Domingo, 14 de agosto de 2016 | Hoy
ARGENTINA > ISLARIO REAL Y FANTáSTICO
¿Libro o revista? Siwa es una rareza editorial inspirada en viajes antiguos y literarios, que zarpa cuando los vientos soplan de manera favorable hacia viajes reales e imaginarios. De su edición 2014 dedicada a Islas, un fragmento del “islario argentino” desde Corrientes a la Patagonia.
Por Salvador Gargiulo *
La isla Paulino ha olvidado que no es una isla, aunque en términos generales se comporte como tal. Isla por adopción, es en verdad una lengua de tierra semicircular cuyo frente romo asoma al río y el resto, a una selva cerrada y cenagosa.
A Paulino se llega en barco desde un amarradero de Berisso. El barco es antiguo y pintoresco, como todo lo que acontece en una isla, y cumple con un horario más atento al capricho del barquero que al engorro de la puntualidad.
Paulino es siempre el fin del viaje. El viajero debe desandar un trecho selvático hasta llegar al frente del río. Todo allí es húmedo, extenuado, sofocante. Recuerdo sus bosques de tacuara, las malezas, las desoladas bajantes del río, la playa lunar e interminable. Dicen los más viejos que, en un pasado no tan remoto, en Paulino se elaboraba el vino de la costa. Las parras de uva chinche se contaban por doquier. También que era próspera y hospitalaria: la playa que jamás tuvo la ciudad capital. De todo eso queda apenas un molinete de ferrocarril, ubicado a la entrada de la isla, que recuenta chirriando a los pocos curiosos que se deciden a visitarla.
Paulino es, como ninguna otra, una isla fantasma. Un paisaje invernal de Friedrich. Una isla sin presente. Una isla que tampoco es isla. Un remoto caserío devuelto a la selva. Hoy resulta difícil adivinar los viejos senderos que llevan a las casas. Pero la casualidad u otro mandato oculto señalarán el rumbo y entonces un bosque de caña tacuara –bello como el estallido de un cristal– nos advertirá la cercanía de la casa. Cuidado. Algunas pueden estar ocupadas, y sería difícil aventurar por quién o por qué.
Iba a Paulino de muy joven, junto con Fabián Luna y Marcelo Actis. Pasábamos allí la noche, ahítos de terror sagrado. Guardo de Paulino algún modesto trofeo: dos latas de galletitas muy antiguas, un calendario de 1912, el retrato autografiado de una muchacha con boina y una garra metálica que jamás supe para qué sirve. (...)
ARGIROPOLIS (MARTIN GARCIA) Argirópolis es el sueño insular de Sarmiento. Una isla imaginaria en la desembocadura del Río de la Plata, que de hecho existe y lleva el nombre de Martín García. Sarmiento quiso fundar allí la capital de un estado inexistente: los Estados Unidos del Plata. Lo cierto es que, si bien la isla jamás fue capital, sí fue lazareto, cantera mineral y presidio. Los presidentes Perón y Frondizi fueron desterrados a Martín García en calidad de presos políticos. La leyenda habla de caballos que aprovechaban la creciente para escapar del abrazo de la isla, y con los caballos se menta que también huyeron presos, en un éxodo apenas menos quimérico que el cruce del Mar Rojo por los hebreos. Plúmbea es un calificativo adecuado para la isla. Los censos fijan allí a unas cincuenta familias, aunque su número tiende a decrecer. Hoy la isla parece abandonada. Los senderos de piedra fueron devorados por la vegetación chaparra y legamosa, fruto de los sedimentos que arrojan al mar los ríos Paraná y Uruguay.
Martín García custodia también un misterio cuyo velo jamás fue rasgado: su cementerio de cruces inclinadas. Algunos estudiosos aducen que los sepultados no murieron en gracia de Dios. O quizás se trate del enterratorio de una secta. O el emblema de quienes sucumbieron sin exequias y lejos de su patria. O quizás de una maldición que doblegó los brazos del crucificado. Lo cierto es que sus artífices, si alguna vez existieron, jamás dieron cuenta del modesto sacrilegio: hoy las cruces torvas siguen dando que hablar a quienes se atreven a romper la monotonía del lugar.
No es ésta la única perplejidad de la isla. Dado su carácter aluvional, lo que empezó siendo un escollo vecino y equidistante de Martín García, en su frente norte, se fue resolviendo, suma de remotos desprendimientos que arrastra el río, en otra isla. Timoteo Domínguez –tal su nombre– se propuso cortejar a la vieja isla del presidio y luego cercarla, de modo que hoy no las separa más que su nacionalidad y una incongruencia: Martín García-Timoteo Domínguez es la única frontera seca entre Argentina y Uruguay. Una frontera terrestre trazada en medio del río.
Fuera de esto, Martín García seguirá siendo la Socotora rioplatense: el último mojón visible de un estuario vasto y prepotente antes de diluirse en el mar. Oí decir que en Martín García viven animales que no se ven ni mueren nunca.
ISLA DEL CERRITO La isla del Cerrito es la historia bíblica pero contada al revés. Primero fue la discordia. Después, el paraíso. Antes la civilización; luego el vergel. Como un cuadro de Piranesi o una pirámide maya devorada por la selva. El primer hombre blanco que llegó a la isla fue Alejo García, en 1521. Sobreviviente de la expedición de Juan Díaz de Solís, remontó el Paraná en busca de la Sierra de la Plata. Al llegar a la confluencia con el río Paraguay, se tomó unos días de descanso en el Cerrito para luego hallar la muerte a manos de indios payaguaes. Dos siglos después, Cerrito fue base de operaciones de la Guerra de la Triple Alianza, la más terca y sanguinaria de la que tiene memoria nuestro país.
Sin embargo la nota fantástica la pone la fundación, en 1926, del hospital modelo Máximo Aberastury, para enfermos de lepra. Suerte de montaña mágica, el hospital y sus dependencias fueron construidos en la zona más alta de la isla, mientras que el entorno fue ocupado por caseríos de familiares. Cerrito se convirtió así en un claustro insular, el reducto de una sociedad maldecida por los hombres y por Dios.
El leprosario funcionó desde 1926 hasta 1968. Algunos vecinos lo recuerdan como una colonia arcana y sombría, con policía y cementerio propios. Rodolfo Walsh pasó algunos días en el Cerrito y escribió allí su relato La isla de los resucitados.
En 1967, luego de haber dado el alta a más de cien pacientes, el hospital cerró sus puertas para siempre. Atrás quedaban las quimeras, las batallas, los leprosos. La vegetación volvió a adueñarse de aquello que el hombre le usurpó. Hoy, la isla del Cerrito nada tiene que envidiar a un paisaje de Rosseau. “Imán de pescadores y playas de arena blanca”, porfían los afiches de promoción turística. Como si la muerte jamás la hubiese tocado. Como si se hubiese hastiado de asolar la isla.
ISLA DEL DIABLO Si bien la literatura de islas errantes es casi exclusivamente atlántica, el lecho del río Paraná ha sido pródigo –y se cree que aun lo es– en pariciones y desapariciones insulares. Entre los casos más desconcertantes se cuenta la isla del Diablo. Su origen es, desde luego, aluvional. Y también lo fue su infortunio: nadie ignora que muchas de las islas fluviales aparecen y desaparecen con las crecientes. Como Escoria o Stokafixa, la Isla del Diablo figura en algunos mapas, aunque nadie la haya visto jamás. Aquello que en las cartas geográficas atlánticas de los siglos XV y XVI constituye un misterio geográfico –San Brandán, Antilia, Brasil–, en la cuenca del Paraná es poco más que una arcana rutina.
Parece que la Isla del Diablo fue en su tiempo refugio de réprobos y farsantes. El Calendario de leyendas indecorosas, del dominico Thesiger, infiere que la verdadera dificultad para desembarcar en la isla no era su inestabilidad sino la ferocidad de sus huéspedes. Como única noticia nos quedan los relatos de quienes oyeron, a la distancia, sus gorjeos y chillidos, a los que Thesiger no vacila en apostrofar de salvajes y melancólicos, respectivamente.
Aun cuando las notas de Thesiger callan respecto del destino de la isla, los vecinos más viejos de Goya creen recordar la historia de la expedición que un fraile benedictino organizó para liberar la isla de tan incordes presencias. Para eso habría reclutado a un piquete de exorcistas, que por espacio de tres días y tres noches invocaron a su dios en presencia de la isla, hasta que ésta, agostada, se hundió en un remolino de hojas y azufre. A la mañana siguiente afloró, a una legua de Goya, como una marioneta animada por Satanás. Desde entonces permanece estable en su entalladura de grada y cieno.
ISLA PLUVIOLA U OMBRIÓN Isla fabulada por Plinio y avistada por Pigafetta en el archipiélago de las Canarias, cerca de la costa de Tenerife. La leyenda la tiene por móvil e inconstante, y otros viajeros dan fe de haberla visto a pocas leguas de la desembocadura del Río de la Plata, frente a la ciudad de Piriápolis, o más al sur, sobre las vertientes del río Uruguay. Como procura huir de los favores del buen Dios, Pluviola no goza de estaciones ni de temporada de lluvias. Enmienda su antojo, sin embargo, con un árbol que se sabe milagroso, pues sus hojas destilan un agua excelente, que se acopia en una hondonada a la que nativos y animales, tanto domésticos como salvajes, acuden para abrevar.
Plinio habla de Ombrión en el libro VI de su Historia Natural, aunque no se tiene por seguro que otros viajeros la hayan conocido. Tampoco se descarta que el légamo rioplatense haya anclado la isla al lecho fluvial, y que alguna de las islas Lucía sea la legendaria Ombrión, habida cuenta de que el archipiélago también carece de fuentes de agua natural, como no sean las lluvias y el propio río.
Dicho esto habrá que reconocer que del árbol potable no hubo más noticias. La ciencia moderna se ocupó de explicar estas teratologías botánicas a través de analogías no siempre convincentes. En este caso cita al garoé, un árbol oriundo de la Isla de Hierro, ya mencionado por fray Bartolomé de las Casas. Su existencia está atestiguada por una plaza conmemorativa y por los seis pozos a cielo abierto que recogían su agua en la ciudadela de Tiñor, a mil metros sobre la ladera que percute el viento. La leyenda vuelve a cubrir los baches que cava la historia, pues las pistas del árbol claudican hacia 1610, cuando el garoé fue abatido por un golpe de viento. Algo parecido informa uno de los baqueanos más conspicuos de la isla Lucía, don Salvador Baztán, que jura haber estado allí cuando un rayo partió el lapacho que se tenía como el más antiguo de la isla, lo que provocó que desde entonces haya permanecido deshabitada.
Respecto de su fortuna en la Isla de Hierro, en 1957 alguien colocó un laurel en el emplazamiento original del garoé, que casi de inmediato fue cubierto por el musgo. Acaso tampoco sea ocioso preguntarse si tal laurel existió.
* Revista Siwa. Nº IV 2014 A.D.
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