Domingo, 8 de marzo de 2015 | Hoy
CUBA. POR LAS CALLES DE TRINIDAD
A 500 años de su fundación, un encuentro con el historiador de la ciudad de Trinidad, en la provincia de Sancti Spíritus, para conocer historias de tradicionales casas y palacios coloniales.
Por Julián Varsavsky
Fotos de Julián Varsavsky
Camino al rayo del sol sobre los adoquines de Trinidad oyendo el taconeo de un hombre a caballo, quien aparece a mis espaldas con su sombrero guajiro y se detiene a tomar un ron en un bar. No está en los planes conversar con el historiador de la ciudad –aunque me gustaría– pero el azar me lleva frente a su casa, según indica una placa en la pared. Golpeo una recia puerta y un señor ya jubilado la abre presentándose como Manuel Lagunilla Martínez, el hombre a quien no buscaba pero igual encontré.
El historiador me invita a pasar y sentarme en una vieja mecedora de madera con esterilla, como la que hay en casi toda casa trinitaria, por lo general frente a una ventana con barrotes de madera torneada y un anciano tomando fresco. Del techo con tirantería de madera cuelga una lámpara de largo cable y un querubín alado que me roza la cabeza al ponerme de pie.
El cargo del Dr. Lagunilla existe en cada ciudad cubana y tiene la función de conservar “la memoria intangible” del lugar. En su libro Trinidad de Cuba: Tradiciones, mitos y leyendas, nuestro anfitrión recopila narraciones de muerte, venganza y amor. Allí pinta a Hernán Cortés como el primer pirata del Caribe, a Isabel Malibrán Muñoz envenenada por una esclava celosa a horas de casada, y a Ma’ Dolores, una santera que ayudó a los mambises rebeldes y fue rescatada por los ángeles frente a un pelotón de fusilamiento español.
VIDA DE PALACIO La historia más fascinante de Lagunilla para contar es la de la familia Iznaga, cuyo antiguo palacete está a metros de la Plaza de Armas, donde nació Trinidad en 1514, fundada por el adelantado Diego Velázquez. El palacio Iznaga se terminó de construir en 1826 en la calle Desengaño, y es un paradigma de la evolución de la casa criolla cubana, una de las primeras en utilizar hierro para la protección de ventanas y balcones. Con sus 14 metros, era el edificio doméstico más alto del país, rematado con una torre mirador que le da aires de fortaleza.
Le comento al historiador que vengo de visitar esa casa y quisiera saber cómo pasó de mano en mano hasta hoy. Lagunilla conoce bien la historia de los Iznaga porque fueron sus vecinos. La parte americana de la historia de esa familia catalana comienza con su llegada a fines del siglo XVIII, cuando se hicieron ricos hacendados como parte de la sacarocracia que explotaba el azúcar con trabajo esclavo.
Entre los primeros Iznaga estaba Pedro José, quien casó en 1786 con María del Carmen Borrell y Padrón. Tuvieron once hijos, entre ellos Alejo María, quien hizo edificar la famosa Torre de 45 metros de altura que hoy se visita a 15 kilómetros de Trinidad, en medio de un ingenio para vigilar a los esclavos, prevenir sublevaciones, advertir incendios en los cañaverales y señalar las horas de oración con las campanas.
Lo curioso es que varios descendientes de la primera generación de los Iznaga fueron fervientes republicanos, luchadores por la independencia de Cuba. Entre ellos estaba Alejo Iznaga Miranda, quien participó de la primera sublevación libertaria en Trinidad en 1851 y lo pagó con 10 años de prisión en Ceuta, de donde se fugó.
Otros tres hermanos del ilustre apellido, inspirados en la Ilustración francesa, fueron independentistas radicales y tuvieron que marchar al exilio en 1819. Uno de ellos, José Aniceto, se entrevistó con Bolívar en Caracas, pidiéndole la intervención de sus tropas en la lucha que ya se desarrollaba en Cuba. Otro fue envenenado en Jamaica y el tercero murió en su exilio estadounidense, todos sumidos en la miseria. Consecuentes con sus ideas, habían liberado a sus esclavos.
Félix Iznaga –familiar de los anteriores– fue secretario de José Martí en Nueva York. Y una vez muerto su jefe en combate, desembarcó en 1896 con una expedición llegada a Varadero para morir poco después de paludismo en la Ciénaga de Zapata.
Con la caída de los precios del azúcar a mitad del siglo XIX, los Iznaga entraron en decadencia, esa misma que detuvo el tiempo en Trinidad, sumada al aislamiento geográfico.
Con la revolución socialista la familia perdió las tierras pero no su palacio, donde siguieron viviendo los descendientes hasta el 2007.
“Los últimos moradores fueron los hermanos de Carlos, Néstor y doña Conchita, muy conocida mía porque cantaba con delicada voz en el coro de la Iglesia Mayor”, cuenta el Dr. Lagunilla, abogado de la Universidad de La Habana, donde participó de los movimientos estudiantiles revolucionarios.
La mampostería del Palacio Iznaga se estaba cayendo sobre sus últimos habitantes, quienes se resistían a abandonar los restos de su majestuoso y decadente pasado, hasta que los convencieron de mudarse a unas casas construidas para ellos. El palacio, por su parte, muy pronto será un lujoso hotel colonial.
LA CASA DEL HISTORIADOR El Dr. Lagunilla tiene la oficina en su propia casa, con su computadora y una amplia biblioteca. Le pregunto por el pasado de su hogar pero no lo conoce bien, porque se mudó allí hace no muchos años. Aunque sabe perfectamente la historia de la casa de su familia.
“Aquí todo el mundo reconstruye su historial familiar para darse protagonismo, aunque yo no creo en nada de eso –aclara el historiador–, pero como tú me lo preguntas te lo voy a contar. Esta casa debe ser de la década del 20, pero la anterior, a una cuadra de aquí, perteneció a mi bisabuelo español.”
“Ellos tenían una posición económica holgada. Esa casa es de principios del siglo XIX, muy colonial, enorme y difícil de reconstruir. Y nosotros éramos una familia pequeña, conmigo como único hijo. Entonces mi padre buscó una persona que la quisiera permutar y apareció ésta, más pequeña pero mejor conservada. Cuando salgas de aquí la puedes ir a ver en la calle Maceo 536”, sugiere con su tono reposado y pueblerino, meditando cada palabra como si escarbara en la historia.
A criterio de varios historiadores locales, la casa más antigua de Trinidad aún habitada está en la calle Real Nº 51, levantada en las primeras décadas del 1700, pero con su frente ya modificado tras cambiar de manos varias veces. También los Zerquera Fernández de Lara conservan su casa familiar original desde hace siglos en la calle del Cristo.
Nuestro anfitrión cierra la charla definiendo a Trinidad: “Aquí tenemos un estilo arquitectónico propio con mucha influencia morisca y neoclásica, que yo considero especial por ser diferente de otros cascos coloniales de Cuba y de todo el continente”.
SIN ESCENOGRAFIAS Trinidad, más pueblo que ciudad, tiene 117 manzanas y no hay en su casco histórico –al menos a simple vista– una sola casa que no sea antigua, la mayoría de los tiempos de la colonia. Declarada por la Unesco Patrimonio de la Humanidad, alcanzó su esplendor entre los siglos XVIII y XIX, época de oro de los ingenios azucareros.
Por la calle no hay carteles publicitarios y los autos son tan escasos que hasta crece pasto entre los adoquines. Al caminar por las irregulares callejuelas empedradas que trepan la montaña, pasa cada tanto un carro tirado por un caballo, una imagen que combina a la perfección con las antiguas casas.
Como toda villa colonial española, se proyectó rodeando una plaza mayor donde surgieron 45 palacios y casonas pertenecientes a las familias azucareras. Tres linajes se disputaban el poder local: los Borrel, los Iznaga y los Bécquer, cada cual con su correspondiente casona o palacio. Tan lejos habrían llegado sus intrigas que, según se cuenta, un buen día don Mariano Borrel le vendó los ojos a don Pedro Iznaga –quien además de su rival era su primo– y lo llevó a un lugar donde tenía oculto un barreño lleno de onzas de oro, para dejarle bien claro quién tenía la supremacía económica en Trinidad.
A juzgar por el tamaño de su palacio en la calle Media Luna, don Borrel fue el vencedor de esta disputa familiar. También el palacio Brunet testimonia la edad de oro trinitaria, construido entre 1740 y 1808 frente a la Plaza Mayor, donde hoy está el Museo Romántico, una muestra de la cotidianidad hogareña de lo más granado de la sacarocracia. El lujoso mobiliario incluye un secreter austríaco del siglo XVIII esmaltado con escenas mitológicas, un salón con pisos de mármol de Carrara, techo de madera de cedro, jarrones de Sèvres, arañas de cristal de Bohemia, mobiliario europeo y escupideras inglesas que dan testimonio de un ritual que se generalizó en el siglo XIX: fumar habanos.
A la hora de la siesta Trinidad parece un pueblo fantasma. Cuando la gente duerme es momento de asomarse a las grandes ventanas abiertas para descubrir los tesoros que hay en los interiores. Tras los enrejados de madera torneada, el indiscreto viajero vislumbra frescos neoclásicos, antiguos juegos de porcelana inglesa y hasta un extravagante cocodrilo embalsamado, todas reliquias de otro tiempo en una arquitectura que parece escenográfica pero es muy real, de los tiempos de la colonia.
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