turismo

Domingo, 29 de marzo de 2015

JUJUY. LA QUEBRADA DE HUMAHUACA

De siete a catorce colores

Travesía por la Quebrada de Humahuaca desde Purmamarca, al pie del cerro de los Siete Colores, hasta la deslumbrante serranía de Hornocal. Un paisaje donde el arcoiris se hace montaña y los pueblos atesoran una cultura milenaria.

 Por Graciela Cutuli

Fotos de Graciela Cutuli

Iara tiene cinco años, una sonrisa enorme y ojos achinados y pícaros, que se hacen dos rayas finitas cuando se ríe hablando con algunos turistas en la plaza de Purmarmarca. Con un amigo y un primo, sus compañeros de juegos de esta tarde, hace equilibrio sobre un muro bajo de ladrillos de adobe, a metros del algarrobo más antiguo que se conozca por estos lares. Para ella es natural que todo el día vayan y vengan turistas que hablan los idiomas más remotos: porque desde que nació, Purmamarca es un eje turístico que atrae a visitantes de todo el mundo. Ya hace mucho que el cerro de los Siete Colores, a cuyos pies se levanta este pueblito de ochocientas almas, es una postal que ha dado la vuelta al globo. Y sin embargo mantiene su esencia, su encanto, sobre todo cuando pasada la mañana –y con ella los rayos del sol que pegan sobre la montaña haciendo brillar todos sus matices– la mayoría de los turistas se van y vuelve la calma a la plaza, con sus puestos de artesanías y las calles que a primera vista parecen transitadas, pero que en apenas unos metros se vuelven tan silenciosas como la verdadera gente de la Quebrada.

Una nena de la Quebrada. La vida a otro ritmo entre pueblos y montañas milenarias.

DEL MANANTIAL A LOS COLORADOS “Es gente callada, que anda en general mirando para abajo, y esa introversión se refleja hasta en las casas, que siempre tienen las puertas cerradas”, cuenta José María, guía jujeño que transita día tras día estos 150 kilómetros declarados por la Unesco Patrimonio de la Humanidad. También los vaivenes de la historia de la región, que hoy luce majestuosa con sus pueblitos de adobe diseminados sobre los valles de increíbles colores, forjaron el carácter de los habitantes.

La Quebrada es como un rosario de pueblos, una sucesión que empieza en Volcán y sigue en Tumbaya, Purmamarca, Maimará, Tilcara, Uquía, Huacalera y Humahuaca. La famosa vaca estudiosa de María Elena Walsh parece no andar por aquí: “En estos valles se cría ganado menor, cabra, oveja –explica José María–. Y la llama, que se consume desde que comenzó el boom turístico, a partir del 2000, pero que es tradicionalmente un animal de lana y carga para las travesías de montaña”. El lugareño consume el costillar; el lomo de llama en cambio es más típico de los restaurantes turísticos, subraya. Y más arriba, cuando la altura de la Quebrada supere los 3500 metros, aparecen también las finas y asustadizas vicuñas.

Este paisaje cultural de clima cambiante y Andes anchos era parte del camino que conectaba el puerto de El Callao, en el Virreinato del Perú, con Buenos Aires, en el Virreinato del Río de la Plata. Es una tierra de fusión, de mestizaje a fuerza de sangre y Evangelio: “Me persigno por si acaso, no vaya que Dios exista y me lleve pa’l infierno con todas mis ovejitas. No sé si habrá otro mundo donde las almas suspiran, yo vivo sobre la tierra trajinando todo el día”: la letra de la baguala “Doña Ubenza”, que canta nuestro guía, resume la identidad de estos pueblos que viven, literalmente, más cerca del cielo.

La Quebrada se puede recorrer en el día, partiendo desde San Salvador. Pero sería una lástima. No se llega hasta aquí para ver los pueblos corriendo, para una foto y una parada rápida en busca de un souvenir: vale la pena pasar al menos un par de noches en alguno de los pueblos para vivir de primera mano la experiencia jujeña. En Purmarmarca, el Manantial del Silencio –a seis cuadras escasas de la plaza principal– brinda exactamente eso que promete su nombre: apenas se cruza la cancel de la entrada, el tiempo parece suspendido entre las paredes de adobe y las flores de un jardín impresionista. Una galería, una acogedora sala de estar, una íntima bodega y un restaurante que marcó un antes y un después en la cocina local –por su lograda integración del concepto gourmet con los ingredientes locales– completan la vivencia del hotel, que nació cuando Purmamarca aún no conocía el auge turístico de hoy. Por la noche, quien quiera saber lo que es el silencio, que oiga: por más esfuerzos que se hagan no hay sonido alguno que atraviese el corazón de adobe. Ni hay contaminación luminosa que pueda opacar la luminosidad de las estrellas de la Quebrada.

Temprano, porque es la hora en que el sol ilumina el cerro de los Siete Colores, se puede andar por el pueblo, pero conviene esquivar la hora de mayor afluencia turística, cuando hacen su alto las excursiones por el día. Después de la clásica foto de las callecitas con la montaña detrás, hay que dedicarle al menos una hora y media al circuito de Los Colorados, un paseo entre los cerros rojos que rodean el pueblo: son tres kilómetros de caminata fácil, entre relieves increíbles. Y es sólo el principio.

El Circuito de Los Colorados, tres kilómetros de intensos colores en Purmamarca.

QUEBRADA ADENTRO Antes de Purmamarca, Volcán es el primer pueblo de la Quebrada, y se llama así no por erupción alguna, sino por el barro que baja a veces en ola de la montaña, y que los lugareños llaman así. Es por aquí, viniendo desde San Salvador, donde aparecen también los primeros cardones, esos cactus de lento crecimiento cuya madera está protegida aunque sea común ver algunos trozos convertidos en artesanía. En Tumbaya, el pueblo siguiente, se alcanzan los 2034 msnm; en Purmamarca ya son unos 2325: nada como para temer apunamientos. Todavía.

Dejando atrás Purmamarca y su Manantial del Silencio, en la recorrida de los poblados aparece pronto Maimará, pasando por la famosa Posta de Hornillos, uno de los altos tradicionales en el camino entre el Alto Perú y el Virreinato del Río de la Plata. En Maimará es conocida la postal que forma el cementerio Nuestra Señora del Carmen, sobre la margen este de la RN 9, situado en lo alto de la loma y con vista a la Paleta del Pintor. Se diría que esta formación fue trazada literalmente a pinceladas de óleo por una mano divina sobre la ladera montañosa. En las tardes de sol es cuando logra su máximo esplendor y fotogenia.

Un puñado de kilómetros más adelante aparece Tilcara, la “capital turística” de la Quebrada, un centro de servicios, movimiento y turismo que desvirtuó un poco su carácter original a partir de la creciente afluencia de visitantes. Pero que muchos siguen eligiendo: “Es cierto que Tilcara creció desordenada. Pero a mí me sigue gustando, sigue siendo mi pueblo preferido aunque haya tantos gringos, creo que tiene derecho a crecer y si algo perdió lo va a recuperar. La identidad quebradeña no se borra de la noche a la mañana”, asegura María Laura, una salteña que anda de paso por aquí y pone rumbo hacia el mercado local.

El crecimiento de la región le puso fin a la tradición del trueque: “Ya casi no se hace... ahora, el pequeño productor les vende a los hoteles y restaurantes”, indica José María, que nos lleva de puesto en puesto, todos rebosantes de hortalizas y frutos. Papa y maíz –eso no ha cambiado– siguen siendo la base de la alimentación de la región. Los papines andinos son la estrella de la nueva cocina, que apela a las raíces, y también los ajos –grandes y colorados– o los pimientos, que se usan como condimento y se secan al sol: “Acá no existen los híbridos, es la gente quien se pasa las semillas de generación en generación. Y el tipo de alimento que se consume es el que necesita el poblador para tener energía rápida. La papa se acompaña muchas veces con habas, la legumbre por excelencia de la región, y también se come chuño (papa deshidratada y rehidratada) con huevo. Los huevos y los lácteos, en realidad –observa nuestro guía–, son aportes del colonizador español. Hoy no se podría pensar en la humita sin queso y albahaca, pero son aportes hispanos”. Probablemente no haya nada más orgánico que las hortalizas de este mercado y de los mercados de los demás pueblos: justamente por eso, no hay de todo ni todo el año. En la Quebrada de Humahuaca, Madre Naturaleza sigue imponiendo sus tiempos, y algunas costumbres que sorprenden al recién llegado: como la señora que ofrece leche recién ordeñada de su burra, ahí mismo presente junto con su cría, embozada para que no amamante. Quien no se anime, al menos sí debe ceder a la tentación del pochoclo de quinoa, crocante y dulzón, que se ofrece también en muchos puestos y es un uso menos conocido del famoso cereal andino.

Tilcara está tranquila en esta época del año: pasaron el Enero Tilcareño y el multitudinario Carnaval, que se prolonga hasta entrada la Cuaresma, pero en Semana Santa sus callecitas volverán a desbordar de visitantes. Al salir o entrar se ve sobre el borde de la ruta su famoso Pucará, objeto de una discutida reconstrucción, y que es en realidad sólo uno de los 22 que hay desde Tres Cruces hasta Yala, en distinto estado de conservación.

RUMBO A HUMAHUACA En Huacalera está el hito que indica que cruzamos el Trópico de Capricornio, con un gran reloj de sol. Es tradición bajar para las fotos sobre esta línea imaginaria de la Tierra, que aquí –como ocurre en otros lugares, como el Ecuador o el Meridiano de Greenwich– cobra una impensada materialidad, en medio de montañas que sorprenden por sus colores. Basta pensar las que hemos visto hasta ahora, desde el cerro de Siete Colores a la Paleta del Pintor o la Pollera de la Colla: nombres descriptivos que se quedan cortos ante la acumulación del color de los sedimentos minerales en prolijas franjas de formas caprichosas. Como un arcoiris de pura montaña. No muy lejos aún se ven en el camino las grúas a vapor que se utilizaban en la extracción de la piedra laja: algunos de los pobladores siguen ahora la extracción trabajando como picapedreros, pero ya no a gran escala sino manualmente, para un uso más reducido.

Cuando llegamos a Humahuaca, es la “hora señalada”. San Francisco Solano está a punto de salir para dar la bendición desde su hornacina, un rito que se repite puntualmente cada mediodía, mientras en la plaza sigue la agitación de turistas y vendedores de cerámicas, cacharros, aguayos y tulmas, pompones de pura lana con colores que rivalizan con los de la naturaleza circundante. Antes o después del saludo del santo, hay que subir hasta el Monumento a los Héroes de la Independencia, una mole de piedra y bronce levantada sobre la colina de Santa Bárbara –frente a la plaza principal– que homenajea al Ejército del Norte, cuyos soldados lucharon catorce batallas en la región.

Humahuaca es la única localidad de la Quebrada que puede jactarse de ser ciudad, y como hay que pasar al mediodía para ver el santo, es un destino tradicional de almuerzo. Pero además, es el punto de partida para conocer el final de este viaje, y uno de los sitios más extraordinarios de este paisaje excepcional: Hornocal, el cerro de los Catorce Colores.

Callecita de Purmamarca, el pueblo quebradeño levantado al pie del cerro de los Siete Colores.

CATORCE COLORES Alrededor de una veintena de kilómetros separan Humahuaca de la serranía de Hornocal. El acceso, sin embargo, llevará entre tres cuartos de hora y una hora según el vehículo: aquí no cuenta tanto la distancia como las curvas del camino, la estrechez de la ruta de ripio –donde en algunos tramos sólo pasa un vehículo por vez– y la altura. También por eso hasta ahora Hornocal se mantuvo bastante al margen del circuito tradicional de la Quebrada: no es fácil llegar, y mucho menos en una recorrida rápida, aunque en los últimos tiempos se acordó un mejor mantenimiento del camino y el sitio resulta más accesible. Por lo tanto, ya no hay excusas: porque si hay algún lugar capaz de asombrar después del cerro de los Siete Colores, de la Pollera de la Colla o de la Paleta del Pintor, es éste.

Rojo, naranja, verde, amarillo, ocre, marrón, declinados en tantos matices que superan los “catorce colores”. Pero no sólo: además, las capas de cada pigmento mineral están dispuestas en forma de V encastradas a lo largo de toda la cadena montañosa que se extiende frente a nuestros ojos, como un patrón diseñado por una mano maestra. No hay nadie alrededor, o no lo parece, porque en realidad sí hay algunos pobladores ocultos en los pliegues de las montañas a nuestras espaldas. Sólo algunas vicuñas curiosas se divisan, a lo lejos, y sólo el viento interrumpe el silencio. El altímetro marca casi 4300 metros en el mirador, y el espectáculo es tan majestuoso que deja sin palabras.

Es aquí mismo, en el medio de la nada, donde los guías suelen organizar un brindis al borde del mirador. Como por arte de magia, aparecen de pronto mesas, cazuelas calientes que pelean el frío de la altura y copas de champagne que completan la magia y experiencia de Hornocal. Que es la síntesis y la corona de la magia y experiencia de la Quebrada, hecha de gente callada y colores vivos.

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La iglesia de Uquía, famosa por las pinturas de los ángeles arcabuceros de escuela cusqueña.
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