo el ancho de la pared, con paneles de vidrio sostenidos por modernas técnicas de hilos de acero. La pared de vidrio tiene una flexibilidad de 43 centímetros para soportar la furia de los tifones que azotan Taiwán. A través del vidrio la pagoda se ve iluminada en la noche desde la distancia, como si flotara en el cielo.
La sucesión de salas de carácter surrealista parece no tener fin. En el piso 31 está el Pabellón de los Sutras Sagrados, donde se guardan textos antiquísimos y tallas de jade. Y en el piso 37, las puertas se abren en el Domo Dorado, un gran ambiente de titanio en la cumbre del templo con una barroca proliferación de motivos budistas en techos y paredes. El viceabad me hace parar en el centro de este gran ambiente circular y me pide que diga algo mirando hacia arriba. La voz regresa por eco con un tono misterioso que solamente rebota en este punto y no alrededor. “Aquí te enfrentas a ti mismo, a tu verdadero yo”, me dice Yun Fashi con su sonrisa zen convertida en un gesto permanente de la cara.
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