Dom 18.07.2004
turismo

BRASIL - EN EL ESTADO DE MARANHAO

El océano de arena

Desde Sao Luis, capital histórica declarada Patrimonio de la Humanidad, un viaje a los Lençois, un desierto sobrecogedor salpicado de lagunas de aguas frescas y transparentes. Una región de Brasil que por años se mantuvo escondida como un preciado tesoro, tan distinta a las zonas turísticas más conocidas por los argentinos, pero, a la vez, tan brasileña como siempre.

Texto: Daniela Chueke
Fotos: Pablo Grossman
Gentileza Embajada de Brasil

Maranhao es una zona de transición entre el nordeste y la amazonia, dos de los mayores atractivos de Brasil, uno por sus extensas playas y el otro por la pasión que despierta la selva tropical. Si bien en los mapas, el estado de Maranhao forma parte de la región Nordeste, su clima, su paisaje, su historia y la capital, la isla de Sao Luis, parecen tener un carácter más amazónico que nordestino. En primer lugar por el clima, de tipo ecuatorial, húmedo, caluroso y muy lluvioso, con una temporada de precipitaciones que se extiende desde enero a abril. En segundo, por la apabullante riqueza de su vegetación y de sus aves, especialmente en la región del delta del río Paranaíba conocido como de las Américas, que al desembocar en el Atlántico forma uno de los mayores deltas del continente. La región cuenta con un poderoso imán para atraer a viajeros ansiosos por descubrir rincones inexplorados de este planeta: el parque nacional de los Lençois Maranhenses, una inmensa extensión de dunas de arenas blancas, sedosas, regada de lagunas verdes o azules, que constituye un verdadero misterio de la naturaleza y que consigue transportar a quien lo recorre a esas áreas del pensamiento en las que no queda más remedio que admitir que no existen explicaciones acabadas para el milagro de la vida o que, todavía, hay mucho de nuevo bajo el sol.
Pero antes de llegar hasta allí, hay que conocer la capital, Sao Luis.

Portuguesa y... ¿jamaiquina?
Declarada por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad, la ciudad de Sao Luis conforma un verdadero museo a cielo abierto, aunque no en todas partes todo lo bien conservado que merecería. Con 1.350.000 habitantes, la ciudad comienza a despertar al turismo sin estar del todo preparada, salvo por el Centro Histórico, donde un valioso acervo arquitectónico reúne cerca de 5500 construcciones de los siglos XVII a XIX, que fueron o están siendo restauradas.
Las calles estrechas y empedradas de la época imperial mantienen intacto buena parte de su diseño original, aunque parte de los secretos de la ciudad todavía permanecen ocultos. Recientemente se encontró una red de galerías subterráneas de piedra que eran usadas tanto por nobles como por esclavos.
La influencia de las colonizaciones francesa y portuguesa se percibe a cada paso en la fisonomía arquitectónica y en el estilo de vida de este pueblo. En las callecitas empinadas pueden verse las fachadas originales de los caserones revestidas de coloridos azulejos, así como los enormes ventanales en los que exhibían a los esclavos para ser vendidos. Un dato curioso es que la costumbre de azulejar los frentes se implementó, más por una cuestión práctica que decorativa, a partir de 1830, para proteger las paredes de la acción desgastante de las lluvias y, al mismo tiempo, conservar siempre fresco el interior de las casas. Estas obras de arte comparten el espacio con pintorescos locales donde se venden artesanías, en su mayoría hechas de fibra de burití, cerámica y madera. También, con un puñado de barcitos y restaurantes en los que por la noche resulta muy agradable tomarse una refrescante cerveza, una caipirinha o un trago del aguardiente local, la tiquira (no recomendable para gargantas poco templadas al alcohol), mientras se escucha excelente música. Durante los fines de semana suelen presentarse grupos en vivo, que interpretan los conocidos temas de la MPB (música popular brasilera), pero lo que abunda en todas partes es el reggae. Y según dicen los entendidos, del mejor, compuesto e interpretado por grupos brasileños que recuperan el alma más pura del ritmo rastafari. Por esta razón hay quienes se refieren a Sao Luis como la Jamaica brasileña.
La gastronomía local es sabrosa y variada, protagonizada por la carne de sol (disecada y luego cocida), el pescado, los camarones y la torta de cangrejo, acompañados por un plato típico, el arroz de cuxá (hecho con camarones molidos y hierbas que lo tiñen de verde), con postres deliciosos en base a frutas tropicales como el bacurí, el copuaçu y el helado de tapioca (con harina de mandioca). Del guaraná, infaltable, en Maranhao sefabrica una versión local muy famosa llamada Jesús, de color rosado y de sabor muy parecido a la granadina.

De ayer y de hoy
Toda la esencia de la cultura maranhense se concentra en la Casa de Maranhao, un espacio situado en la calle del Trapiche, en el centro histórico. Allí, los jóvenes guías que reciben a los visitantes cuentan la historia de una ópera popular, el Bumba Meu Boi, la mayor expresión folclórica de la región. Existen más de 300 diferentes grupos que la representan durante las Festas Juninas, con sus bailes, ritmos y trajes tradicionales, en grandes playones. El espectáculo representa una leyenda que subsiste desde la época de la esclavitud. Es la historia de un esclavo, Chico, que inducido por su esposa embarazada –con antojo de comer la lengua del buey preferido por el hacendado– se arriesga a matarlo para evitar una posible deformación del futuro bebé. Cuando el amo se entera, ordena colgar a Chico y matarlo a latigazos, pero su mujer confiesa su culpa y pide misericordia. Entonces el amo decide que perdonará al esclavo sólo si traen al buey frente a él y logran que éste resucite y baile. El improbable hecho, según cuenta la leyenda, finalmente acontece y el esclavo es perdonado, convirtiéndose el prodigio en una alegre fiesta popular que sigue emulándose año tras año.
Otro ícono de la ciudad es el Palacio de los Leones, el primer fuerte construido por los franceses, que actualmente es la residencia del gobernador. Cerca de allí, está el antiguo Convento de las Merdedes, que se transformó en un cuartel militar y que actualmente es el memorial de José Sarney, ex presidente del país.
Maranhao, antiguamente un rico estado productor de algodón, es hoy uno de los más pobres del país. Las expectativas para reactivar la economía de la región están puestas, en gran medida, en el crecimiento de la actividad turística, para lo cual se sigue impulsando el Plan Mayor de Turismo, vigente hasta el 2010. En Sao Luis, el plan llevó a remodelar varias áreas de la ciudad como el mencionado centro histórico y los alrededores de la laguna de Jansen, en la que se construyó un punto de información turística, así como un paseo costero en el que hay pistas de ciclismo, aerobismo y un playón para realizar eventos al aire libre.

Un vuelo a los Lençois
Para llegar hasta los Lençois es preciso hospedarse en Barreirinhas, un poblado de pescadores que tiene una incipiente infraestructura turística, compuesta por varias posadas y algunos locales de artesanías. Desde Sao Luis hay dos formas de viajar hasta allí: en avioneta o por una ruta intercostera (MA 402) inaugurada hace menos de dos años. El trayecto en avioneta, por supuesto, es más emocionante (aunque más caro y no apto para los asustadizos, ya que dura casi una hora). Desde el aire se puede apreciar la inmensidad de los Lençois, desde que nacen en la costa hasta bien adentro del continente.

Me pregunté por qué los llaman así (lenço quiere decir sábana y aseguran que la imagen de este desierto es el de las sábanas tendidas al sol) ya que a mí me hizo imaginar un paisaje como podría ser el de la luna.
Antes de visitarlo asistí –junto con mis compañeros de viaje– a una charla con Juliana, una bióloga oriunda de Sao Paulo, representante del Ibama, el instituto brasileño de protección ambiental. Ella nos contó que el Parque Nacional de Lençois Maranhenses fue creado en 1981 con la meta de proteger y estudiar ese ecosistema, razón por la cual se permiten las visitas únicamente en forma controlada, tanto en relación con la frecuencia como con la cantidad de turistas, a fin de no dañar el medioambiente.
El parque es inmenso, posee un área total de 155 mil hectáreas, el mismo tamaño de la ciudad de San Pablo. Pero allí en lugar de los altos rascacielos y de los millones de seres humanos en permanente vaivén, el paisaje está compuesto por dunas y más dunas móviles, algunas de más de 20 metros de altura, pero todas de arenas tan blancas que parecen talco,peinadas por el fuerte viento que sopla permanentemente ocasionado por el movimiento de las mareas. Juliana nos explicó también que aunque se lo suele llamar el Sahara brasileño, los Lençois Maranhenses técnicamente no lo son, ya que registran un índice pluviométrico anual de 1600 mm. Toda esa caída de agua ocurre en la estación lluviosa, de enero a junio, y como las napas freáticas (las que absorben el agua) no son muy profundas, se forman más de 30 mil lagunas. Tampoco se permite el acceso al parque de buggies o vehículos 4x4 ya que el peso alteraría el movimiento natural de las arenas.
El período de sequía, en que decenas de lagunas se secan, o casi se secan, comienza en julio y finaliza en diciembre. El milagro de este ciclo es que cuando las lagunas vuelven a llenarse, la vida también retorna. Peces, crustáceos y tortugas reaparecen como si jamás hubiesen salido de ahí. En la Laguna Azul, una de las más profundas, es en donde vimos la mayor cantidad de cardúmenes de pequeños pececitos, para nada tímidos: en lugar de alejarse se nos acercaban y nos mordisqueaban la piel. En cambio, en la Bonita, mucho más amplia y de aguas verdes, nuestra presencia los ahuyentaba.
Además de la extensión “desértica”, en Lençois también hay pantanos, ríos (sobre los cuales navegan las voadeiras, coloridas barcas típicas del lugar), playas y pequeños grupos de familias nativas, la mayoría de la cuales se asienta en una zona llamada Atins. Los habitantes de este lugar se dedican a la pesca y a la cría de unas pocas cabezas de ganado para su propia subsistencia. También a la recolección de cocos para vender su refrescante agua a los paseantes y, las mujeres, al tejido de bolsos, sombreros y distintas artesanías hechas con fibra de burití.
Para quienes les interese conocer un poco más de la forma de vida de los maranhenses, una actividad interesante puede ser la visita a una familia de Caburé, quienes muestran cómo fabrican en forma artesanal la harina de mandioca, uno de los alimentos básicos de la región. La mejor parte es cuando ellos invitan a los visitantes a tomar un cafezinho o un suco acompañado por un rico pastel de pubá (hecho con la harina) o una de esas bananas rosadas que cosechan en su propio jardín. En Caburé hay posadas, hosterías y restaurantes a los que los maranhenses van a pasar el día para disfrutar del almuerzo, la piscina, excursiones a los Pequeños Lençois (otra región del parque en donde las dunas son más amarillas) y hasta bañarse en el mar. Allí queda la Pousada de Paturí, un paulista ex marino mercante que, cansado de la vida agitada que llevaba, un día se “aposentó” (se jubiló), se mudó a Caburé y se casó por enésima vez con una muchacha casi 30 años menor, junto a la que ahora se dedica a disfrutar de la vida. Uno de los momentos inolvidables del viaje fue la noche que cenamos en su posada, a orillas del río, donde comimos en abundancia platos exquisitos, intentamos bailar el típico forró (el ritmo de todo el nordeste) y escuchamos chistes hasta la madrugada. Hubo muchos otros momentos para recordar, claro está. Sólo que a la distancia, viendo las fotos, cuesta entender que uno realmente estuvo allí, en un lugar tan mágico, en un lugar sin límites.

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