Domingo, 2 de octubre de 2016 | Hoy
BUENOS AIRES > DE PASEO POR URIBELARREA
Tranquilo y como detenido en el tiempo: es sólo una ilusión, pero alcanza para que esta localidad de la zona de Cañuelas sea un escenario frecuente de las películas que recrean el pasado argentino. Hoy se la visita para conocer desde una pulpería hasta una cervecería y una casa de té.
Por Julián Varsavsky
Fotos de Julián Varsavsky
A Uribelarrea –en el partido bonaerense de Cañuelas– se va esencialmente a comer: varios miles de personas lo hacen entre sábado y domingo desde hace más de un lustro. Ahora surgió la primera posada de campo, así que la gracia está también en quedarse a disfrutar la calma verde de este pueblito con calles de tierra donde casi nada cambia, a tal punto que es la locación más buscada por los directores de cine que necesitan recrear el ambiente de campo de comienzos del siglo XX. Alan Parker, por ejemplo, alquiló el pueblo completo por ocho días sin la gente adentro para filmar Evita: el acuerdo implicaba que los habitantes se fueran. También Juan Moreyra, de Leonardo Favio, se filmó aquí, y una decena de vecinos se adjudican el famoso paredón donde lo matan, aunque el plano es tan corto que resulta imposible determinarlo. De lunes a viernes Uribelarrea es casi un pueblo fantasma.
VIEJA COLONIA El estanciero Miguel Nemesio de Uribelarrea creó en 1890 esta colonia agrícola que tuvo su época de oro en las décadas del ’30 y el ’40, a partir de los tambos lecheros y queserías. Llegó a haber cinco almacenes de ramos generales y 34 servicios diarios de tren, incluyendo al lechero. Un centenar de carros por día llevaban la producción a la estación conducidos por inmigrantes vascos e italianos.
Hoy el tren pasa poco y la estación tiene un museo de herramientas y maquinaria agrícola. La estructura urbana –aún con casas centenarias de ladrillo a la vista– parte de la octogonal plaza Centenario diseñada por Pedro Benoit, el mismo que planificó La Plata. Aquí también hay cuatro diagonales que brotan del centro urbano con un total de 14 manzanas, donde viven 2000 habitantes. Salvo la calle de la entrada a “Uribe” –como llaman al pueblo– el resto son de tierra y arboladas. La falta de modernidad se debe a la emigración a partir de los ’60 al decaer la industria lechera: desde entonces el tiempo parece detenido.
LA HORA DEL TÉ En el límite exacto entre el pueblo y el campo hay una especie de jardín zen: una casa de té donde ver caer la tarde es una experiencia de sutil romanticismo a la sombra de un sauce llorón centenario, escuchando música celta y japonesa mientras se saborean tortas caseras. De tisanas y otras hierbas es el emprendimiento de Daniela Riva, quien no es ninguna improvisada en la ceremonia del té: estudió dos años los secretos de esta infusión para graduarse de sommelier. Es decir que los té que prepara son resultado de una alquimia personal, una fórmula o blend que no existe en ningún otro lugar. Alma Pueblerina, por ejemplo, se compone de hebras de té negro con arándanos, papaya, pera, anís y canela, más algunos ingredientes que Daniela mantiene en lógico secreto: todo combinado con tal sutileza que los agregados no invaden el sabor del té.
Durante la charla junto a una mesa ratona en el jardín, pasa al galope veloz en la lejanía un caballo blanco de largas crines, trazando una fugaz diagonal en la planicie pampeana. Al rato el paisaje cambia porque aparece un centenar de ovejas pastando en paz.
El menú incluye propuestas como la Merienda de Tisanas: té en hebras o café con leche, jugo de naranja, medialuna rellena, sandwich de jamón y queso, budín del día, brownie y panqueque de dulce de leche ($ 300). Una opción más simple es el baguetín de jamón crudo, queso y oliva ($ 90) o la torta galesa ($ 85).
Vanina Hukcek es la socia de Daniela y está especializada en cata de yerba mate y hierbas medicinales. Es decir: prepara estudiadas fórmulas de mate orgánico para crear blends como el Calma Nativa, que incluye manzanilla, cedrón, peperina, burrito, menta y cáscara de naranja. La propuesta es entonces una merienda matera con galletitas. Pero también hay baguetines de jamón crudo y picadas con pan de campo.
La casa de té tiene además un salón con gran ventanal y sillones con vista al campo. La gente viene a media tarde y suele quedarse horas haciendo nada, a veces incluso sin hablar o engolosinados con las tortas, pero siempre entregados a una suerte de contemplación zen de tipo criollo.
CASA DE CAMPO La posada Como entonces es un buen ejemplo de restauración y decoración de una antigua casa chorizo centenaria, a la que se le aplicó confort respetando su aspecto original. Su nueva dueña es Mariela Velázquez, una docente de Educación Física de Buenos Aires que los fines de semana se convierte en posadera. “Los arquitectos me querían tirar la casa abajo para hacerla nueva pero opté por una restauradora partidaria de conservarla”, cuenta Mariela. Y agrega que bajo la premisa de que una casa necesita “respirar como una persona”, la experta le propuso no poner cemento sino revocar con barro otra vez: “De lo contrario tarde o temprano brotaría la humedad”. Incluso el techo es de ladrillos de barro sostenidos por tirantes de madera originales.
Las siete habitaciones en galería dan a una piscina y al aljibe original. A un costado del jardín hay una parrilla para que los huéspedes que lo deseen hagan su propio asado (se puede encargar un lechón). Además la posada tiene su restaurante y hasta se puede almorzar y cenar en el jardín. En el comedor hay una vinoteca de bodegas boutique y Mariela misma organiza degustaciones. La decoración comprada en mercados de pulgas y remates incluye una antigua caramelera de panadería, un archivero de madera, balanzas, planchas y una cocina económica que calienta el ambiente en invierno.
La posada también funciona como restaurante abierto al público. Un plato de sorrentinos con crema de champiñones cuesta $ 150, un pollo al disco con arroz $ 135 y un menú del día puede ser pollo con papas al horno y semifreddo de dulce de leche con ron ($ 165). La variedad de cervezas artesanales incluye una de la zona llamada La Hidalga.
PULPERÍA El Palenque fue la principal pulpería de Uribelarrea por más de 100 años, hasta 2011. Quienes iban a caballo entre Lobos y Cañuelas paraban aquí a tomar algo. Hoy mantiene su aspecto original, convertida en un restaurante de campo frente a la plaza del pueblo. Como toda pulpería tuvo un sector de habitaciones y otro de almacén de ramos generales. Sus mesas están bajo la galería que da al jardín, otras a la sombra de los árboles y también en el comedor principal: el fuerte es la parrilla. La decoración en las paredes con revoque de barro se divide en rincones temáticos. En un extremo la parte deportiva con fotos de Bochini, el Boca de Gatti y del mejor jugador de la historia con la Copa del Mundo en alto; en el sector de afiches de cine están Juan Moreyra, El Eternauta y Felicitas. Y al final hay una evocación política con fotos de Marechal, Homero Manzi y afiches antiguos sobre el 17 de Octubre de 1945 y los planes quinquenales de Perón.
Las delicias criollas en El Palenque incluyen una tabla de longaniza y sopresatta ($ 150), un mezcladito de chorizo, morcilla, chinchulín, riñón y provoletas para dos ($ 199), asado al asador $ 199 (media porción $ 135), bondiola o pechito de cerdo ($ 199 y $ 135 la media porción), ravioles de verdura al champiñón ($ 145) y para los postres la especialidad es flan casero con dulce de lecha artesanal y crema ($ 80).
EN FAMILIA La Cueva de Ruco es un restaurante familiar, en el sentido de que lo atienden Pablo y Denise –marido y mujer- y también la hija adolescente, que “termina siendo la jefa” al decir de los padres. Es un lugar de picadas y cerveza artesanal (rubia, roja y negra), todo producido por ellos mismos. El producto más original aquí es la hidromiel, considerada la primera bebida alcohólica que consumió el hombre y la que bebían los vikingos para tener hijos varones: de allí viene el concepto de luna de miel. El restaurante de madera de ciprés estilo alemán tiene mesas bajo techo y al aire libre. Una picada para dos personas de salame, queso, longaniza, jamón crudo y cocido cuesta $ 180. Y la estrella es la picada Gran Ruco: jamón crudo y cocido, lomito, mortadela, morcilla, chorizo colorado, salame quintero, picado fino y grueso, longaniza calabresa y española, y queso de campo, sardo y provoleta saborizada ($ 300).
La Uribeña es el patio cervecero de Enrique Alberto Rey, quien fabrica cerveza desde joven por puro gusto, pero desde hace una década se instaló en el pueblo para hacerlo profesionalmente. En su concurrido restaurante La Uribeña se come al aire libre o bajo techo unas suculentas picadas y platos como sorrentinos de jamón, ricota y muzzarella ($ 130), canelones de acelga, ricotta y muzzarella ($ 110) y pechito de cerdo ahumado con chucrut y papas al natural ($ 180).
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