Domingo, 12 de julio de 2015 | Hoy
TIERRA DEL FUEGO. EL MUSEO DEL FIN DEL MUNDO
Un viaje por los hitos históricos de Tierra del Fuego a través de piezas arqueológicas, objetos antiguos y fotos: los pueblos originarios y su genocidio, las misiones anglicanas y salesianas, los buscadores de oro, legendarios naufragios y famosos presidiarios.
Por Julián Varsavsky
Al entrar al Museo del Fin del Mundo (MFM) lo primero que se ve es el imponente mascarón de proa del naufragado barco Duquesa de Albany, una imagen con cierta aura mitológica emparentada con la Victoria de Samotracia que impacta en el Louvre. El mascarón es una obra de arte, que aun cercenado de su proa parece ponerle el pecho a los mares más tempestuosos de la tierra: aquellos donde efectivamente finalmente naufragó, en la Península Mitre de la Isla Grande de Tierra del Fuego.
El buque era un velero de acero con tres palos y dos cubiertas fabricado en Liverpool en 1884. Lo tripulaban 27 hombres al mando del capitán John Wilson, desde Río de Janeiro a Valparaíso, cuando el 13 de julio de 1893 varó cerca de la Caleta Policarpo a causa de la neblina. O quizás a propósito, para cobrar el seguro en tiempos del cambio tecnológico de la vela al motor a vapor, allí en los confines de la tierra donde los inspectores no irían a certificar lo ocurrido.
Toda la tripulación pudo desembarcar y al día siguiente el capitán, junto con siete hombres, partió en bote a buscar ayuda. El resto de los marineros se negó a navegar y volvieron caminando por la línea costera. A los tres días el capitán encontró ayuda en la bahía Thetis, mientras los marineros anduvieron catorce días a la buena de dios, ayudados por los aborígenes.
La imagen tallada en madera que cuelga hoy del techo del museo con aires de diosa griega es la duquesa de Albany, una princesa alemana esposa del príncipe Leopoldo, octavo hijo de la reina Victoria de Inglaterra. El mascarón tiene tallada la cabeza de la princesa y encierra otra historia en sí mismo.
Los restos oxidados del Duquesa de Albany aún están en la remota y deshabitada Península Mitre –se puede llegar en excursiones en helicóptero u 11 días a caballo– muy cerca de la costa, quedando al descubierto con la bajamar. En febrero de 1969 un estanciero de la zona, de apellido Lynch, serruchó la hermosa cabeza para venderla en Buenos Aires. Pero el administrador de la estancia Policarpo lo denunció y el objeto fue recuperado por la justicia, que se la entregó al gobierno de Tierra del Fuego. El paso siguiente fue un operativo para desmontar el cuerpo del mascarón que aún estaba en el barco y su posterior traslado en avión y helicóptero al Museo del Fin del Mundo, que finalmente lo restauró. Aquí se exhiben también el propao y el ojo de buey del barco.
LA IMAGEN DE UNA AUSENCIA Uno de los documentos históricos más impactantes del museo es su colección de fotografías tomadas a los originarios pueblos yámana y selknam. Los primeros vivieron en las costas del canal Beagle durante 11.000 años casi sin dejar rastros, acaso felices e indiferentes al frío, convencidos de que serían los únicos habitantes de la tierra. Los selknam habitaban tierra adentro de la isla y se cubrían con pieles. Hasta que llegó el hombre blanco y los exterminó en poco más de un siglo.
En las vitrinas hay fotos de los selknam en sus tiendas cónicas siendo evangelizados por el padre De Agostini –quien a su vez fotografió como nadie a las culturas locales– y también usando máscaras rituales y el cuerpo pintado con grasa animal en el contexto de ceremonias religiosas.
Un panel con la línea del tiempo en el museo indica que la datación más antigua de la presencia humana en Tierra del Fuego es del año 8500 a.C. Entre los objetos hay una bola arrojadiza con surco –una especie de boleadora– datada 3600 años antes del presente. Llaman la atención los arpones de hueso y las puntas de flecha líticas e incluso de vidrio, que los aborígenes hacían con restos de botellas que encontraban de los naufragios.
De los yámanas hay una reproducción de una canoa de madera de lenga en las que navegaban totalmente desnudos, cubiertos con una costra de grasa de lobo marino y pasto. Allí colocaban armazones de ramas cubiertas de barro con las que mantenían una fogata permanente adentro mismo de la embarcación. Cada grupo familiar tenía su canoa donde viajaban y cazaban juntos, e incluso transcurrían gran parte de su vida sobre las aguas de los canales fueguinos. Así pasaban sus días con la mujer atrás remando, los niños en el medio cuidando el fuego y el hombre al frente cazando con un arpón.
LAS MISIONES Según cuentan los paneles y las fotos del museo, los misioneros anglicanos fueron los primeros hombres blancos en colonizar Tierra del Fuego. El primer intento fallido fue en 1851, al ser rechazados por los yámanas. Peor aún resultó todo en 1859, cuando cuatro misioneros fueron asesinados por los aborígenes en la isla Navarino. Fue recién en 1869 cuando lograron instalar una misión en Ushuaia. De ellos hay en el museo un libro de bautismos.
También los salesianos llegaron a la zona. Todo comenzó a partir del sueño místico de un cura sanador de la época que luego sería santo, conocido como Don Bosco. Aquel cura italiano soñó en 1859 con “una región salvaje y totalmente desconocida, que era una inmensa llanura, toda inculta, en la que no se divisaban montes ni colinas, pero en sus confines, lejanísimos, se perfilaban escabrosas montañas y habitaban turbas de hombres casi desnudos, de una estatura extraordinaria, de aspecto feroz, cabellos ríspidos y largos, de tez bronceada y negruzca, y cubiertos sólo con amplias capas hechas con pieles de animales, que les caían de los hombros”.
El tema del sueño no era original ni premonitorio porque coincide mucho con los diarios de Pigafetta, el cronista de Magallanes cuando anduvo por esta zona. Con suma certeza, la onírica imagen culminaba “cuando los misioneros se acercaron para predicar la religión de Jesucristo, y los bárbaros apenas los vieron, con furor diabólico y un placer infernal, les saltaron encima, los mataron y con inhumana saña los descuartizaron, los cortaron en pedazos y elevaron los trozos en la punta de las lanzas”. A pesar de semejante augurio, los primeros misioneros salesianos desembarcaron en tierras patagónicas en 1883. El Vaticano creó el Vicariato Apostólico de la Patagonia Septentrional con el fin de transformar la naturaleza “salvaje” del indio. Su misionero más conocido fue monseñor Fagnano. De los salesianos se expone en el museo una prensa de hostias y un ejemplar de las Crónicas Salesianas.
EL ORO AVIDO El exterminio de los aborígenes está muy ligada a una fugaz fiebre del oro que hubo en Tierra del Fuego, un hito histórico documentado en el museo. A 120 kilómetros de Ushuaia –a orillas del canal de Beagle– en 1888 el aventurero rumano de origen judío Julius Popper descubrió oro. Luego de viajar por Medio Oriente, China, India, Japón, Siberia y Alaska, Popper llegó a la Argentina y se dedicó con cierto éxito a buscar oro en el extremo sur de la Patagonia. Amasó alguna fortuna, llegando a acuñar sus propias monedas de oro de circulación local que se están hoy en las vitrinas del museo. También fue un feroz cazador de indios yámanas con su rifle Remington, como lo atestiguan las fotos que él mismo ostentaba, justificándose en que veía en ellos “alarmantes tendencias comunistas”, ya que carecían del concepto de propiedad privada.
Popper se hacía llamar El Rey del Páramo y tenía un gran poder de convencimiento, consiguiendo así el apoyo del gobierno argentino y de accionistas porteños que invirtieron en la Compañía Anónima Lavaderos de Oro del Sud. Al mismo tiempo creó un ejército privado para expulsar a otros buscadores de aquella tierra sin ley.
Y patentó una tecnología que denominó “la cosechadora de oro” con la que removía la arena de la costa. Pero el oro no abundaba mucho y la rentabilidad era baja, así que la empresa quebró en 1892 sin que nadie recuperara la inversión. En las vitrinas del museo hay un pequeño laboratorio de campaña de Popper con morteros y otros instrumentos, un viejo horno de fundición de oro y la patente de “la máquina cosechadora de oro”.
Al desaparecer la “fiebre del oro”, estancieros recién llegados de origen europeo cercaron los campos donde los aborígenes cazaban guanacos e instalaron ovejas. Entonces los selknam tuvieron que cazar ovejas y los estancieros terminaron cazando selknams. La guerra fue abierta y desigual: rifles contra arcos y flechas. Incluso los estancieros pagaban recompensas por cada par de orejas aborígenes. Los selknam, que serían una población de 2000 personas, se extinguieron para siempre, al igual que los yámanas.
EN UNA CELDA FRIA El museo tiene un anexo a tres cuadras en la Antigua Casa de Gobierno, un edificio de 1891 de estilo normando que tiene una exhibición de cartografía donde se ve la evolución de lo que se creía eran el sur de la Patagonia y la Antártida entre los siglos XVI y XIX. Hasta el siglo XVII los mapas se basaron en la idea prefigurada por Ptolomeo en la Alejandría del siglo II, cuando incluyó la Terra Australis Incognita en el mapamundi de su Geographia, basándose en una teoría de Aristóteles: “Habría una tierra firme al sur del Ecuador equilibrando el peso de Europa y Asia en el hemisferio norte”, llamada “antarktikós” en griego (opuesto al Artico).
El anexo expone también objetos y fotos del famoso penal del Fin del Mundo, esa especie de “Siberia argentina” creada por el General Roca en 1883 como una singular forma de repoblar la Patagonia disputada con Chile: la única manera de traer gente a vivir aquí era a la fuerza, engrillados dentro de un barco. Y alrededor del penal surgió un poblado más estable que hoy es la ciudad de Ushuaia.
A esta prisión para reincidentes llegaron asesinos de niños como el Petiso Orejudo y ladronzuelos que habían robado una gallina cinco veces. En las vitrinas se ven uniformes originales de presos y carceleros, así como artesanías talladas por los condenados que se vendían a la población local: cigarreras, cortaplumas, bastones, juegos de ajedrez, cartuchos de bala labrados y hasta un fósforo de 3 centímetros con las estrofas del Himno Nacional pintadas con un pelo de foca. Entre las fotos sobresalen el Petiso Orejudo y Simón Radowitsky, el anarquista ruso que arrojó una bomba al comisario Ramón Falcón, y el único que logró fugarse del penal –de manera temporaria– el 7 de noviembre de 1918. Huyó vestido de carcelero por el lugar más obvio: la salida. Sus compañeros anarquistas habían contratado a Pascualín Rispoldi, un contrabandista de alcohol de la zona quien lo esperó en su goleta Sokolo. El fugado y algunos compañeros estuvieron veintitrés días navegando por los canales del sur de Chile hasta que, muy cerca ya de Punta Arenas, fueron capturados por la marina de ese país. Otros presos llegaron a escapar de la cárcel sin poder ir muy lejos: el frío los hizo regresar sin que nadie los obligue.
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