DIARIO DE VIAJE > REFLEXIONES DE UN FILóSOFO
El francés Michel Onfray reflexiona en su libro Teoría del Viaje, recientemente publicado en castellano, sobre el acto de viajar, sus preparativos, el despertar de los sentidos durante la estadía, la toma de notas, la elaboración del recuerdo y la cristalización de una versión: una declaración de guerra a la tendencia a cuadricular y cronometrar la existencia.
› Por Michel Onfray *
Una vez puesta la vista en el planisferio, por de pronto medimos mal las distancias. La escala no es clara y meridianamente significativa más que para los acróbatas en aritmética, los superdotados en cálculo. Me hace pensar en el chiliágono cartesiano: concebible mental y globalmente, es verdad, pero nunca en sus detalles. Intelectualmente entiendo bien un polígono de mil lados, pero de él no veo todas sus facetas. Por la misma razón, concibo bien la lejanía del Cabo de Hornos y del Estrecho de Bering o el significado de una vuelta al mundo completa, pero cómo no constatar que en materia de geografía tropezamos con las dificultades habitualmente reservadas a la teología con la cuestión de los nombres de Dios. ¿Cómo referirse al mundo con un mapa que se contenta con representarlo y reducirlo a convenciones conceptuales? Inmediatamente nos encontramos atrapados en esta extraña paradoja: el planisferio parece pequeño y el mundo vasto, cuando lo cierto es a la inversa: el planisferio es vasto y pequeño el mundo. Pues, no obstante su naturaleza y su alejamiento, cualquier destino se alcanza hoy en día, la modernidad del transporte obliga, en plazos muy adecuados. Los lugares antiguamente más alejados -la India de Marco Polo, el África de René Caillié, el Oriente de Nerval, la Oceanía de Bougainville- se alcanzan ahora por vías de acceso trazadas sobre mapas definitivamente liberados de sus manchas blancas. Todos los destinos se han hecho posibles: cuestión de tiempo. En ese campo de posibilidades, ¿cómo elegir un lugar? ¿Qué escoger? ¿A qué renunciar? ¿Y por qué razones? Entre las combinaciones pensables, ¿cuál preferir y por qué? De nuevo se impone ahí el determinismo genealógico. No se escogen los lugares predilectos, se es requerido por ellos. En el registro elemental de los filósofos presocráticos, cada uno puede descubrirse portador de una pasión por el agua, la tierra o el aire, circulando el fuego por el cuerpo mismo del viajero. Los nómadas empedernidos proceden de un elemento que los recoge, los contiene, los anima y federa sus entusiasmos: el mar y las olas de los navegantes, las montañas y las llanuras de los caminantes, el éter y el azul de los aviadores, esos tres puntos cardinales orientan un movimiento sobre el globo en rotación bajo los dedos o sobre los mapas recorridos en su totalidad y escrutados al detalle.
Después se disponen las combinaciones entre los elementos: uno quiere el agua fría del Ártico, otro los atolones y las corrientes cálidas del Pacífico, aquí se aspira a las tierras fértiles, tibias y húmedas del bosque tropical, allá se quieren los suelos ardientes y calcinados del desierto sahariano, el apasionado por el aire helado de las cumbres himaláyicas no se entusiasma por los paisajes del fanático de los monzones asiáticos o los azules y ocres del hijo visceral del Mediterráneo. Cada cuerpo aspira a reencontrar el elemento en el que se siente más a gusto y que fue anteriormente, en las horas placentarias o primeras, el proveedor de sensaciones y de placeres confusos pero memorables.
Existe siempre una geografía que corresponde a un temperamento. Falta encontrarla. Una palabra, un nombre, un lugar, un sitio concreto, legibles en el mapa, captan entonces la atención. El de un país, el de un curso de agua, el de una montaña, el de un volcán, el de un continente, el de una isla o el de una ciudad. Lo indistinto, lo visceral se reencuentran en una emoción desencadenada de pronto por un nombre fijado en la memoria: ir al Tíbet, ver el río Amur, ascender el monte Fuji, escalar el Etna, caminar por las colinas de Ngong, nadar en el océano Pacífico, atracar en Guernsey, visitar Adís Abeba, caminar por las calles de Cirene, navegar por la bahía de Along; cada cual dispone de una antigua mitología fabricada con lecturas de la infancia, recuerdos de familia, películas, fotos, imágenes escolares memorizadas sobre un mapa del mundo un día de melancolía al fondo de la clase. Luego se procede a actuar para hacer real el sueño antes de morir: permanecer en silencio en el lugar donde se juntan el Oriente y el Occidente, en el estrecho del Bósforo, marcar un tiempo de pausa ante el nacimiento de una senda africana de laterita roja, sentirse atónito en una calle de Nueva York ante los chorros de vapor que surgen de las bocas de las alcantarillas, retener la respiración al sobrevolar las lagunas de los arrecifes del océano Índico, constatar cómo palpita el corazón al franquear el ecuador o al pasar el trópico de Capricornio, temblar de emoción más allá del círculo polar. Soñar con un destino es obedecer al mandato que, en nosotros, expresa una voz extranjera. Pues una especie de demonio socrático formula y traza por nosotros ese relámpago que calcina en nuestro fuero interno lo indeciso, lo impreciso o lo confuso. A la manera en que el filósofo de Atenas se abandonaba a la palabra demiúrgica, dejaremos la elección de un lugar, la opción de un destino, a esa lengua extranjera hablada por nosotros mal que le pese a nuestro cuerpo -a menos que precisamente esa lengua se exprese mal que le pese a la razón-. Ante la multiplicidad de posibilidades, dice el demonio, a la voluntad le queda consentir. Entonces el dedo se detiene sobre el planisferio en las regiones del alma correspondientes. Practicándolo así no se cometen errores.
El cuerpo almacena imágenes transformadas en iconos. Ahora bien, nunca cultura alguna los ha celebrado tanto, en detrimento del libro y del concepto, como la nuestra. El texto va a desaparecer, el libro también, en beneficio de los signos icónicos, pixelados, escaneados, el espesor carnal de lo real recula en beneficio de su modalidad virtual: alcanzamos el apogeo de la imagen y, como siempre en parecida ocasión, el exceso mata la posibilidad misma de aquellas que verdaderamente podrían tener significado. Los lugares del mundo convergen hacia las pantallas informáticas o televisivas, tristemente parecidos a su realidad, pero encerrados, limitados por la restricción de la fidelidad sumaria. La probabilidad del viaje ricamente soñado disminuye con la reducción del mundo a sus apariencias. Triunfo platónico… De ahí la necesaria celebración del libro y del papel en la constitución de un imaginario eficaz y rico. Mejor las novelas de Jules Verne o las de Paul d’Ivoi que los vídeos o los discos cargados de imágenes digitalizadas: el deseo del viaje se alimenta mejor de fantasmas literarios o poéticos que de propuestas empobrecidas por un exceso de apariencias de una realidad simplificada. La genealogía de iconos inconscientes útiles para elegir destinos gana celebrando el texto, el libro, la novela, el poema, el relato del viaje. Cualquier línea de un autor incluso mediocre aumenta más el deseo por el lugar descrito que unas fotografías, y menos aún unas películas, unos vídeos o unos reportajes. Entre el mundo y uno mismo, intercalaremos prioritariamente las palabras.
El viaje empieza en una biblioteca. O en una librería. De manera misteriosa, prosigue allí, con la claridad de esas razones que ya antes se esconden en el cuerpo. Al comienzo del nomadismo, por tanto, nos encontramos con el sedentarismo de las estanterías y de las salas de lectura, incluso el del domicilio en el que se acumulan las obras, los atlas, las novelas, los poemas y todos los libros que, de cerca o de lejos, contribuyen a la formulación, a la realización, a la concretización de la elección de un destino. Todos los rincones de una buena biblioteca conducen al sitio adecuado: el deseo de ver un animal extravagante, el de dar con una planta casi inencontrable, las ganas de divisar una mariposa rara, la aspiración a una veta geológica en una cantera, la voluntad de marchar bajo un cielo antaño frecuentado por un poeta, todo conduce al punto del globo del que llevamos ciegamente el signo.
El papel instruye las emociones, activa las sensaciones y ensancha la cercana posibilidad de percepciones ya preparadas. El cuerpo se inicia en las experiencias venideras frente a informaciones generalizadas. Toda documentación alimenta la iconografía de cada cual. La riqueza de un viaje necesita, con anterioridad, la densidad de una preparación –como se dispone uno a las experiencias espirituales invitando a su alma a la apertura, a la recepción de una verdad capaz de infundir–. La lectura actúa como rito iniciático, revela una mística pagana. El aumento del deseo desemboca luego en un placer refinado, elegante y singular. La existencia de un erotismo del viaje supone la superación de una necesidad natural a fin de suscitar la ocasión de un júbilo artificial y cultural.
(...) Escribir un poema, desde un puente frente al agua destellante de un estuario desmesurado, junto a la ventanilla de un avión que sobrevuela Transilvania, en un café africano perdido en medio de miles de hectáreas sin un alma viviente alrededor, emborronar el arrugado papel en el vestíbulo de un aeropuerto, en la habitación de un hotel egipcio en el que la ventilación abate el aire sobre la desnudez de un cuerpo cansado es pedirles a las palabras el poder alquimista de los atanores: verter en el hueco de su experiencia algo con lo que llevar a los metales a la incandescencia y obtener oro de un puñado de imágenes que permanecen. Leer un poema permite acceder al imaginario de una subjetividad infundida por el lugar. De ahí las colisiones intelectuales, los atajos espirituales y mentales, los cohetes afectivos que buscan el alma, incitan y extasían los sentidos. El poeta transforma la multiplicidad de sensaciones en un depósito reducido de imágenes incandescentes destinadas a ampliar nuestras propias percepciones. Todos los viajeros cuentan sus peregrinaciones en cartas, cuadernos, relatos. Solo unos pocos quintaesencian sus desplazamientos en un poemario. La China de Claudel, el Tíbet de Segalen, las Antillas de Saint-John Perse, el Ecuador de Michaux, el México de Artaud, la Europa de Rilke, incluso la poesía de los videntes que viven y frecuentan sus ciudades como visionarios, Apollinaire en París, Pessoa en Lisboa o Borges en Buenos Aires....
* Teoría del Viaje, Taurus, 2016.
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