Domingo, 22 de mayo de 2016 | Hoy
ESTADOS UNIDOS > LA COSTA DE CALIFORNIA
Es tierra de mitos y hace honor a su nombre. El recorrido por la ruta que bordea el Pacífico partiendo de San Francisco hacia la frontera mexicana, con escala en Monterey, Big Sur, Los Angeles y San Diego, tiene un alma propia que hace convivir el bronceado y el surf con la herencia literaria.
Por Sebastián Ortega
Fotos de Sebastián Ortega
El puente de la Bahía y el Golden Gate representan la puerta de entrada a San Francisco, refugio de poetas y escritores de la mítica Generación Beat y punto de partida perfecto para un recorrido hacia el sur por la Ruta Estatal 1, la Pacific Coast Highway. Un viaje que bien podría ser el guión de una road movie: 970 kilómetros de playas, bares y moteles hasta la frontera con Tijuana, México.
Cuenta la leyenda que a mediados de los ’50 Gregory Corso, uno de los poetas más representativos de la generación beat, asaltó la librería y editorial independiente City Lights, faro de la escena cultural under de una ciudad en la que aún se respiraban aires de posguerra. Pese a que se llevó los 200 dólares que había en la caja, el dueño el local –el editor Lawrence Ferlinghetti– no se animó a denunciar a su amigo. Prefirió descontarle el dinero de los derechos de autor.
A seis décadas de su nacimiento, City Lights todavía es el epicentro de la movida alternativa, con presentaciones de nuevos poetas y lecturas masivas al atardecer. Es jueves por la noche y la librería, ubicada a espaldas del barrio chino en el 261 de la avenida Columbus, en una zona de bares, licorerías, cabarets y locales de tarot, está llena de turistas e intelectuales que se pierden en el laberinto de libros que va del sótano al primer piso. “Educate a vos mismo. Lee aquí 14 horas por día”, invita un cartel colgado en la escalera que sube al Poetry Room (salón de los poetas). En una de las paredes de esta sala, junto a una vieja mecedora de madera, descansan decenas de libros sobre la cultura beat: desde clásicos como En el camino (Jack Kerouac) o Aullido (Allen Ginsberg) hasta biografías, colecciones de fotos, compilaciones de correspondencia y dos guías de ciudades norteamericanas y latinoamericanas por las que viajaron Kerouac, Neal Cassady, Corso, William Burroughs y Ginsberg.
A través de la única ventana del Poetry Room llega el sonido de una guitarra. En esta fría noche primaveral, en el callejón Kerouac, un grupo de pasados y vagabundos fuman y toman alcohol en botellas envueltas en bolsas de cartón. Es la escena más genuina y representativa de una generación de escritores errantes a los que convirtieron en un atractivo turístico más de la ciudad que los cobijó. Un circuito que incluye el Beatnik Tour por los bares que frecuentaban, el Museo Beat y un recorrido por las calles con sus nombres.
PARAISO SURFER San Francisco es el kilómetro cero del road trip por la costa oeste. El recorrido ideal contempla el alquiler un auto mediano por aproximadamente 30 dólares diarios. El estado de las rutas es bueno, no hay peajes y el precio de la nafta oscila entre los 2,40 y los 3,50 dólares por galón (3,78 litros). A lo largo del camino hay moteles con cochera y desayuno incluido desde 45 dólares la noche por la habitación doble.
La Estatal 1 serpentea hacia el sur sobre colinas verdes junto al mar. En el norte de la Bahía Monterey, los españoles fundaron Santa Cruz, uno de los primeros asentamientos de Alta California, en una zona de clima cálido, fuertes vientos y grandes olas.
La imagen se repite a lo largo de más de dos kilómetros de playa. Grupos de jóvenes con la cara cubierta de protector solar se acomodan los trajes de neoprene junto a los autos y camionetas. Se calzan las tablas bajo el brazo y encaran hacia el mar. Desde el malecón se alcanza a ver el enjambre de puntos negros sobre el agua cristalina. Decenas de cuerpos acostados al acecho de la ola perfecta.
En el extremo sur de la bahía, a una hora y media de viaje, está Monterey, famosa por haber sido sede en 1967 del Monterey Pop Festival en el que Jimi Hendrix, de rodillas y en estado de trance, prendió fuego su guitarra. Hoy es conocida por su reserva natural marina, el avistaje de ballenas, el Acuario de la Bahía y las marisquerías. Desde ahí se puede visitar Carmel-by-the-Sea, un pueblito de mansiones de estilo europeo con complejos de golf, acantilados y pequeñas playas de aguas un poco más cálidas que en el resto de la costa.
EL SUR GRANDE Si el viaje fuera un guión cinematográfico, Monterey sería el punto de giro o plot point. Aquí comienza el tramo más interesante: 160 kilómetros a través de Big Sur. Llamada así por ser un área inexplorada de la península de Monterey, esta región abarca nueve parques naturales. La ruta avanza en un vaivén de curvas y contracurvas sobre la ladera de los cerros: a un lado los bosques de la cadena montañosa Santa Lucía; al otro, el precipicio y el mar. Desde los miradores se alcanza a ver, entre las costas rocosas y los acantilados, pequeñas playas de arena fina y agua cristalina, tan hermosas como inaccesibles para el visitante.
Entre estos paisajes majestuosos reaparece nuevamente la figura de los escritores de la Generación Beat. Henry Miller, una de sus principales influencias, se instaló en esta zona en la década del ’40, cuando aún no había llegado la electricidad al lugar. En una cabaña que hoy permanece intacta, el novelista escribió la trilogía Sexus, Plexus, Nexus. A unos pocos kilómetros vivió Jack Kerouac, en una pequeña cabaña que le había prestado su editor Lawrence Ferlinghetti. El resultado de la estadía fue la novela autobiográfica Big Sur, convertida en película en 2013, en la que narra la vida en el bosque, el alejamiento del alcohol y el acoso de los delirium tremens de la abstinencia.
LAS PLAYAS La Ruta 1 avanza bordeando la costa hasta las playas de Morroy Bay, Avila Beach y Pismo Beach, pequeños pueblos de pescadores y malecones con bares, pizzerías y restaurantes que los fines de semana se llenan de turistas de Los Ángeles y San Francisco. Unos 160 kilómetros al sur, rodeada por una cadena de pequeñas montañas, está Santa Bárbara. De espaldas a la larga hilera de palmeras y parques que separan la playa del asfalto, los chicos arman castillos y algunas parejas toman sol. Apenas unos pocos se animan a bañarse en las frías aguas del Pacífico. Los atractivos turísticos incluyen un recorrido por los negocios comerciales del centro, paseos en bicicleta, alquiler de kayaks o botes a vela y las excursiones hacia las reservas naturales de las Islas Canales.
La Pacific Coast Highway muere en las afueras de Los Ángeles, la segunda ciudad más grande del país. El paseo de la fama en Hollywood, la meca del cine mundial; las mansiones de Beverly Hills; la Mulholland Drive y su vista panorámica de la ciudad; las playas de Malibú, Santa Mónica y Venice Beach, donde por 40 dólares un green doctor entrega certificados de uso de marihuana medicinal; el Fashion District para los fanáticos de la moda; los museos Grammy y de arte contemporáneo (Lacma). Esta es solo una pequeña lista de los puntos turísticos de Los Ángeles y el área metropolitana, donde viven 18 millones de personas.
“Esta ciudad es hermosa si tenés plata”, explica Lucía, una diseñadora que se instaló hace un año en LA con su novio arquitecto, Julián. La pareja de rosarinos treintañeros acaba de regresar de un viaje por Europa. Mientras toman mate en un parque frente al Museo de Arte Contemporáneo enumeran los artistas de lujo que visitaron la ciudad en los últimos meses: Bob Dylan, Coldplay, Guns And Roses, The Who, The Cure, The Kills.
RUMBO A LA FRONTERA Última parada: San Diego, extremo sudoeste del país. A pesar de alcanzar los cinco millones de habitantes con el área metropolitana, es una ciudad de calles tranquilas y silenciosas, ideal para recorrer en bicicleta o caminar por los muelles, donde descansan un centenar de veleros y yates anclados. Little Italy, a pocas cuadras del mar, es el barrio turístico por excelencia, con pequeños hoteles y albergues y una oferta gastronómica que incluye desde platos mexicanos y mediterráneos hasta los típicos locales de fast food.
Las guías turísticas también recomiendan el zoológico, SeaWorld –la versión original de Mundo Marino– y la playa La Jolla, donde al caer el sol unos treinta jóvenes surfean las últimas olas. Ignoran por completo el ruido de los motores y las hélices de los helicópteros de guerra que sobrevuelan la costa, con el atardecer rojizo de fondo al estilo Apocalypse Now. A pocos kilómetros está North Island, una de las bases aéreas navales más importante de Estados Unidos.
El road trip por la costa oeste termina en la frontera con Tijuana, “la esquina de Latinoamérica”: es el paso binacional más transitado del mundo (se calcula que cada año lo atraviesan 50 millones de personas) y puerta de entrada hacia California, donde vive casi el 40 por ciento de los 35 millones de mexicanos residentes en Estados Unidos.
A unos 500 metros de la oficina de Migraciones resalta el gigantesco complejo de outlets donde mexicanos y estadounidenses compran ropa de primeras marcas a mitad de precio, sin pagar impuestos. Más acá, puestos de tacos y cerveza al paso, verdulerías improvisadas y un McDonald’s que comparte espacio con un local en el que cuelgan vestidos, ropa infantil y carteles que ofrecen zapatillas a diez dólares el par: la transición desordenada de Estados Unidos a territorio mexicano.
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