ECUADOR > RAFTING, CANYONING Y PUENTING
A cuatro horas de Quito, Baños ofrece vértigo auténtico en la tierra y en el agua. Un circuito de tres días para ingresar en la selva, vencer los temores y llegar al extremo, entre cascadas, paseos termales y hasta un paseo en chiva para acercarse desde adentro al color local de esta región de clima tropical.
› Por José Cerezal
Ya desde el inicio del viaje hacia Baños de Agua Santa se podía percibir en el aire una fuerte sensación de aventura. Todo comenzó al abordar el ómnibus en la terminal de Quito, con un boleto comprado exactamente cinco minutos antes de la partida.
Y aunque Baños se encuentra a 175 kilómetros en dirección sudeste desde la capital ecuatoriana, normalmente se tarda más de cuatro horas en llegar. Ese fue nuestro caso: con múltiples paradas a lo largo del trayecto, el chofer permitía el ingreso constante de vendedores ambulantes cargados de artículos electrónicos, películas en DVD, batatas fritas y sándwiches caseros. Todo mientras el micro bordeaba las montañas y los valles, dejando boquiabiertos a los turistas con cada nueva curva.
Las 20.000 personas que viven en Baños están acostumbradas a que la humedad nunca baje del 80 por ciento. Esta pequeña ciudad tiene una veintena de agencias de turismo, apostadas a lo largo de Ambato, la calle principal. Todas ofrecen la posibilidad de armar un itinerario personalizado de tres días, con actividades muy variadas, por aproximadamente cien dólares. En una pizarra, mi tocayo José organizó horarios y tareas para cumplir con todos nuestros intereses en el menor tiempo posible. Ya portando la ropa y el calzado adecuados para cada actividad prevista, llegamos hasta el hostel Santa Cruz, ubicado en el centro de la ciudad. Todo listo: luego de una buena noche de sueño, a las ocho de la mañana nos encontraríamos para comenzar tres días repletos de emociones.
DÍA UNO Dicen los especialistas que la comida más importante del día es el desayuno. En Baños tomaron nota: las cuadras de la ciudad están colmadas de bares que ofrecen desayunos americanos por tres dólares. ¿Qué mejor que huevos revueltos, tostadas, panceta, café y jugo de naranja antes de enfrentar una jornada llena de actividades extremas?
José nos había recomendado un kit esencial para cada uno de los siguientes días: una mochila, un par de medias, repelente de insectos, una muda de ropa interior y una toalla. Así es que luego de desayunar y con la mochila cargada, subimos a la combi que esperaba en la esquina del hostel para recorrer la selva ecuatoriana.
Luego de dos horas de viaje llegamos a la reserva natural Hola Vida, a unos 25 kilómetros de Puyo, puerta de entrada al Amazonas ecuatoriano. Vestidos con mamelucos impermeables y calzando botas de lluvia, comenzamos a internarnos en la reserva. El clima tropical húmedo y caluroso es típico de esta zona geográfica, donde las lluvias torrenciales no se extienden por más de quince minutos. Durante el recorrido nuestro guía, Julián, iba explicando la flora que conforma la reserva, en particular sus propiedades medicinales, mientras los intrépidos exploradores intentábamos no resbalarnos por enésima vez y tirar a alguien en el proceso.
Después de dos horas de caminata, y de refrescarnos en la magnífica cascada Hola Vida, volvimos a la combi que nos llevó a visitar a la tribu kichwa, a orillas del río Puyo, donde Julián nos enseñó el proceso de preparación y fermentación de la chicha, bebida proveniente de la yuca y usada tradicionalmente por los indígenas en sus celebraciones. Mientras probábamos un poco de un cuenco de cerámica hecho a mano, recibimos también una breve clase de lanzamiento de dardos venenosos. Con una cerbatana de casi dos metros, uno a uno fuimos intentando acertar en el blanco: un pequeño tótem con forma de loro, ubicado a seis metros de distancia.
Finalmente seguimos con un descenso por el río Puyo en kayaks de madera tripulados por los ayudantes de Julián, mientras apreciábamos las diferentes especies de pájaros que volaban sobre nuestras cabezas.
DÍA DOS A las nueve de la mañana José, el experto organizador, nos esperaba junto al grupo en la esquina del hostel. A bordo de una combi, después de media hora de viaje llegamos al río Pastaza, donde tendríamos nuestra siguiente aventura. Sus tres colaboradores, instructores de rafting, repartieron cascos y trajes de neoprene. Los rápidos del Pastaza son de nivel 4, el penúltimo en la escala que gradúa su exigencia. Con gran sorpresa y –admitamos– bastante temor, el instructor me designó como uno de los dos guías de nuestro bote inflable: todos los que estaban detrás debían seguir mis movimientos.
El rafting es una experiencia increíble de adrenalina, en la que los gritos de “uno” y “dos” acompañan los movimientos de una docena de remos que se zambullen en el agua. El trabajo de equipo y la coordinación son esenciales para evitar quedar atrapado en una rompiente y que alguno termine fuera de la embarcación. Por suerte, y a pesar de algunas bajas en el camino, llegamos a destino, donde nos esperaban con el almuerzo ya listo para encarar la segunda mitad del día.
Por la tarde, un nuevo desafío: canyoning, actividad que consiste en descender haciendo rapel sobre diferentes cascadas. Una camioneta 4x4 nos llevó a la cascada de Chamana, donde agurdaba un instructor. Por la televisión o en las películas, el rapel parece sencillo: los alpinistas prácticamente saltan de saliente en saliente. En la realidad esto es imposible para un novato, ya que mantener el equilibrio y el eje sin resbalarse es increíblemente difícil, a menos que uno baje lentamente. Peor aún si se viene ya cansado, luego de atravesar los rápidos del río Pastaza. Sin embargo, resulta conmovedor contemplar el escenario que se despliega al mirar hacia arriba y ver todo lo que pudo bajar sólo con una soga.
Todavía con la emoción latiendo, ya de regreso en el centro de Baños, la dueña del hostel Santa Cruz nos recomendó visitar las aguas termales del complejo Piscinas de la Virgen, a unos 200 metros. La entrada cuesta siete dólares y se puede elegir en qué piscina de agua sulfatada relajarse. El nombre del complejo deriva de la cascada Cabellera de la Virgen, que desciende hasta el mismísimo centro de la ciudad de Baños desde el cerro Bellavista. Luego de un rápido chapuzón en el agua helada de la cascada, nos zambullimos en la piscina de 50 grados. Durante los primeros segundos uno siente que se está quemando vivo; pero al quedarse quieto –como recomiendan los más experimentados– el cuerpo se acostumbra a la temperatura de las aguas termales. Eso sí: no es recomendable estar sumergido más de diez minutos, por el riesgo de sufrir un bajón de presión.
DÍA TRES La última jornada en Baños empezó un poco más tarde, ya que las actividades más demandantes habían terminado. A eso de las diez nos pasó a buscar la chiva, una especie de “trencito de la alegría” que permite disfrutar al aire libre de un recorrido por los alrededores de la ciudad. Luego de una hora nos detuvimos en uno de los extremos del puente de San Francisco, 120 metros por encima del río Pastaza. Desde allí se hace puenting, la última y más difícil prueba del itinerario.
Este deporte extremo consiste en saltar desde un puente atado con una cuerda unida a un arnés, que sujeta el cuerpo de quien realiza esta actividad. Nunca pensé que saltar sería tan difícil. Las rodillas tiemblan y las piernas se agarrotan. El cuerpo en su totalidad grita que es antinatural tirarse en caída libre desde un puente. Pero luego de unos segundos de incertidumbre salté como si me tirara “de clavado” a una pileta llena. Los siguientes tres segundos fueron eternos. Mis brazos daban brazadas, como si buscaran algo para aferrarse y mi cabeza me repetía constantemente que iba a terminar aplastado contra el río. Después llegó el tirón salvador del arnés que me dejó colgando, permitiéndome observar la inmensidad natural del volcán Tungurahua, que humeaba paciente en el horizonte. Mientras los instructores me bajaban sentía la vista nublada por miles de puntitos de colores y mis piernas se negaban a responder. Nada de esto me importó: seguía vivo.
Por último, luego de este terrible shock adrenalínico, la chiva nos dejó en la Casa del Árbol. Ubicada a 2600 metros sobre el nivel del mar, este pico elevado ofrece la posibilidad de ver la ciudad de Baños en todo su esplendor. El viajero se encuentra rozando las nubes, que manchan el cielo y se confunden con el humo que desprende el inmenso volcán Tungurahua. Aquí está la famosa “hamaca del fin del mundo”, donde se arman colas gigantescas para tomar la foto perfecta. Muchos eligen el sitio para ir de picnic, ya que la vista es fascinante desde cualquier lugar. Además los lugareños crían allí sus propias vacas, que pastan sin cercos, acostumbradas a las visitas constantes.
Así, inspirando boca abajo, bien pegado al pasto y mirando cómo el celeste del cielo se funde con el verde de la selva, me despedí de Baños, la ciudad en la que el corazón inevitablemente late más fuerte que lo que debería.
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