Domingo, 4 de septiembre de 2016 | Hoy
RUSIA > MOSCú Y SERGIEV POSAD
Un viaje en tres actos por sendos escenarios rusos signados por distintos momentos de la historia: el teatro Bolshoi moscovita, las “galerías de arte”, que son en verdad el suntuoso metro construido por Stalin, y el pueblo medieval de Sergiev Posad en el Anillo de Oro, el centro de la Iglesia Ortodoxa Rusa actual.
Por Julián Varsavsky
Fotos de Julián Varsavsky
El público del teatro Bolshoi se paraliza ante la escena final de la historia de amor más famosa de la literatura. Desde un palco decorado con láminas de pan de oro, oímos los últimos acordes in decrescendo compuestos por Serguéi Prokofiev, mientras Julieta se despierta en su tumba y ve a su Romeo muerto. La bailarina ondea los brazos con infausta gracilidad, se atraviesa el corazón con una daga y desfallece con la suavidad de una pluma en brazos de su amado. El cortinado rojo se cierra y el teatro estalla en aplausos y hasta en sollozos frente a la pareja de amantes que es la representación más sublime del amor en la historia del arte.
Al salir del teatro por la columnata de templo griego nos detenemos a observar el pórtico neoclásico coronado por la cuadriga de un Apolo victorioso avanzando al galope de corceles de bronce. El teatro iluminado con reflectores se recorta en la noche veraniega con brillos diamantinos.
Aún bajo la conmoción de la tragedia de amor, caminamos hasta la Plaza Roja casi vacía. La luna se refleja en los adoquines y al fondo las cúpulas acebolladas de la Catedral de San Basilio irradian un fulgor carmesí que se funde con los muros rojos del Kremlin. A la derecha, el mausoleo de Lenin impone la solidez eternizada de esa caja de mármol purpúreo con algo de zigurat mesopotámico.
PALACIOS SUBTERRANEOS A la mañana siguiente, el primer contacto con el metro: deslumbramiento y desamparo. Desciendo a una estación cualquiera, compro mi “billieti” de 28 rublos y me tomo unos minutos para estudiar el mapa en ruso para llegar a la estación Kropotkinskaya. Me lleva largo rato dilucidar los nombres en alfabeto cirílico y me desorienta sobremanera el cartel de la estación en la que estoy parado: âõîä. Por mucho que busco en el mapa, no aparece por ningún lado. Pido ayuda pero no logro entenderme con nadie, así que me sumerjo en la multitud, tomo un tren al azar y me bajo a los 20 minutos. Para mi sorpresa, un cartel indica que estoy otra vez en la misma estación. Hasta que caigo en la cuenta de que âõîä significa entrada.
Me llevó varios días amigarme con el metro, que con el correr del tiempo me resultaría el aspecto más fascinante de la ciudad. Las cosas comenzaron a mejorar con un mapa bilingüe de las paradas. Encuentro finalmente la estación Kropotkinskaya –en homenaje al príncipe anarquista Pedro Kropotkin– para darme el gusto caminar bajo el fastuoso vestíbulo abovedado con paredes y columnas de mármol blanco, con la estética de las viejas vanguardias modernistas soviéticas: es la obra maestra de Alexey Dushkin, el arquitecto emblemático del subterráneo de Moscú.
En general uno no espera encontrarse al final de una simple escalera mecánica con tal grandiosidad. Esta estación iba a conectarse con el Gran Palacio de los Soviets, una obra megalómana de Stalin que sería el edificio más alto del mundo –415 metros de alto, 250 de ancho y 500 de largo– coronado con un Lenin colosal de 100 metros para competir con la Estatua de la Libertad norteamericana. El edificio finalmente no se hizo por el estallido de la Segunda Guerra Mundial, pero la estación se inauguró en 1935.
El ingreso desde la calle es por un arco triunfal que se abre en dos brazos, formando una galería circular con columnatas griegas al estilo de la plaza San Pedro del Vaticano. “Para el diseño bajo tierra me inspiré en la arquitectura subterránea egipcia”, declaró Dushkin en una entrevista, refiriéndose al Templo de Amón en Karnak. Como en el templo egipcio, en Kropotkinskaya la luz brota con naturalidad desde focos escondidos en lo alto de las columnas, unidas al techo con una forma estrellada que remite a abstractas palmeras: así se iluminaba el Templo de Amón con lámparas de aceite.
Sigo viaje bajo tierra y las puertas se abren en la estación Komsomoloskaya: quedo atónito ante los fulgores dorados de su arquitectura palaciega, sostenida por 68 columnas octogonales de mármol blanco con capiteles jónicos.
La estación se vacía y quedo solo en su gigantesco vestíbulo abovedado bajo un cielorraso con barrocas molduras de estuco. Arañas circulares de bronce forjado cuelgan del techo y a sus lados hay ocho mosaicos policromados del artista Pavel Korin, quien utilizó técnicas de maestros bizantinos combinando vidrio coloreado con granito y mármol. Paneles color oro celebran las victorias militares de Pedro el Grande, Alexander Nevsky y la toma del Reichstag en Berlín. A los costados pasan los trenes pero la sensación es la de estar en una sala del Museo Hermitage de San Petersburgo.
POR LA RUSIA MEDIEVAL Al tercer día me alejo por unas horas de la capital tomando el tren hasta el pueblo de Sergiev Posad, parte de los pueblos satélites de Moscú conocidos como Anillo de Oro, que mantienen gran parte de su arquitectura medieval: kremlines amurallados, iglesias cristiano-ortodoxas con coloridas cúpulas, palacios reales, monasterios con íconos bizantinos y una arquitectura de casas privadas e iglesias construidas en madera que son un arte propio de la región. Sergiev Posad es el centro espiritual de la Iglesia Ortodoxa Rusa actual y el pueblo más visitado del Anillo de Oro por su cercanía con la capital.
Tomo el tren en la estación Jaroslasvsky de Moscú para recorrer 70 kilómetros hacia el noreste. Desembarco en la parte nueva de la ciudad y camino hasta el Monasterio de la Trinidad y San Sergio, que mide seis hectáreas y fue levantado en 1340 por Sergio de Radonezh, un ermitaño de la nobleza que es el Santo Patrono de Rusia.
Al cruzar la muralla blanca del monasterio protegida por doce torres aparecen cuidados jardines, fuentes de agua milagrosa, banquitos donde sentarse a la sombra de los árboles y por sobre todo iglesias y edificios clericales en los que se lee la evolución de la arquitectura religiosa rusa hasta el siglo XVIII.
El monasterio bulle de actividad religiosa. Tres centenares de monjes habitan aquí y muchas mujeres ingresan con pañuelo en la cabeza a las iglesias para rezar y prender velas e inciensos mientras cantan a coro melodías litúrgicas. Los monjes van y vienen cruzando las plazas de un templo a otro, portando torres de libros canónicos con sumo cuidado.
El edificio principal del monasterio es la Catedral de la Trinidad, levantada en 1422 con cuatro cúpulas azules rodeando una dorada. En su interior hay un iconostasio famoso por ser la obra mayor del gran pintor Andrei Rubliov (1360-1430). En total hay 42 iconos de Rubliov y el más célebre es La Santísima Trinidad, aunque se exhibe una copia porque el original está en la galería Tretyakov de Moscú.
Alrededor de Moscú hubo 23 de estos monasterios fortificados que no sólo cumplían funciones religiosas sino también políticas y militares: la Iglesia Ortodoxa tuvo un papel fundamental en la unificación del estado ruso hasta 1917. En el caso del monasterio de Sergiev Posad, su función defensiva fue tan perfecta que nunca cayó en manos enemigas, ni siquiera en 1608 cuando fue asediado durante 16 meses por un ejército de 20.000 polacos que se retiró impotente ante la defensa de 1500 campesinos.
Al atravesar la Puerta Roja del monasterio de Sergiev Posad se ingresa sin transición a un ambiente perfecto del Medioevo, con barbados monjes vistiendo túnicas negras que les cubren las cabezas y un sombrero oculto cuya forma se adivina bajo ese ropaje. Si hacemos abstracción de nosotros mismos, que desentonamos con la ropa y las cámaras, aquí la máquina del tiempo funciona a pleno: un viaje lúdico nos coloca frente a una de las fibras más profundas del alma y la cultura rusas.
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