MENDOZA > LOS CAMINOS DEL VINO
Las bodegas conforman un circuito para todo el año en las rutas mendocinas, cuyo clima también favorece la producción de aceite de oliva. Un viaje sin apuro que incluye degustaciones, visitas guiadas y contemplación pura al pie de las montañas, donde la tierra conserva la memoria de sus pueblos originarios y los inmigrantes que hicieron historia.
› Por María Zacco
Lomadas y curvas se suceden en los caminos polvorientos. Signan los paisajes rocosos rumbo a las distintas rutas del vino que abrazan a Mendoza. Se hace difícil creer que en estos terrenos áridos fluyan inesperados valles. Pero basta recorrer de norte a sur la provincia para comprobar cómo sus afamadas acequias fueron las arquitectas de un paisaje que se multiplica por estos lares: tupidos racimos de uva que cuelgan de las vides. Son más de mil los viñedos que proliferan en estas tierras, donde se concentran la mayor parte de las bodegas que existen en el país.
Hay tres regiones bien definidas: Zona Norte, Este y Valle de Uco, hacia el sur. Todas ellas proponen experiencias que no se ciñen a la degustación de vinos sino que proponen escalar sus paredes rocosas, navegar sus ríos y hacer circuitos de trekking por las montañas, que pronto se cubrirán de nieve. Un panorama que invita a diseñar recorridos por cuenta propia al volante y vivir, al menos en parte, la mezcla de inquietud y fascinación de los misioneros religiosos que en el siglo XVII llegaron a estas tierras de grandes amplitudes térmicas. Fue la tenacidad de aquellos hombres la que dio origen a la primitiva industria del vino, moldeada luego por inmigrantes franceses, españoles e italianos que hallaron similitudes geográficas entre la tierra que los había visto nacer y esta provincia, a la que se aferraron con la misma esperanza que a los barcos que los habían alejado de la guerra. De estas historias, postales de ensueño, además de degustaciones dionisíacas y placeres gourmet, están poblados los distintos recorridos que se despliegan entre los senderos mendocinos regados de vides.
RUTA ZEN DEL MALBEC La ciudad de Mendoza, al pie de la cordillera de los Andes, es el punto de partida para conocer las bellezas naturales de la provincia cuyana. Se la recorre fácilmente a pie pero hay que estar atentos a las acequias –canales de casi un metro de ancho– que se abren entre la calle y la vereda. Esas “venas” por donde corre el agua de deshielo fueron abiertas a fines del siglo XIX siguiendo la tradición de los huarpes –habitantes originarios de la zona– y son marca registrada: es impensable esta metrópoli sin el rumor permanente del agua, que moldea un curioso mix entre lo rural y lo urbano y recuerda que a fuerza de empeño esta tierra devino en un oasis al borde del desierto.
La primera degustación de vinos debe hacerse en los bares y restaurantes de la capital mendocina: la calle Arístides Villanueva, cerca del centro, propone ambientes chic y buena gastronomía. Algunas etiquetas pueden encontrarse en pequeñas vinerías sobre la peatonal Sarmiento, muchas de las cuales ofrecen en exclusiva cortes de edición limitada de bodegas boutique. Después de hacer noche en la ciudad de Mendoza el próximo paso es alquilar un auto para moverse con libertad por los caminos del vino. Existen distintas opciones: hay vehículos deportivos, utilitarios y camionetas 4x4. Aunque, si la idea es hacer un viaje diferente, y sobre todo relajado, se puede optar por un entrañable Citroën 2 CV. Elegimos el modelo azul y dorado para animarnos a la experiencia de conducir entre los viñedos, bajando varias velocidades (del alma). Será como volver a viejas épocas –aunque con GPS–, cuando se viajaba sin apuro. Este auto, casi una pieza de antigüedad, demostrará durante la travesía que su buena suspensión está a la altura del recorrido. Si es posible silenciar el celular, el viaje será la gloria. Es el mejor modo de entrar en comunión con el paisaje y apreciar con intensidad sus altos pintorescos.
El sol ardiente de otoño colorea las ralas flores silvestres que nacen a la vera de la mítica Ruta 40. En su paso por esta provincia cuyana conduce a una de las zonas vitivinícolas más antiguas, conocida como Gran Mendoza, integrada por los departamentos norteños de Luján de Cuyo y Maipú. El primero es conocido como “reino del Malbec”, cepa predominante gracias a las características desérticas del suelo, combinadas con las heladas primaverales. Mientras que en Maipú, que se extiende hacia el este, prevalece el Pinot Noir.
Cincuenta bodegas se distribuyen la producción de vinos en Luján de Cuyo. Por lo tanto, es aconsejable diseñar un recorrido que incluya algunas de las más renombradas, como Séptima, Chandon o Luigi Bosca, además de las tradicionales Vistalba o Weinert o los establecimientos de pequeños productores, que siempre guardan sorpresas. Este es el caso del Lagar Carmelo Patti, que desdeña los protocolos rígidos a la hora de producir sus muy personales vinos. La bodega está a unos diez minutos de la capital mendocina y los visitantes son recibidos por el propio Carmelo, un enólogo local cuya apuesta se centra en los sabores elegantes, logrados en barricas de roble francés. Desde allí se puede ir a pie a Luigi Bosca, una típica villa italiana de color arena de la familia Arizu. Las visitas son ilustrativas no sólo sobre el arte de beber sino también de guardar vinos: no todos los ejemplares, nos dicen, mejoran con el tiempo.
A “salto de rana”, conducimos unos cinco kilómetros hacia un desvío por Roque Sáenz Peña hasta la bodega Vistalba, en Chacras de Coria, donde los viñedos pintan el paisaje de verde y ocre hasta los pies del Cordón de Plata, a 980 msnm. Los vinos Premium de la familia Pulenta se logran con técnicas de riego y producción tradicionales, del mismo modo en que se hacían hace cien años. Y hablando de técnicas, las de poda de las vides y elaboración de vinos se aprenden en la bodega Renacer, a unos 12 kilómetros, siempre por la Ruta 40. Aquí es posible participar de cada paso y hasta elaborar un blend propio para llevarse de recuerdo.
Otra de las antiguas rutas vitivinícolas conduce a Maipú, unos 30 kilómetros hacia el este de la provincia. La fisonomía del paisaje, que forma parte –como Luján de Cuyo– del valle del Alto Río Mendoza, reverdece a medida que deja atrás la cordillera: más allá de los álamos, que comienzan a teñirse de dorado, se multiplican los olivos y árboles frutales. La zona alberga más de 170 bodegas, entre las que se encuentran La Emilia, Toso, López, Flichman y Zuccardi. Los viñedos de esta última pueden recorrerse a bordo de autos antiguos, en bicicleta o en globo aerostático, una gran aventura –aunque a bordo del 2CV ya tenemos la propia- que puede culminar en el restaurant Pan & Oliva, frente al molino aceitero, otra de las especialidades de la casa. Las viñas del Este son muy requeridas por turistas extranjeros que recalan en Potrerillos, una villa a los pies del Cordón de Plata que en los últimos años devino en punto de encuentro de deportistas adeptos al kayakismo, el rafting y el hydro speed, que se practican en el río Mendoza.
TIERRA DE PIONEROS Unos 70 kilómetros al sur de la ciudad de Mendoza, la R40 conduce al Valle de Uco, que se extiende en la cuenca del río Tunuyán y al pie de la Cordillera. Son los dominios del Parque Nacional Volcán Tupungato (6570 metros), cuya cumbre nevada puede verse desde distintos puntos del valle. La altura promedia los 1000 msnm y el sol brilla tenaz 250 días al año, condiciones propicias para el óptimo desarrollo de aromas, texturas y sabores de las uvas. Los Zuccardi tienen aquí otra bodega, Piedra Infinita, cuya arquitectura imita la silueta de los cerros y se confunde con uno de ellos entre la bruma azul de las montañas. Está en la localidad de Altamira, una zona que no deja de crecer y donde los apellidos de origen francés predominan en las etiquetas de los vinos.
Alguna que otra camioneta circula en la desolada R40 –nos dedican unos cuantos bocinazos– camino a la Bodega Salentein, una de las construcciones más sublimes de la zona. Su edificio, que por fuera se confunde con el paisaje desértico, está dispuesto en forma de cruz, a fin de reducir el camino que recorren las uvas y el vino durante el proceso de elaboración. Sin embargo, al visitarlo por dentro, se tiene la sensación de estar en un antiguo templo medieval -no en vano algunos la llaman “la Catedral”- cuyas cuatro alas pueden conducir a pasadizos inesperados.
El piso de piedra tiene el diseño de la rosa de los vientos, con cada uno de sus vértices orientados hacia los puntos cardinales. Este diseño es un detalle simbólico teniendo en cuenta que hace unos 400 años en este territorio se asentaron los primeros misioneros jesuitas que se dedicaron a la producción vitivinícola. En los alrededores del antiguo casco de la Finca San Pablo, rodeadas de álamos, se cultivan las variedades de uvas Chardonnay, Pinot Noir y Sauvignon Blanc que dan origen a vinos especialmente aromáticos.
Otra vez en la Ruta 40 conducimos con rumbo sur, a unos 234 kilómetros de la capital, hacia los viñedos de San Rafael, regados por los ríos Atuel y Diamante. Al pie de la Cordillera se extiende esta zona con perfil rural, donde las bodegas se destacan por su veneración a la tradición y al legado cultural en torno a los métodos de cultivo, vendimia y producción. Aquí hay nombres conocidos, como Suter y Bianchi, dos pioneros en estas tierras. Otto Suter llegó a San Rafael a fines del siglo XIX, procedente de Suiza, de donde trajo barbechos de Riesling y Merlot, que dieron origen a sus prestigiosos vinos Riesling. Otro suizo, Jean Rivier, dueño de la bodega homónima-, se instaló en estas tierras en los años cincuenta del siglo XX y se impone con sus vinos de alta gama. Mucho antes, en 1910, el paisaje también cautivó al italiano Valentín Bianchi, quien se desempeñó como ferroviario y maestro mayor de obras, entre otros oficios, para hacer realidad el sueño de la bodega propia, en 1928. Inició con el vino Super Medoc y luego llegó el Riesling. Más tarde surgieron el Chardonnay, el Chenin Blanc, Viognier y Petit Verdot, entre otras variedades.
Muy cerca de la Cordillera, hacia el oeste, se encuentra el Parque Provincial Laguna del Diamante y el volcán Maipo, ideal para visitar antes de las primeras nevadas, cuando la zona se torna intransitable. Son 17.000 ha que preservan especies como el guanaco y el cóndor. La laguna, apta para la pesca de truchas en verano, se congela por completo en invierno: se halla a 3250 metros de altura en un entorno de escorial volcánico, coronada por el volcán Maipo. Una belleza que deja sin aliento.
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