Domingo, 6 de septiembre de 2015 | Hoy
NORDESTE CHACO, FORMOSA, CORRIENTES Y MISIONES
La Administración de Parques Nacionales ideó un circuito para conocer la biodiversidad del litoral argentino: Mburucuyá, Río Pilcomayo, Chaco e Iguazú son cuatro parques emparentados en términos biológicos, algunos poco conocidos pero con un gran valor natural.
Por Julián Varsavsky
Si utilizáramos la lógica del rating televisivo, el Parque Nacional Iguazú se llevaría todos los premios por ser el más popular de la mitad hacia arriba del mapa argentino. Es el más espectacular y sonoro por la potencia de sus aguas y con una diversidad de fauna increíble. Pero los biólogos y conservacionistas tienen otros criterios y no le dan menor importancia a parques nacionales con menos prensa como Río Pilcomayo, Mburucuyá y Chaco. Al contrario: mientras más castigado haya sido un ambiente y mayor sea la fragilidad del ecosistema, más valor se les da.
A continuación, una gira por algunos de los rincones más remotos del país, a través de los parques nacionales del nordeste en la región del Litoral, desde los más desconocidos hasta la estrella misionera de las Cataratas del Iguazú.
EL SUBMUNDO CORRENTINO Partimos desde Buenos Aires con las primeras luces del alba. Luego de cruzar el Puente Zárate Brazo Largo tomamos la RN 12 hasta la ciudad de Paraná. Atravesamos todo Entre Ríos en paralelo al río Paraná para entrar en Corrientes, un mundo con su propia religiosidad popular donde muchos hablan guaraní o, en todo caso, lo tienen muy presente en el acento del castellano.
Cruzamos las ciudades de Esquina y Goya hasta Bella Vista recorriendo 802 kilómetros en la primera jornada: decidimos pasar aquí la noche. Al día siguiente hacemos 100 kilómetros más hasta el pueblo de Mburucuyá para visitar el Parque Nacional del mismo nombre, donado al Estado en 2001 por una familia danesa.
La primera recorrida por el parque la hacemos en auto, cruzándolo de punta a punta por la asfaltada RP 86: al pasar sobre un arroyo vemos yacarés negros y overos y una pareja de carpinchos con su cría. Lo más interesante es que aquí se concentran la flora y fauna de tres regiones naturales. Por un lado, hay un relicto de la selva paranaense misionera, con forma de isletas de monte selvático sobresaliendo en el pastizal. Allí brotan altos árboles como el timbó, el alecrín y el lapacho, donde se entrelazan lianas, enredaderas y cañas tacuaruzú.
El segundo ambiente que aparece en el Parque Nacional Mburucuyá es el Chaco Húmedo con sus quebrachos colorado y blanco y espinillos que se alternan con pastizales y esteros. Y en tercer lugar está el ambiente del Espinal, que llega desde el sur con sus bosques xerófilos, los palmares de yatay y las estepas de gramínea. Es decir que este parque sería como un resumen de toda la región del Litoral.
En el sendero Yatay dejamos el vehículo para caminar entre palmares y pastizales hasta un punto panorámico donde se ve el estero Santa Lucía, un espejo de agua de 656 kilómetros cuadrados. Allí habita una orquídea blanca con puntos violetas y crecen siete especies de la enredadera mburucuyá, cuyas flores tienen cada una un color diferente que va del blanco al verde y el azul. El fruto de esta enredadera se toma como jugo en la zona y es el mismo que en Brasil se conoce como maracuyá.
Entre las especies que han sido perseguidas y hoy se protegen dentro del parque están el ciervo de los pantanos, el aguará guazú (un tímido zorro de largas patas que es el origen de la leyenda del lobizón) y el aguará popé u osito lavador, de la familia del mapache con su “antifaz” negro y la cola anillada.
PARQUE CHAQUEÑO Desde Mburucuyá vamos a Resistencia por la RP 9 y seguimos hasta Colonia Elisa para alojarnos en una casa de campo y visitar el Parque Nacional Chaco (a 256 kilómetros). La intendencia del parque está en el cercano pueblo de Capitán Solari, donde nos orientan sobre los circuitos. Los guardaparques nos explican que vamos a recorrer el ambiente llamado Chaco Húmedo con un clima subtropical. Su rasgo principal es que en pocos kilómetros contiene selvas ribereñas, quebrachales y sabanas con palmares y lagunas.
Al estar presentes todos los ambientes de la región hay una enorme variedad de fauna. Salvo el yaguareté, aquí sobreviven todas las especies de felinos autóctonos: gato de pajonal y montés, ocelote y puma yaguarundí. Se han registrado 340 aves distintas incluyendo al loro hablador y el tataupá, una perdiz difícil de ver cuyo silbido parece emitido por un humano.
Nos ponemos mucho repelente de mosquitos y salimos a recorrer el sendero de las lagunas Carpincho y Yacaré oyendo al mono carayá, cuyo grave aullido es considerado el más sonoro de todos los animales de la tierra por la distancia desde la que se puede oír. Luego nos internamos en los montes de quebracho colorado, una especie muy depredada por su robusta madera para extraerle el tanino.
POR LA SABANA Regresamos a Resistencia para tomar la RN 7 y luego la 3 con rumbo norte. En el cruce con la RN 86 doblamos a la derecha hasta el pueblo de Laguna Blanca, donde nos alojamos para visitar el Parque Nacional Río Pilcomayo (hay 323 kilómetros entre este parque y el anterior).
Aquí recorremos la ascética belleza de la llanura chacopampeana. A simple vista percibimos un ambiente minimalista de colores suaves. Pero su valor natural es grandioso, con una biodiversidad vegetal y animal que lo coloca casi al tope de un ranking mucho más adecuado para evaluarlo: el de riqueza biológica.
Aquí habitan un murciélago pescador, boas curiyú de casi cuatro metros, osos hormigueros y meleros de 1,80 metro de largo y ositos lavadores. También hay hormigas obreras que salen a buscar comida con otra más pequeña encima, que espanta a unas mosquitas que les depositan larvas mortales. Y existen rarezas como la ranita trepadora, la rana con bigotes, la rana mono, el voluminoso sapo buey y el sapito de colores que mide tres centímetros.
Atravesamos con el vehículo los senderos de tierra por una sabana que se parece a la de los parques sudafricanos. Pero cada tanto se levantan extensos palmares y montes con árboles entre los pastizales. Además hay esteros, lagunas y selvas de ribera.
El rasgo fundamental que define a este ambiente son las grandes inundaciones que suceden a las largas sequías, generando casos únicos de adaptación al medio como el del pez con pulmones que posee respiración aérea y subacuática.
Nos tomamos un día y medio para recorrer las dos áreas de visita. Una es la Laguna Blanca y la otra está junto al destacamento de guardaparques Estero Poí, a diez kilómetros del pueblo. En esta última visitamos el sendero Secretos del Monte, una muestra del “monte fuerte” conformado por manchones de vegetación densa en la sabana. Allí nos internamos por una selva en galería con lianas y enredaderas donde sobresalen altos quebrachos colorados, urundaíes, guayacanes, algarrobos y lapachos. El árbol más alto de estos montes es la palma caranday, que alcanza los 25 metros y cuyos frutos sirven de alimento a zorros y pecaríes.
El suelo de este monte está cubierto por una impenetrable comunidad de bromelias espinosas llamadas caraguatá. En sus pastizales viven el aguará guazú o lobo de crin, emblema del parque; pumas, osos meleros o tamanduás, pecaríes labiados, gatos onza y monos carayá. Las aves más visibles son el pájaro carpintero, el picaflor, la lechuza y el tucán. Aunque los avistajes en la selva son una lotería, los mejores horarios son a la mañana temprano y al atardecer.
Conducimos ahora hasta la Seccional Estero Poí del parque para recorrer el sendero más interesante por su diversidad de ambientes: el Caraguatá Guatahá. Al comienzo aparecen los hormigueros gigantes, esas miniciudades subterráneas que abren un claro circular en la vegetación de hasta diez metros de diámetro y cuatro de profundidad. Aquí habitan ejércitos de hormigas con una división del trabajo muy jerarquizada, llegando a trazar senderos de cien metros de largo para ir en busca de hojitas. En cada uno de estos hormigueros se consumen 450 kilos de pasto al año.
Subimos a un mangrullo donde la panorámica abarca un denso palmar sobresaliendo en la sabana tapizada de pastizales. Y a un costado se ve el estero donde abundan los carpinchos.
Por la tarde recorremos el sector Laguna Blanca, un espejo de agua con colonias de camalotes que mide 7000 hectáreas y se recorre con un servicio de lanchas. Desde la orilla vemos un yacaré, aunque la vista más espectacular es desde otro mangrullo. Llegamos al atardecer cuando el globo incandescente del sol se hunde en la laguna, mientras agua y cielo se tiñen de naranja y después violeta.
El Parque Nacional Río Pilcomayo está en la Lista de Humedales de Importancia Internacional (Convención Ramsar) por su valor como hábitat de aves acuáticas. Se han registrado aquí 324 especies de aves (un tercio de las de todo el país), 68 de mamíferos, 25 de anfibios, 42 de reptiles y más de 500 de vegetales, conformando un submundo con una fauna oculta bajo las aguas y entre la vegetación que hacen del Pilcomayo uno de los parques fundamentales del país.
LAS AGUAS PODEROSAS Desde Laguna Blanca vamos hacia la ciudad de Formosa para tomar la RN 11 con rumbo sur. Pasando Resistencia y luego la ciudad de Corrientes por la RN 12, llegamos a Posadas (680 kilómetros). Hacemos noche en la capital misionera para continuar viaje al día siguiente hasta Puerto Iguazú.
El Parque Nacional Iguazú es ya un lugar sin muchos secretos para contar. Pero es la coronación espectacular de una gira hecha con criterio naturalista. El contraste con los anteriores parques es grande: el de Mburucuyá es un paisaje de humedales menos exuberante que la selva misionera, mientras Río Pilcomayo y Chaco son más resecos y monótonos si uno se fija solamente en los placeres visuales. Entonces Iguazú resulta ser una explosión de colores, de aguas en movimiento y de vida, con los coatíes y los monitos por todos lados robándoles comida a los viajeros.
Este ha sido un viaje con una coherencia y una ilación bastante estudiadas. Se nos impone la necesidad de encontrar un final acorde y a la altura, pero también complementario. Como cierre de esta gira elegimos darnos un lujo natural, uno de los más suntuosos y privilegiados que pueda haber en toda nuestra América: visitar la Garganta del Diablo con luna llena.
Un trencito cruza la selva en la noche llevándonos hasta las pasarelas por las que caminamos un kilómetro sobre las aguas, atravesando islotes de vegetación sobre un Paraná muy calmo. De lejos nos alcanza el tronar de las aguas y divisamos la borrosa columna de rocío que arroja hacia arriba el aliento a dragón de la garganta.
Avanzamos en fila por la angosta pasarela como en una procesión musicalizada por el canto de pájaros con nombres guaraníes como el ocó y el tingazú. Por sugestión o paranoia percibimos el acecho de un millar de ojos que nos miran ocultos en la selva, donde titilan las luciérnagas: una mariposa me roza la mejilla y el alarmante crujido de una rama rasga la noche.
Al poner un pie en el balcón de la Garganta del Diablo nos invade un repentino éxtasis. Pareciera que el mundo se viene abajo y está a punto de ser absorbido por esa garganta tragalotodo que nos quisiera llevar a nosotros también. El maremágnum espumante bulle como un hervidero de los infiernos, salpicándonos con ráfagas de rocío hasta bañarnos de pies a cabeza. El resplandor casi diurno de la luna rebotando en las aguas crea el ambiente surrealista de una noche luminosa donde se ve todo, al punto de que podría sentarme a leer un libro con la sola luz natural.
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