Dom 19.07.2015
turismo

ANTáRTIDA. LA PROEZA DEL CAPITáN SHACKLETON

Siete meses a la deriva

Hace 100 años el explorador Ernest Shackleton y su tripulación protagonizaron una de las mayores proezas náuticas de la historia, abriéndose paso en bote a lo largo de 1500 kilómetros por los mares australes, después de permanecer siete meses a la deriva en la Antártida.

› Por Julián Varsavsky

“Se buscan hombres para viaje arriesgado, poco sueldo, mucho frío, largos meses de oscuridad total, peligro constante, regreso a salvo dudoso. Honor y reconocimiento en caso de éxito.” Con este aviso en un diario, el irlandés Ernest Shackleton reunió la tripulación para su aventura antártica, en un tiempo en que aún había lugares en el mundo por descubrir. Cinco mil personas respondieron al llamado, entre ellas tres mujeres deportistas.

En 1907 Shackleton quiso ser el primer hombre en pisar el Polo Sur, pero fracasó: dio la vuelta a 180 kilómetros de la meta. Y en 1913 se le adelantaron el noruego Roald Amundsen y el inglés Robert Falcon Scott, este último muerto de frío e inanición tras completar su hazaña 24 días después del noruego, con quien jugó una carrera mortal. Shackleton se propuso ser el primero en cruzar el continente por tierra de lado a lado, por lugares jamás explorados: una impredecible travesía de 2900 kilómetros equivalente a ir caminando desde entre Río Gallegos hasta Paraná pero sobre puro hielo.

Los marineros de Shackleton y su espera interminable en el Campo de la Paciencia.

LA PREVIA Los preparativos incluyeron la búsqueda de donaciones privadas y estatales para la Expedición Imperial Transantártica. Se compraron dos barcos y se armaron dos equipos de 28 hombres cada uno. Shackleton partió desde Inglaterra el 8 de agosto de 1914 en el buque Endurance (Resistencia) con el grupo que planeaba desembarcar en el lado norte del continente antártico, navegando el mar de Wedell. Una vez allí, el plan era hacer la travesía por tierra hasta la cara sur del continente con seis hombres y la ayuda de trineos tirados por perros y motorizados. Una vez iniciada la marcha, el Endurance regresaría a Inglaterra.

El segundo barco, el Aurora, partió desde Australia: el plan era esperar a Shackleton del lado sur del continente con la misión de ingresar 640 kilómetros tierra adentro para instalar refugios con provisiones, de las cuales dependía la supervivencia del grupo de Shackleton durante el tramo final.

Previo paso por Buenos Aires, Shackleton estuvo un mes en las islas Georgias del Sur y el 5 de diciembre partió hacia la Antártida. A los dos días comenzaron las primeras varaduras, algo que sorprendió al capitán. A mediados de enero, cerca del lugar planeado para el desembarco, el Endurance quedó atrapado entre los témpanos y los esfuerzos por liberarlo fueron infructuosos. El 14 de febrero de 1915 la orden fue serruchar y romper el hielo con cinceles. Pero estaban irremediablemente varados, a la deriva junto con el hielo y resignados a pasar allí el invierno.

El Endurance ladeado, cuando ya se había dado la orden de desalojar la nave.

NAUFRAGIO EN PUERTA A fines de marzo la deriva los había hecho avanzar apenas 155 kilómetros en 75 días. En su diario Shackleton registró que un témpano se acercaba al barco y podría “reventarlo como a una cáscara de huevo”. Mayo, junio y julio fueron meses de un ocio que se atenuaba con partidos de fútbol, carreras de perros y teatro. Las tormentas huracanadas iban agrietando al Endurance y el 24 de octubre un gran témpano llegó por estribor. El costillar del barco se rompió haciendo ruido de fuegos artificiales: estaba herido de muerte.

La primera medida fue bajar las provisiones y los botes salvavidas. Tres días después el capitán tuvo que dar la temida orden: “Abandonen el barco”. El Endurance se mantuvo a flote varias semanas, de modo que hubo tiempo de sacar víveres y la cámara de Frank Hurley, el fotógrafo de la expedición. De sus 550 fotografías en placas de cristal hubo que elegir 150 por la imposibilidad de transportarlas. Para evitar tentaciones secretas, Shackleton ordenó romper el resto.

A partir de entonces el foco de la expedición se centraría en sobrevivir. Tendrían que caminar arrastrando los botes salvavidas de dos toneladas sobre el hielo con ayuda de los perros, la única opción para escapar a una muerte segura. Cuando llegara el verano y los hielos se abrieran, navegarían. La larga marcha que se avecinaba fue corta: en dos días habían avanzado tres kilómetros sobre el mar congelado. El 1º de noviembre se detuvieron a esperar la ruptura del hielo. El Endurance aún estaba a la vista, hasta que se hundió el 21 de noviembre. “A las 5 a. m. se hundió. No puedo escribir sobre ellos”, apuntó Shackleton en su diario.

El 21 de diciembre la ansiedad pudo más y Shackleton ordenó una segunda marcha. Pero los hombres se enterraban en la nieve al caminar. El talentoso carpintero Harry McNish se rebeló y se negó a seguir caminando, bajo el planteo de que –hundido el Endurance– su capitán ya no era tal. Shackleton reaccionó con firmeza, dispuesto a fusilarlo, aunque logró convencerlo sin llegar a tal extremo. Luego de haber avanzado 12 kilómetros en una semana, el capitán hizo el cálculo de que “harían falta 300 días para llegar a tierra firme”. Dándole la razón al carpintero, ordenó acampar en un lugar que llamaron Campo de la Paciencia, donde se establecerían tres meses más.

En una tienda después del hundimiento del Endurance, que selló el destino del viaje antártico.

SIN SALIDA La escasez alimentaria se hizo crítica y la agria carne de foca fue el alimento principal. Entre los perros se habían registrado muchas bajas; los que sobrevivieron fueron sacrificados porque no había con qué alimentarlos. A los últimos los mataron de un tiro para comérselos. La “tranquilidad” en el Campo de la Paciencia llegó a su fin el 8 de abril de 1916, cuando la placa de hielo se rompió. El campamento quedó sobre un peligroso fragmento triangular de hielo. Al día siguiente lanzaron las tres balsas al mar y comenzó la navegación hasta la isla Elefante, a 160 kilómetros. La travesía no fue fácil, porque cada tanto volvían a encallar e instalaban campamento en el hielo. El 15 de abril, exhausto, el grupo llegó a la deshabitada isla Elefante cuando uno de los botes se estaba inundando. Acamparon en una playa luego de un año y cuatro meses sin pisar tierra. Llegaron con los dedos congelados y tambaleantes. Uno de ellos se descargó matando a diez focas a los hachazos: pero aún faltaba lo peor.

En esta remota isla nadie los rescataría, de modo que adaptaron uno de los tres botes de 6,85 metros de largo para una travesía a vela y remo de 1300 kilómetros por el océano, hasta las Georgias del Sur donde había un puesto ballenero. El carpintero reforzó la quilla de uno de los botes y con lonas armó una cubierta. El 24 de abril partieron el capitán y cinco hombres más, guiados por el talento de Frank Worsley, quien tendría que orientarlos en condiciones muy adversas. El resto de la tripulación quedó en la isla.

El bote se cubrió de una capa de agua congelada y se hizo más lento. El 5 de mayo un vendaval dañó bastante la embarcación con el azote de unas olas que, según Shackleton, “fueron las mayores que he visto en 26 años de mar”. Y los remos se les quedaban pegados a las manos. El 8 de mayo, después de 14 tortuosos días, divisaron las Georgias del Sur. Y dos días más tarde, luego de luchar contra vientos huracanados, desembarcaron ya al límite de la resistencia. El siguiente escollo fue que la estación ballenera estaba en el lado opuesto de la isla, cruzando valles desconocidos. Luego de unos días de descanso, el capitán inició la travesía con dos de sus hombres, dejando a los más maltrechos a reparo del viento.

A las 2 de la mañana del 18 de mayo se inició la nueva caminata. Al amanecer habían ascendido 910 metros y al caer la noche alcanzaron lo alto del valle, necesitando descender con urgencia: armaron un “trineo” atándose con cuerdas y se arrojaron a la buena de dios, sin fracturarse un solo hueso. Detenerse a dormir, con el cansancio que arrastraban, podría haber sido fatal por el riesgo de congelarse. Encararon el siguiente valle a la luz de la luna y el descenso final fue a través de una cascada congelada, llegando a tocarle la puerta a un sorprendido ballenero luego de 36 horas de travesía.

Shackleton parte hacia el archipiélago de las Georgias del Sur, donde hoy está su tumba.

LOS SALVATAJES Shackleton mandó un barco a rescatar a los tres hombres en el otro lado de la isla. Pero faltarían cuatro intentos más con otros tantos barcos –uno por mes– hasta que el capitán pudiera sortear los hielos que rodeaban la isla Elefante. El 30 de agosto de 1916 Shackleton divisó con su catalejo el campamento de sus compañeros, a los que fue contando uno a uno mientras salían de la cabaña que habían construido con los botes: estaban los 22.

Del lado opuesto del continente, al grupo de apoyo le había ido aún peor. Anclado ya en el lugar de destino, el Aurora fue lanzado mar adentro por un vendaval que se llevó a la mayoría de la tripulación con parte de las provisiones, mientras otros diez quedaban en la costa. El barco varó en el hielo y la deriva lo arrastró 2600 kilómetros, llegando en muy mal estado a Nueva Zelanda. El equipo que quedó en tierra pudo, de todas formas, instalar los refugios planeados, pero quedó aislado ocho meses esperando el rescate.

Durante la espera el capellán y fotógrafo de esa parte de la expedición cayó en una grieta y murió. Y el 8 de mayo el capitán Mackintosh y un ayudante salieron a caminar por el hielo y no volvieron más. El 10 de enero de 1917 los sobrevivientes fueron rescatados por el Aurora. Entre la tripulación venía Shackleton como un marinero más, ya que le negaron el mando.

Mientras duraba esta aventura, la Primera Guerra Mundial entraba en su apogeo y al volver la mayoría de los expedicionarios –incluyendo a Shackleton– se enrolaron como combatientes. Varios murieron en acción o fueron heridos de gravedad.

La fallida travesía fue la última de la edad heroica de la exploración antártica. El gran capitán irlandés vivió fascinado por conquistar a una mujer fatal que lo obsesionaba, esa dama de blanco que lo atraía con locura. La Antártida lo sedujo con su misterioso magnetismo por cuarta vez en un viaje que lo llevó a morir allí de un infarto el 5 de enero de 1922. Hoy su tumba en las Georgias del Sur atrae admiradores que rinden tributo al indoblegable, voluntarioso y heroico Ernest Shackleton, un hombre cuyo fracaso fue su mayor gloria, y quien murió acaso feliz en brazos de su gélida amada austral.

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