LA RIOJA > LA INAGOTABLE AVENTURA DE LA RN 40
El Corredor de la Producción es el hilo conductor que atraviesa las rutas riojanas en busca de cultivos de vid, nuez y olivo, sin olvidar la ganadería y minería, atravesando paisajes de ensueño. Desde la capital provincial hasta Chilecito y San Blas De Los Sauces, sabores y otros descubrimientos.
› Por Frank Blumetti
La camioneta que conduce Tania Ávila, la industriosa y esforzada guía de nuestro pequeño grupo de periodistas –llegados a La Rioja para una nueva aventura- devora kilómetros y kilómetros por la ruta de interminable asfalto que arde en mil destellos bajo el todopoderoso sol de la mañana, creando la ilusión de agua en el distante horizonte. Es una Land Rover negra que mantiene de punta en blanco, valga el contraste de la frase, y que maneja con habilidad y soltura por las largas rectas y curvas de la Ruta 75. Acabamos de salir de la capital provincial en dirección norte, donde nos espera la quebrada de Hualco, con su promesa de aguas cristalinas, mucho verde y las ruinas de la cultura Aguada que allí se asientan. Será el primer hito de nuestra visita al Corredor de la Producción y la expectativa es grande: esta tierra abunda en belleza y siempre tiene algo con que sorprender al visitante.
RUTAS Y CORREDORES Mientras la distancia se acorta y Tania nos ilustra, alecciona, entretiene y/o reprende según el caso (el viaje es largo), recordamos que la provincia es grande: tiene una superficie que orilla los 90 mil kilómetros, divididos en cinco Corredores (De la Costa, Del Bermejo, De los Llanos, De la Ruta 40 y el ya mencionado que estamos descubriendo), es decir las vías de conexión entre los atractivos turísticos de cada zona y las comunidades que allí residen; todos están dispuestos en torno al trazado de rutas nacionales en comunicación con las provinciales. El Corredor De La Producción muestra las riquezas de esta roja tierra, que van desde los típicos cultivos de vid, nuez y olivo hasta los frutales con los cuales se elaboran exquisitos dulces caseros, sin olvidar la cría de ganado y, claro, los vastos recursos mineros cuya explotación tiene un largo historial de conflictos.
El camino serpentea entre cerros mostrando pintorescas casas y mucha vegetación; atrás quedan Sanagasta y su espectacular parque de los dinosaurios; atrás queda la Pollera de la Gitana, formación arcillosa que integra el cordón montañoso del Velasco y llamada así por sus pliegues y múltiples tonos rojizos; atrás dejamos Aminga, Anillaco, Aimogasta. En las cercanías de Salicas vemos el Barco, formación de arenisca que da la impresión de salir a navegar en cualquier momento y que marca nuestra presencia en el departamento de San Blas de los Sauces, compuesto por 16 poblados a lo largo de 50 kilómetros sobre la Ruta Nacional 40, deslumbrante territorio donde hay amplia producción de olivos y duraznos. Este es el lugar “donde el sol brilla todo el año”, nos dice Tania que dicen, y no le falta razón, como pronto pudimos comprobar.
EL RÍO Y LOS AGUADA La visita al sitio arqueológico de Hualco se pospone para la tarde: el sol del mediodía es simplemente muy fuerte, por lo cual los planes se alteran y nos dirigimos hacia Taco Manta (en la Banda de Cuipán) para almorzar en la Posada del Monte, propiedad del arquitecto Henry Sánchez. Mientras paladeamos un suculento asado al horno de barro precedido de adictivas empanadas “de 11 repulgues, no de 13 como las tucumanas” -nos aclara el dueño de casa- Henry nos va contando parte de su vida y de su historia, que es vasta y llega a las veinte generaciones familiares. Parte de sus actuales representantes residen aquí, 170 kilómetros al noroeste de la capital provincial, en estas cinco hectáreas vecinas al semiseco río De los Sauces, que curiosamente corre “a contramano” (de norte a sur) y circunda parte de la propiedad bordeada por el Famatina. Aquí subsisten varios canales de riego de la cultura Aguada, “que datan de 2000 años y fueron los primeros habitantes sedentarios de la zona”, explica Henry, rodeado de los cuadros que pinta por vocación y en compañía del intendente y otras autoridades zonales.
Nuestro anfitrión tuvo asimismo una intensa vida política: fue víctima de la dictadura en los ‘70, luego llegó a ser diputado por su tierra, manejó el Instituto Provincial de la Vivienda y hoy preside el Círculo de Legisladores de La Rioja. Escucharlo narrar la historia local y familiar es un placer; de hecho, además de una sólida cultura Henry posee una suerte de museo no oficial armado con los más diversos objetos indígenas que se encuentran por doquier en estas tierras (vasijas, hachas, puntas de flecha) y que alberga en la bonita casa que él mismo construyó con adobe y madera, rodeada de algarrobales, frutales y parrales, pájaros, llamas y perros que discurren libremente. Aquí se recibe al turista -hay habitaciones con baño privado y también cabañas con todas las comodidades- que puede disfrutar de una piscina con agua traída por un canal, conocer la cultura local y llenarse los ojos de verde y el alma de paz. Henry nos despide junto a su amable esposa y su hijo Juan (responsable del asado y consumado músico), y las ganas de regresar a este lugar aun antes de habernos ido son inmensas.
UN ALTO ALLÁ EN LO ALTO La tarde avanza y, aunque el sol ya está bajando, aún hay tiempo de recorrer el sitio arqueológico de Hualco, “agua redonda” en dialecto Aguada. La pareja de guías –Jorge y Divina- son jóvenes, lugareños, muy simpáticos y conocedores de la historia, vida y milagros de estas ruinas situadas en lo alto de la Quebrada homónima. Cactus, algarrobos, jarillas, pusquillos e higuerillas -junto a restos de cerámica que descubren las lluvias y pequeño morteros cavados en la piedra (algunos servían, créase o no, para estudiar las estrellas reflejadas en el agua y determinar el momento de las cosechas)- jalonan el lento pero ameno ascenso de casi mil metros hacia la cima de este monte donde encontraremos los restos del pucará de la cultura Aguada, vecino al Camino del Inca. En este recinto de más de mil años de antigüedad habitaban unos 3500 miembros de esta tribu seminómade, en amplios recintos y depósitos de pirca, cuyos cimientos son en parte originales y en parte reconstruidos; lo que queda de la casa del cacique –al borde de un vertiginoso abismo, en cuyo fondo corre un arroyo- contempla un panorama increíble del Valle Vicioso (llamado así porque los españoles consideraban que allí había de todo y no necesitaba trabajo alguno), desde donde hoy se observan cultivos de uvas y pistachos y ayer se divisaba a posibles enemigos. El sol, inexorable, comenzó a despedirse justo cuando nuestra excursión finalizaba, no sin antes visitar el pequeño pero bien museo al pie del monte construido con piedra, caña y adobe, que conserva vasijas, urnas y demás elementos indígenas.
Ya iluminados por las estrellas, la camioneta nos llevó a una breve visita al reciente establecimiento La Sauceña, aún en pleno trabajo; es una pequeña cooperativa que produce todo tipo de dulces hechos con frutos de la zona. Desde el clásico dulce de leche y jalea de membrillo hasta tentadoras naranjas y limas en almíbar, pasando por dulces de cayote, peras, zapallo, durazno… todo exquisito. Hacemos noche en Chañarmuyo, más precisamente en el Hotel de Vino Paiman perteneciente a la bodega Chañarmuyo Estate, que en sus 82 hectáreas cultiva y elabora uvas para destacados vinos Malbec y un muy buen corte Cabernet Sauvignon/Cabernet Franc en su línea Keo, entre otras variedades. El hotel cumple con creces todo lo que promete: paz, relax, confort, panoramas soberbios, gastronomía ídem y descanso garantizado en pequeñas cabañas, con vista a las viñas y las montañas.
DE PITUIL A CHILECITO La siguiente mañana nos depara una visita a la bodega, donde recorrimos sus modernas instalaciones y degustamos algunos vinos; enseguida y luego del almuerzo, otra vez a bordo de la nave negra con destino a Pituil, el pueblo precolombino más notorio de la zona, sito a orillas del río del mismo nombre. Allí hacemos una breve visita al templo Santo Domingo de Guzmán, levantado en 1882: con un blanco frente de estilo clasicista, en su interior alberga una pintura del santo fechado en 1615 que vale la pena verse. De allí partimos con rumbo a uno de los puntos clave del viaje, es decir Chilecito, que en la lengua kakán quiere decir “el confín del mundo”. Fundada en 1715 y originalmente llamada Santa Rita, es una población pequeña pero activa, con más de 50 mil habitantes y tradición minera, hoy trocada en la producción de vid, nogal y olivo y por supuesto, en la explotación turística. La parte urbana ya da para explorar y disfrutar, desde su vida nocturna y su gastronomía hasta un ascenso hasta el Cristo de Portezuelo o una visita a la Capilla de Santo Domingo (cada noche allí se venera la aparición de la Virgen del Campanario); pero también es el punto de partida hacia destinos impactantes como la mina La Mejicana o el que nos tocó en esta ocasión, es decir la Cuesta de Miranda.
MIRANDA VALE LO QUE CUESTA Retomamos la Ruta 40 con dirección a Nonogasta, pasando por Sañogasta y Guanchín hasta llegar a destino. La Cuesta de Miranda es una grandiosa obra de ingeniería vial que se construyó entre 1919 y 1928 y se extiende entre Chilecito y Villa Unión, del kilómetro 520 al 539, entre la quebrada que forman las sierras del Famatina (al norte) y de Sañogasta (al sur), a más de 2000 metros sobre el nivel del mar. La obra deslumbra, sobre todo después de las flamantes mejoras y reformas inauguradas en octubre de 2015: colores de innúmeras tonalidades, panoramas para el asombro y cielos abiertos y muy azules que dan permanente sensación de inmensidad, todo surcado por ondulantes caminos de cornisa con asfalto nuevito que suben, bajan y se extienden entre rocas escarpadas con cardones en flor como mudos testigos. Un paseo perfecto para hacer en auto, solos, en pareja o en familia.
Para cuando llegamos a la Bodega Valle de la Puerta, al mediodía, el sol brilla soberano sobre las extensas viñas y olivares de la finca, muy renombrada por sus vinos y sus aceites: por fortuna el fresco Torrontés que nos sirve la simpática Alicia Páez (asistente de ventas y planta que ha hecho casi todos los oficios en la bodega, desde la cosecha al laboratorio) mitiga los efectos de la temperatura y también acompaña unas empanadas caseras de fábula. Tras la recorrida por las instalaciones, que pueden ser visitadas por turistas, la muy trajinada pero siempre impecable Land Rover recorre la Ruta 74 de regreso a la capital, a lo largo de la cual se encuentran Los Colorados, formación sedimentaria de evidente color rojo, donde el mismísimo Chacho Peñaloza tenía su escondite y donde reside un antiguo pueblito de impronta ferroviaria: otra parada que vale la pena para llenarse los ojos y seguir aprendiendo. La etapa culmina en el restaurante Orígenes, cenando platos regionales de tono gourmet y rememorando anécdotas y detalles.
EL FINAL ES DONDE PARTIMOS El último día lo pasamos en la capital, recorriendo sus puntos de interés y visitando en particular el monumento al Tinkunaco, “lugar de encuentro de Dios con el pueblo”, según nos explica el humilde Don Santos, veterano encargado del templo de San Francisco; el monolito (inaugurado en 1993) marca el lugar donde San Francisco Solano medió en 1593 entre los diaguitas y los españoles que –para variar- les quitaban no sólo las tierras sino el agua. Los nativos aceptaron la paz a cambio de destituir al alcalde y reemplazarlo por una imagen del Niño Dios, hecho que se celebra hoy anualmente en la ceremonia del Tinkunaco (el segundo domingo de agosto), con cientros de peregrinos que se acercan a venerar al santo. San Francisco, que cautivó a los diaguitas sonando su violín sentado en un tronco de algarrobo, construyó allí su templo hecho de adobe –conocido como Templo de las Padercitas- cuyos restos aún se conservan (¡junto al tronco!) dentro de la iglesia que data de 1921… No había tiempo para más: el viaje tocaba a su fin, por un camino lleno de belleza que produjo una vasta cantidad de anécdotas para atesorar en la mente y en el corazón como las que aquí les contamos: sólo es cuestión de viajar allá y producir las propias.
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