Domingo, 29 de agosto de 2004 | Hoy
CUBA - EL PUEBLO DE TRINIDAD
Por un singular caso de aislamiento geográfico, la ciudad de Trinidad quedó congelada en el tiempo a finales del siglo XIX, cuando Cuba se independizó de España. Enclavado entre el mar y la montaña, el pueblo posee el casco y el ambiente colonial quizá más puro y auténtico de todo el continente americano, con destellos del antiguo esplendor que produjo la explotación del azúcar en la época de la esclavitud.
Por Julián Varsavsky
Oro dulce
Trinidad fue
la tercera villa de Cuba, fundada en 1515 por el hidalgo Diego Velázquez.
Y desde aquí, en 1518, Hernán Cortés
inició su travesía hacia la conquista del imperio azteca. Pese
a su temprana importancia, la ciudad alcanzó su mayor esplendor entre
los siglos XVIII y XIX, época de oro de los ingenios azucareros basados
en la mano de obra esclava. Pero como toda época de oro, la de Trinidad
también sufrió una rápida decadencia, debido a que en
el siglo XIX Europa descubre la producción de azúcar en base
a la remolacha, un hecho al que se sumaron las guerras de la independencia
y la abolición de la esclavitud. Al no haber una razón económica
que lo justificara, la sucesión de gobiernos desde 1901 hasta 1959
dejó a
Trinidad literalmente aislada dentro de una isla, ya que tampoco existían
buenas vías de comunicación terrestre, y poco a poco el pueblo
fue sumiéndose en el olvido y el abandono. Sin embargo, sus suntuosos
edificios siguieron en pie y su población continuó habitándolos.
De hecho, casi todos los habitantes del pueblo son descendientes directos
de los esclavos de las plantaciones y de los grandes terratenientes azucareros.
Incluso algunos de estos últimos siguen viviendo en las antiguas mansiones
descascaradas que heredaron de sus antepasados.
¿Y por qué Trinidad mantuvo hasta hoy su impronta colonial? Por
un lado, por su aislamiento geográfico. Pero además, por el hecho
de que la modernidad nunca llegó a Trinidad, en gran medida por los avatares
de la política cubana. En el pueblo no hay carteles publicitarios, ni
autos modernos –salvo los autobuses turísticos en la mañana– ni
llamativos negocios o edificios modernos, ni siquiera acechando en las afueras.
Caminando por sus calles se percibe un ambiente colonial casi en estado puro.
Los autos son tan escasos que entre los adoquines de las calles crece el pasto.
Al caminar por las irregulares callejuelas empedradas que suben hacia la montaña
se oye el taconeo de los caballos tirando de algún sulky, una imagen que
combina a la perfección con las casas de los siglos XVII, XVIII y XIX
de Trinidad.
Palacios y reliquias
Como
toda villa española, Trinidad fue proyectada
alrededor de su espacio público central –la Plaza Mayor–,
donde se fueron emplazando un total de cuarenta y cinco palacios y casonas
pertenecientes a las familias azucareras que competían entre sí para
ver quién ostentaba el palacete más lujoso. La disputa principal
se restringía en verdad a tres familias: los Borrel, los Iznaga y
lo Bécquer. Tan lejos llegaron las intrigas entre estas familias que
un buen día don Mariano Borrel le vendó los ojos a don Pedro
Iznaga –que
además de su rival era su primo– y lo llevó a un lugar
donde tenía oculto un barreño lleno hasta el borde con onzas
de oro, para dejarle así bien claro quién ostentaba la supremacía
económica de Trinidad. A juzgar por el tamaño de su mansión
-el palacio Borrel–, don Borrel fue el vencedor indiscutible de esta
disputa familiar.
El Palacio Borrel es hoy el testimonio más elocuente de la edad de oro
trinitaria. Ubicado frente a la Plaza Mayor, fue construido entre 1740 y 1808.
En su interior alberga ahora al Museo Romántico, una muestra muy completa
de la cotidianidad hogareña de lo más granado de la llamadazacarocracia,
que naturalmente miraba hacia Europa y Estados Unidos. El lujoso mobiliario
incluye un secreter austríaco del siglo XVIII esmaltado con escenas
mitológicas, un salón con pisos de mármol de Carrara,
techo de madera de cedro, jarrones de Sevres, arañas de cristal de Bohemia,
mobiliario europeo de maderas nobles y escupideras inglesas que dan testimonio
de un ritual que se generalizó en el siglo XIX: fumar habanos.
Otro palacio notable es el que se construyeron los Iznaga, quienes llegaron
a Cuba desde el País Vasco para hacerse la América, y se la hicieron
a lo grande. Dueños de vastas plantaciones y numerosos esclavos, los
Iznaga fueron una de las familias más poderosas de Trinidad, un dato
que atestigua el Palacio Iznaga, que hoy está tal como lo dejaron sus
dueños cuando lo abandonaron. Ubicado a cien metros de la iglesia, tiene
una torre que le da un aura de fortaleza y un gran patio central. En verdad,
si bien hasta hace muy poco parecía abandonado, el palacio estaba habitado
en soledad por la última descendiente de la familia, una nonagenaria
llamada Leopoldina Iznaga, a quien el edificio se le estaba cayendo a pedazos
en la cabeza. Y como es lógico se negaba a abandonarlo. Pero la señora
Iznaga cedió finalmente a la realidad y aceptó cambiar de casa.
Ahora la mansión está siendo restaurada para instalar allí una
posada histórica.
Paseos a la hora de la
siesta
El mejor momento para asomarse por las grandes ventanas abiertas y
descubrir los tesoros que hay en el interior de muchas casas es cuando todos
duermen la siesta y la ciudad parece un pueblo fantasma. Tras los enrejados
de madera torneada, el indiscreto viajero puede vislumbrar frescos neoclásicos
en las paredes, muebles antiguos, antiguos juegos de porcelana inglesa y
hasta un extravagante cocodrilo embalsamado. Como resultado de las singulares
vueltas históricas, muchos descendientes de las familias
azucareras de antaño viven rodeados de reliquias que heredaron de
sus antepasados. En los hechos son los descendientes de una aristocracia
caribeña
caída en desgracia –mucho antes de la Revolución a decir
verdad–, la cual ha perdido sus tierras pero se les han respetado siempre
y a rajatabla las pertenencias personales, incluyendo algunos de sus derruidos
palacios.
Durante el paseo por las calles de Trinidad, este cronista trataba de vislumbrar
los interiores de las casas cuando apareció Doña Caridad, una
mulata de 79 años con un pañuelo rojo en la cabeza que descansaba
en una mecedora bajo el pórtico de su casa varias veces centenaria. “Chico, ¿qué tú buscas?”,
dijo doña Caridad y de inmediato me invitó a pasar. En el marco
de un frondoso patio interno rodeado por una galería rectangular convidó un
rocío de gallo (café con unas lágrimas de ron). “Mira,
a decir verdad, este pueblo ha cambiado poco desde que tengo uso de razón,
y dudo que fuera muy distinto cuando vivía mi padre, que era esclavo.” Efusiva
y parlera como buena cubana, Caridad confesó también su amor
por Gardel y las películas de Libertad Lamarque.
Sangre y azúcar
La
explotación azucarera en Cuba comenzó en
la segunda mitad del siglo XVIII, convirtiéndose en el cuerno de la
abundancia para un selecto grupo de inmigrantes españoles cuyo secreto
del éxito era la utilización de la mano de obra esclava. Esto
ocurrió mientras la industria azucarera se desmoronaba en Haití por
las rebeliones negras contra la esclavitud, que en Cuba continuó siendo
absolutamente legal.
En Trinidad, el Valle de los Ingenios se extiende a lo largo de 30 kilómetros
en las afueras de la ciudad. La recorrida se realiza en un interesante tren
turístico a vapor y el paseo es muy ilustrativo sobre cómo fue
el esplendor azucarero de los siglos XVIII y XIX. El paseo recorre unas quince
haciendas que confirman la increíble riqueza amasada por las familias
terratenientes, expresada en soberbios palacetes tropicales en medio de la
nada. Al recorrer el valle, el tren se detiene en varios puntos para que los
pasajeros puedan conocer un batey; una pequeña aldea que agrupaba las
construcciones azucareras, con una suntuosa vivienda para el dueño;
una destilería y un barracón cuadrangular que encerraba hasta
400 esclavos en pequeñas subdivisiones. Gracias al modo de producción
esclavista, Cuba se convirtió en 1827 en el primer productor mundial
de azúcar.
Con la obtención europea del azúcar de remolacha, las 73 haciendas
que existían en este valle fueron desapareciendo y hoy sólo quedan
restos de casonas, el campanario de 45 metros de la Torre de Iznaga y el reconstruido
casco de Manacas-Iznaga. Así, todo el brillo de los caprichos arquitectónicos
de la zacarocracia trinitaria se apagó casi de repente, y el tiempo
se detuvo de manera implacable en los días de la colonia.
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