TUCUMÁN > TURISMO RURAL COMUNITARIO
Una visita a los valles tucumanos desde el pequeño paraje de Talapazo, un vergel en medio del desierto calchaquí, pasando por las Ruinas de Quilmes hasta llegar al pueblo de Amaicha, donde se inauguró la primera bodega indígena de Sudamérica.
› Por Guido Piotrkowski
Fotos de Guido Piotrkowski
“Hoy en día podemos decir que en Talapazo hay futuro. El pueblo está creciendo, mejorando, hay trabajo como para empezar a quedarse, no dejar la raíces y sentir nuevamente la pertenencia al lugar”, dice Sandro Llampa, nativo de este paraje situado a mitad de camino entre Amaicha del Valle (en Tucumán) y Cafayate (en Salta), dos localidades icónicas de los Valles Calchaquíes.
Para llegar a Talapazo hay que subir 200 metros más sobre los 2500 en que se encuentra el valle. Y es ahí, más cerca de los cielos siempre diáfanos de esta zona, donde Talapazo surge como un oasis en el desierto, un vergel de frutales en medio de la aridez calchaquí.
Sandro es uno de los responsables e impulsores del proyecto de turismo rural comunitario que desde hace cuatro años y a puro pulmón, pero con un poco de ayuda financiera del Estado, están llevando adelante para atraer a los visitantes que recorren la zona. Y sobre todo para evitar el éxodo de los jóvenes y lograr la vuelta de tantos otros que se han ido en busca de un futuro más ¿promisorio? Como Sandro, quien alguna vez emigró a la ciudad de Buenos Aires, pero pasó tres años y se volvió. “Sobreviví y nada más –recuerda ahora mientras caminamos bajo un sol rabioso hacia el sitio arqueológico que se encuentra en la entrada del paraje–. Entonces me pregunté para qué. Todos los días trabajo, trabajo, trabajo y no tenés nada. Volví, empecé a trabajar y hacer actividades. Hoy tengo mi casa y, a pesar de que la gente dice que no se puede vivir, sí se puede vivir. El proyecto es una salida laboral que con el tiempo, con esmero y ganas, va crecer y se va a ver el fruto”.
Frutos como los que abundan por acá, y que ahora con la llegada de la primavera comienzan a florecer. Duraznos, manzanas, higos, membrillos, como de la huerta de doña Santos Llampa, quien tiene tantos que no da abasto para hacer dulce, jalea y mistela. Y nueces, grandes, carnosas, sabrosas, como las que caen de los nogales de don Miguel, el dueño del alojamiento donde nos hospedamos. Uno de los siete que se plegaron al proyecto y construyeron en sus hogares una habitación para alojar a los viajeros. Miguel es hombre de pocas palabras. Pero es un tipo cálido, amable y hospitalario que vive de sus nogales y ahora espera, con el hospedaje, sumar un ingreso más.
“La gente que viene de la ciudad no puede creer que pueda sacar el fruto del árbol, y nunca se va a olvidar de que conoció esa planta y este lugar”, afirma convencido Sandro. Además de la tradicional elaboración de dulces caseros o la cosecha de nueces, el proyecto comunitario sumó la elaboración de vino. Además de compartir experiencias y el medio de vida de la comunidad, se pueden disfrutar diversas caminatas y visitar el sitio arqueológico.
“Hemos logrado limpiar, sacar los yuyos para que se pueda apreciar mejor”, indica Sandro al llegar al lugar donde se ven varios morteros y vestigios de construcciones. “Esas grandes –señala– eran para lugares de trabajo, talleres. Las más pequeñas y circulares eran para guardar alimentos, granos. Y el resto eran las habitaciones, el lugar de trabajo, los tejidos. Estos pueblos dependían de los quilmes. Allá estaba el cacique, el chamán y acá había un representante del cacicazgo, que organizaba el pueblo pero dependía del jefe. Se dedicaban al trabajo, la agricultura”.
Volvemos al “centro” del pueblo, donde están el único restaurante y el salón comunitario recién terminado. Allá nos esperan con el almuerzo, empanadas y pan recién horneado. Están Judith, la mujer de Sandro, y su madre, que también tiene un hospedaje. Entusiasmados, nos cuentan que quieren hacer un museo, para enseñar algunas de las cosas que se encuentran en el sitio arqueológico, como las puntas de flecha que atesora Sandro. Y también un lugar para las artesanías. “Hay gente que sabe trabajar la madera, la piedra, la cerámica. Por ahí no lo hacen porque no tiene salida. Si se exhibe en el salón, el turista que visita puede llevarse un recuerdo”.
“Apuntamos al turismo que busca la tranquilidad, la naturaleza. Para desconectar de la rutina, es una forma de terapia y de volver renovado”, sugiere Judith, y agrega: “El silencio te despierta acá”.
RUINAS DE QUILMES Si bien los españoles arrasaron con todo lo que hallaron a su paso, en esta región hay vestigios por todas partes, como las espléndidas Ruinas de Quilmes. Esta antigua ciudadela, ubicada a treinta kilómetros del pueblo de Amaicha, fue construida alrededor del año 800 d.C. Se dice que los quilmes eran un pueblo muy bien organizado social, política y económicamente, y se estima que durante su apogeo, en el siglo XVII, llegaron a vivir aquí unos 10.000 habitantes.
Descubiertas por el arqueólogo Juan Bautista Ambrosetti en 1897, las ruinas fueron restauradas parcialmente en 1977 con vistas al Mundial de 1978. Hoy una parte se puede visitar de la mano de guías nativos, descendientes directos de los quilmes, quienes recuperaron el control de sus tierras pocos años atrás, luego de arduos conflictos.
Rubén González es uno de ellos. Guía apasionado, cuenta que solo un quince por ciento del complejo está habilitado. “Se trata de un asentamiento prehispánico, preincaico. Para ubicarnos mejor en el tiempo, alrededor del año 800 d.C. es cuando empieza la formación de este asentamiento. En 1977 se restauró mediante un convenio entre la UBA y el gobierno de Tucumán en base a una limpieza general, excavaciones y pequeñas reconstrucciones sobre las partes superiores. Al margen de todo ese trabajo, más de la mitad es original”, explica el guía, quien aclara que no se modificó ni la forma ni el tamaño. “Todo lo que se ve acá son viviendas, casas al nivel del techo. Las poblaciones primitivas construían con más profundidad en una especie de pozo por los fríos vientos y las heladas, que eran bastante frecuentes”.
Los quilmes fueron el último bastión de los calchaquíes, un pueblo muy aguerrido que soportó estoicamente el intenso asedio español. Finalmente doblegados, los obligaron caminar los más de 1300 kilómetros hasta la ribera de Buenos Aires. De los 2000 hombres, mujeres y niños que partieron, solo sobrevivieron unos 400, reubicados en la reducción de la Exaltación de la Santa Cruz, hoy la bonaeresnse localidad de Quilmes.
“El origen de los quilmes –aclara Rubén– no lo podemos establecer, sigue siendo material de investigación. Se hunde en la bruma de la prehistoria”.
EL VINO PROPIO Amaicha del Valle es un pueblito enclavado en el corazón de los Valles Calchaquíes tucumanos, que este año celebró su tricentenario. Es que Amaicha, a 165 kilómetros de la capital tucumana, es una comunidad autónoma que jamás interrumpió su gobierno indígena. Son dueños de estas tierras desde que los españoles pactaron con los amaichas –una de las etnias que formaron parte de la nación diaguita– e hicieron entrega de la cédula real en 1716. El histórico acuerdo se conmemoró en abril de este año con un gran acto en la plaza del pueblo. El gobierno comunal es presidido por una asamblea general, un consejo de ancianos y un cacique. Los amaicheños preservan con orgullo sus viejas tradiciones; por eso la fiesta local de la Pachamama es motivo de orgullo y una de las mas representativas del Noroeste.
El pueblo, como todo el valle, está rodeado de paisajes desérticos donde abundan cardones centenarios y el sol asoma 320 días al año, generando jornadas cálidas, noches frescas (en invierno muy frescas) y cielos diáfanos brillantes de estrellas. Tantas que acá se encuentra Ampimpa, único observatorio astronómico de la región.
Los valles, además, son terruño fértil para el buen vino, sobre todo para el Malbec y la uva criolla, una cepa tradicional de la zona. Por eso la comunidad acaba de inaugurar la primera bodega indígena de Sudamérica: la Bodega Comunitaria Los Amaichas, productora de dos variedades de vino que llevan sus nombres en quechua: Sumaj Kawsay (Buen Vivir) y Kusilla Kusilla (Ayudame, alegría). Se trata de un emprendimiento pionero que sirve para afianzar el desarrollo turístico de la comunidad.
Ubicada en la entrada del pueblo, sobre la ruta provincial 307, la bodega tiene también puestos para los artesanos locales. “Sumaj Causay es vivir en equilibrio con la madre tierra -explica el cacique Eduardo “Lalo” Nieva-. Equilibrio emocional, material y espiritual, equilibrio colectivo y personal en relación con el otro, que incluye la planta, la piedra, el agua”, dice el hombre, que a los 46 años acaba de ser reelegido por tercera vez como cacique, además de ser el delegado comunal. “ Si hablamos de bodegas comunitarias indígenas, se trata de la tercera en el mundo, hay una en Canadá y otra en Australia El Buen Vivir de los amaichas es el proyecto de la comunidad, todo es circular. Tomamos la decisión en asamblea de trabajar en cuatro ejes: la vitivinicultura, las artesanías en su diversa formas, el turismo y recuperar la seguridad de la soberanía alimentaria”.
La bodega, que comenzó como un sueño lejano allá en 2010, recibió un subsidio inicial de la subsecretaría de Desarrollo Territorial del ministerio de Agricultura Ganadería y Pesca de Nación (hoy Ministerio de Agroindustria, que completó con un aporte para finalizarla este año). Además de aportar el dinero, donó unas 47.000 plantas de Malbec, palos y alambres para las espalderas. “Elegimos este lugar estratégicamente, como para tener un espacio donde recibir al turismo y que se quede por acá unos días”, agrega el cacique. La bodega permanece abierta a visitas todos los días de 8 a 15, se puede recorrer y comprar vinos.
Mario “Diablero” Arias es técnico social con formación en antropología y es uno de los pilares del proyecto desde su trabajo en secretaria de Agricultura familiar. Es de Buenos Aires pero vive en el norte hace mucho tiempo, y en Amaicha hace cinco años. “El proyecto de bodegas nació como necesidad de comercio justo donde los productores entreguen la uva y no tengan que venderla a precio de miseria a las bodegas. Nuestro trabajo es formar a los viñateros chicos para que aprendan todas las técnicas de sostener la planta, llevarla adelante y sacar uvas de alta calidad”. El año pasado, en la primera cosecha, sacaron 40.000 kilos de uva con el que elaboraron el Malbec 2015. “Es de muy buena calidad por las condiciones del terruño: suelo, sol, altura. También hacemos la experiencia con la uva criolla, un tinto suave, que no es rosado sino un poco más oscuro, con un sabor diferenciado. Los sommeliers están muy interesados porque es diferente”.
Diferente. Como Amaicha. Como Talapazo. Como un viaje al corazón de los Valles Calchaquíes.
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