LIMA > EL MUSEO LARCO
De la mano de un arqueólogo, un recorrido por la colección más completa que existe de la cultura mochica. Una mirada antropológica para entender la cosmovisión de los pueblos andinos y la idea de la continuidad de la vida después de la muerte a través de quipus, joyería real de oro y plata, momias y escultura lítica.
› Por Julián Varsavsky
Fotos de Julián Varsavsky
El arqueólogo David Rodríguez guía nuestro recorrido por un lugar que rara vez se visita en los museos: el depósito. Al entrar en esta enigmática sala nos rodean paredes con vidrieras llenas de rostros de cerámica desde el suelo hasta el techo. Son centenares de vasos ceremoniales con una cara cada uno, sin que haya dos iguales. Provienen de un centenar de tumbas de la élite mochica: los moches fueron los mejores ceramistas del antiguo Perú, una cultura desarrollada entre el siglo I y VII de nuestra era.
Estas vasijas –al que igual que la mayoría de los tesoros del museo— tenían una utilidad de ultratumba: por eso acompañaban a su dueño a la otra vida. No eran de uso decorativo sino cotidiano, como los otros vasos llamados quero en que los sacerdotes y autoridades juntaban chicha, agua y sangre para ofrendar a los dioses. Los rostros nos miran desde las vitrinas con los ojos bien abiertos -en perfecto nivel de conservación por el clima seco del norte de Perú- y representan a miembros individuales de las cortes, quienes simbólicamente acompañaban al soberano para seguir gobernando con él: la vida en el mundo subterráneo continuaba más o menos igual a la del estrato medio (la superficie de la tierra en la cosmovisión andina) y con los mismos dioses del tercer nivel, el sol y la luna.
Como en el antiguo Egipto, los reyes peruanos se llevaban a la muerte sus tesoros y símbolos de poder, convirtiendo a Perú en una de las mecas para la arqueología y generando también el surgimiento de la profesión del saqueador de tumbas: el huaquero.
En el Viejo Mundo los reyes legaban el cetro y la corona a las siguientes generaciones. En el caso de los Andes, el traspaso de poder –si bien hereditario– funcionaba de otra manera. En sus crónicas de Indias los españoles no podían creer que los pueblos originarios “desperdiciaran” sus tesoros arrojándolos a las tumbas en lugar de conservarlos. Los herederos del poder, por su parte, debían confeccionar sus propios atributos. No existían tampoco conceptos equiparables al infierno ni a la reencarnación: es el cuerpo mismo el que viaja y por eso debe ser preservado.
LOS MÁS ANTIGUOS Al llegar a la entrada formal del museo, la casona de una hacienda virreinal del siglo XVII, vemos una pared completa con cabezas de piedra que decoraban el exterior de antiguos templos. Allí hay esculpidas serpientes, felinos y hombres, algunos de ellos con los ojos muy redondos, quizá con el gesto y las pupilas dilatadas de un sacerdote que ha tomado el brebaje alucinógeno del cactus San Pedro, que servía para comunicarse con los dioses. Estas figuras similares a máscaras de piedra pertenecen a la cultura Chavín de Huántar (1200 a 200 a.C.), considerada la más antigua del Perú hasta el descubrimiento de Caral en 2001, la ciudad más antigua de América, datada en el año 2000 a.C.
Nuestro guía reflexiona que, si bien la conquista significó la imposición de la visión occidental del mundo, ciertas ideas y principios aborígenes perduran enraizados en la cultura peruana hasta hoy. Uno de ellos es el concepto de dualidad que rige las maneras de estructurar la vida y el mundo en los Andes, una especie de complementariedad de los opuestos a la manera del ying y el yang en la cultura china. Y esta dualidad aparece a lo largo de todo el museo, ligada a la relación entre el hombre y sus dioses.
Los sacrificios rituales eran resultado de la concepción dual. A diferencia de los dioses griegos –que hacían lo que querían con los hombres– los de los Andes necesitan de sus creados para sobrevivir: incluso los crean para eso. Concretamente reclaman la energía de los humanos que les brota de la sangre, la cual debe serles ofrecida dentro de los queros ceremoniales (hay varias muestras incas en el museo de estos objetos). Los humanos ofrendan su líquido vital al sol y la luna, de quienes dependerían las lluvias que marcan el inicio del ciclo agrario. Si el agua llegara a destiempo o en demasía, se rompería el delicado equilibrio vital de esas sociedades de la mano de una hambruna. Sin la sangre humana, los dioses morirían también.
Según estudios de ADN, las personas sacrificadas no eran –como se creía hasta hace poco— enemigos derrotados de otras culturas sino miembros muy cercanos elegidos dentro de la propia sociedad.
EL CRUCE CULTURAL La recorrida avanza y aparecen los primeros cruces culturales entre conquistador y conquistado, con espacios de resistencia y sincretismo. En un sector están los primeros cuadros pintados por artistas aborígenes formados por curas que dominaban las técnicas y estilos del Renacimiento tardío español. Por ejemplo, el cuadro de una virgen pintada con el rostro pálido de las europeas, pero no delgada sino más bien gorda y con un vestido triangular. En el contorno de esas vírgenes andinas se nota claramente la forma de la montaña, una de las deidades originarias adoradas bajo la entidad de la Pachamama, que por cierto en la dualidad sagrada tenía sexo femenino: detrás de la imagen de esas vírgenes impuestas a la fuerza por las campañas de extirpación de ídolos, se adoraba a la Madre Tierra. Hasta el día de hoy la imagen de las vírgenes del mundo andino tienen estos vestidos triangulares que los devotos ya no saben que están ligados a la adoración de la tierra.
Un cuadro del siglo XVII muestra la narrativa construida por los españoles para reforzar la dominación. Se trata de un diagrama con el retrato en miniatura del gobierno del “Reino del Perú”, comenzando por los míticos creadores de la cultura inca, Manko Capac y Mama Ocllo. Lo curioso es que más abajo aparecen las figuras de Pizarro, Jesús, los monarcas españoles desde Carlos V en adelante y la descendencia completa de los emperadores incas, incluyendo a los hermanos Huáscar y Atahualpa, quienes estaban guerreando al momento de la llegada de los españoles, lo cual fue aprovechado para dominarlos.
Según el discurso colonial plasmado en esta pintura, los dos hermanos rompieron la ley de dios y como castigo se le otorgó el poder al rey de España. Atahualpa era considerado un usurpador y el soberano español se convertía así en el legítimo heredero del estado inca.
En la sala de textiles del museo se exhibe una herramienta fundamental para el sostenimiento del imperio inca: el quipus. Los expuestos aquí pertenecen a la cultura moche, de quienes se cree que lo tomaron los incas. Esta serie de hilos anudados y unidos entre sí servían para registrar y contar objetos y personas. Los nudos del nivel más bajo corresponden a las unidades, luego las decenas, centenas y millares que se usaban para registrar soldados, llamas y alimentos: al final estaba la suma.
El color de cada hilo indicaba lo que se contaba; pero el código se ha perdido. Los incas distribuyeron quipus por todas las comunidades del imperio –que sumaban 30 millones de habitantes- para después enviar burócratas a hacer el inventario y reunir la información en el Cusco.
EL ORO SAGRADO El brillo -quizás por coincidir con una característica del dios Sol- estaba asociado a los dioses en las culturas andinas y por eso el uso sagrado del oro. Los españoles lo recibían a cambio de espejitos y vidrios de colores, algo que los aborígenes jamás podrían conseguir y por ello les daban gran valor. El conquistador se burlaba de la ”ignorancia” de los otros, pero a los americanos les pasaba lo mismo, ya que el oro era abundante para ellos.
Entre los objetos de oro del museo, el más famoso se llama “el set completo”, compuesto por orejeras, collares, corona y pectoral, encontrado en la tumba de un rey chimú, prácticamente el único que existe con todas sus piezas. Para adquirirlo –en un tiempo en que la arqueología casi no existía como disciplina ni había leyes de patrimonio- Rafael Larco tuvo que vender un tercio de sus extensas tierras.
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