TURQUíA > LA TORRE DE GáLATA
La histórica construcción que ofrece la mejor vista sobre la variopinta ciudad turca encierra leyendas que la vinculan con Leonardo da Vinci. Testigo del pasado agitado de una urbe entre dos continentes, nació como faro y hoy es un imperdible hito turístico.
› Por Juan Ignacio Provéndola
Una de las historias menos conocidas de Leonardo da Vinci es la del ambicioso puente que el sultán otomano Beyazid II le pidió construir para reunir la vieja Constantinopla separada por el Cuerno de Oro, ese estuario en la boca del Estrecho del Bósforo que divide la actual Estambul entre sus partes europea y asiática. El proyecto de ingeniería resultó tan complejo que el propio sultán decidió abortarlo tras observar los primeros planos realizados por el polímata renacentista, quien no encontró forma de demostrarle la viabilidad de su contrapropuesta. Sólo el tiempo pudo darle la razón a Leonardo, cuya idea fue finalmente ejecutada por el gobierno turco en 2006. Para la historia fáctica, fue el primer proyecto arquitectónico del artista florentino concretado a escala real, exactamente 500 años después de su concepción original.
Pero, según parece, alguien más intentó ejecutar en Constantinopla otra de las creaciones davincianas denostadas por sus contemporáneos. Se trata de un sistema de vuelo similar a la actual aladelta, que -dice una difundida leyenda- aplicó un tal Hezarfen Ahmet Celebi. Este valiente otomano se basó en los estudios de Leonardo para diseñar en el siglo XVI unas alas de madera que ató a su cuerpo por medio de un arnés, antes de lanzarse por los aires del Bósforo con la ayuda de los vientos euroasiáticos. Un detalle intenta imprimirle rigor de certeza a este mito: Celebi eligió arrojarse desde la Torre de Gálata, el punto más alto y conveniente que ofrecía la ciudad en aquel entonces.
TESTIGO DE ESTAMBUL Hoy existen numerosos dispositivos que vuelven más fácil la tarea de Celebi, y volar ya no resulta una tarea riesgosa. Sin embargo, como testigo de aquella aventura, la Torre de Gálata sigue invitando a dominar una increíble vista aérea de la actual Estambul sin tener que colocarse necesariamente alas artificiales. Para el turismo, esa torre ya no es un mito. Por el contrario: constituye uno de los principales atractivos de la ciudad más importante de Turquía.
Su primer antecedente data del 528 d.C., cuando fue emplazada como faro de madera apenas un año después de la asunción del emperador Justiniano. Quien pasó a la historia, entre otras cosas, por haber ordenado construir el que tal vez sea el mayor símbolo arquitectónico de Estambul: la basílica de Santa Sofía, hoy museo. En aquel entonces la zona ya era conocida como Constantinopla y había transcurrido el primero de los once siglos en los que la ciudad fue capital del Imperio Romano de Oriente.
La fisonomía actual fue redondeada siglos más tarde por los comerciantes de Génova y de Venecia que se establecieron en esa zona clave para controlar el estratégico tránsito de la Ruta de la Seda entre Europa y Asia. Los genoveses la inauguraron en 1348 con el nombre de Torre de Cristo, acaso pensando en la salvación frente a la constante amenaza bizantina que a partir de entonces podían advertir desde lo alto del centinela elevado sobre la ciudadela amurallada de Podesta de Gálata. Eran tiempos de ciudades-estado y esta mantenía una convivencia tensa con el resto de Constantinopla.
En 1453, con la caída del Imperio Romano de Oriente y la toma de Constantinopla, toda la zona fue ocupada por el sultán Mehmet II y la torre se convirtió en testigo privilegiado de la mutación arquitectónica y social de la ciudad. Multitudes de judíos y musulmanes expulsados por las cruzadas cristianas del reino de España se establecieron en los alrededores y dinamizaron el carácter multicultural de Gálata, uno de los barrios más cosmopolitas de la Estambul moderna, surcado por el ritmo incesante de callejuelas llenas de puestos de artesanías, tiendas de ropa, galerías de arte, músicos callejeros y locales de comida que encuentran en los fines de semana su punto más álgido. La edificación se erige hoy como una suerte de vigía de este centro turístico estambulita desplegado a los costados la peatonal Istiklal, trazada sobre la vieja Grande Rue de Perá entre dos hitos clave de la ciudad: la Plaza Taksim (núcleo de reuniones sociales y de manifestaciones políticas) y la Torre de Gálata.
Sucesivamente, la torre fue utilizada como presidio para encarcelar prisioneros de guerra, observatorio astronómico y atalaya de vigilancia de posibles incendios antes de, por fin, convertirse en un mirador visitado por decenas de miles de turistas y residentes. Después de varias restauraciones, fue abierta al público de manera definitiva a partir de 1967.
Desde abajo, la torre se asoma como un espectador milenario de la zona histórica de la vieja Constantinopla. Pero su encanto reside en la cumbre. Es necesario subir hasta el último de los escalones para comprender su importancia histórica en una de las ciudades más conquistadas, influencias y convulsionadas de toda la historia de la humanidad. La alucinante vista en 360 grados que se ofrece desde su balcón circular permite observar con nitidez casi todos los atractivos que Estambul propone en sus postales turísticas, como el Puente de Gálata, el Bazar las Especias, las mezquitas de Suleyman y Azul, el Palacio Topkapi y Santa Sofía. También aparecen templos hebreos como el Eskenazi, la sinagoga de Beyoglú o la Neve Shalom. Y a través del Cuerno de Oro, el Estrecho del Bósforo y el Mar de Mármara se aprecia el incensante desfile de barcos y veleros, como si el tiempo no hubiese avanzado mucho más allá de la época en la que la ciudad se fortalecía con el comercio marítimo.
La Torre de Gálata tiene un total 61 metros, una pequeñez frente a los 828 del Burj Khalifa dubaití, la edificación más alta del mundo. Aunque su fortaleza reside, en verdad, en su ubicación: sobre una de las riberas estambulitas, a espaldas de la parte europea y de cara a la asiática. La estructura cónica ofrece muros muy sólidos en la base, con una anchura de cuatro metros, aunque las dimensiones se angostan hacia la cima, donde se reduce a apenas 20 centímetros. Se compone por un total de nueve plantas. A las primeras siete se puede acceder por un amplio ascensor, mientras las últimas dos deben escalarse necesariamente a pie. Los más audaces prefieren trepar el tramo completo a tracción de sangre, recorriendo los 143 escalones. La única condición es hacerlo siempre por la derecha para alivianar los inevitables atolladeros humanos, sobre todo en la parte final, cuando el pasillo se estrecha a sólo un metro de espacio lateral.
En la cima, además del balcón panóptico, hay una cafetería. Allí puede tomarse un café o una bebida, o bien elegir alguna de las dos propuestas más típicas del menú local: el té turco y el kebab. Para quienes decidan cenar ahí, hay un premio adicional: el acceso a la terraza superior, exclusiva para los clientes del pequeño comercio gastronómico. El ámbito es agradable, sobre todo desde que en 2013 fue cerrado el local nocturno que funcionaba en la altura.
La mejor hora para subir a la Torre de Gálata es cuando está cayendo el sol. Las mezquitas iluminadas por recortes rojizos, el reflejo de múltiples colores sobre el Mar de Mármara y la parte asiática en penumbras componen una postal difícil de olvidar. Además, es buena excusa para quedar luego cerca del barrio adyacente, reavivado por las noches con su gran cantidades de bares y restaurantes sobre la peatonal Istiklal.
El único inconveniente de este horario es que la gran afluencia de visitantes ocasiona largas colas para acceder a la torre. Por eso, en caso de no disponer de mucho tiempo, se recomienda ir por la mañana. Aunque el dato más importante que tener en cuenta es el clima: la clave para decidir la visita a la Torre de Gálata es un día de cielo despejado que facilite una vista intensa y profunda. Sensaciones similares a las que experimentó el otomano Celebi cuando cinco siglos atrás decidió arrojarse desde la cima en su aladelta de madera.
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