Dom 12.09.2004
turismo

CAPILLA DEL SEÑOR UN VIAJE EN GLOBO

Pequeña vuelta al mundo

A 80 kilómetros de Buenos Aires, una posada ofrece a sus visitantes la aventura de subirse a una cesta de mimbre y volar por los aires colgados de un globo aerostático. No es el largo viaje que imaginó Julio Verne, pero bien vale la pena vivir la experiencia de avanzar suavemente por el cielo, aunque sólo sea durante una hora.

En el antiguo poblado de Capilla del Señor, la posada La Encantada ofrece sus jardines para volar en globo aerostático. Los preparativos para este tipo de vuelo tienen algo de ritual, en el que los “pasajeros” participan como espectadores, mientras esperan que todo esté listo para finalmente poder treparse a la barquilla de mimbre e iniciar la aventura de ese viaje por el aire. Lo esencial de los preparativos es, obviamente, inflar el globo. Para ello, un integrante del equipo de apoyo coloca una rodilla sobre el césped y acciona pacientemente una palanca que permite salir el gas concentrado en un tanque especial. Los fogonazos provocan rugidos que parecen brotar de las fauces de un dragón, y un gran ventilador empuja el aire caliente hacia el interior del globo, que yace tendido sobre el césped, a medio inflar.
Luego de una hora de trabajo, el gigante de color está a punto para volar atado al paragolpes de una camioneta, tironeando con impaciencia a centímetros del suelo. Entonces sí, ha llegado el momento de subir a la barquilla. Y, en ese instante, ¿quién no evocaría, desde algún recoveco de la memoria, al genial Julio Verne y a su personaje, el mítico Phileas Fogg, dispuesto a dar La vuelta al mundo en 80 días? Pero como al soltar amarras el globo sube de golpe 50 metros, la sorpresa desplaza a la imaginación literaria y el pasajero empieza a sentir la emoción de su propia experiencia. Abajo, los árboles y los espectadores han quedan reducidos a su mínima expresión.
El globo se estabiliza a los 200 metros de altura y avanza suavemente. Cada 30 segundos el piloto lanza fogonazos hacia el interior del globo para no perder altura. Los movimientos son tan sutiles que es difícil percibir cuándo está subiendo o bajando. Como un juguete del viento, el globo viaja siempre en línea recta, y nunca cambia de curso a menos que las brisas lo decidan. Ni siquiera es posible planificar un lugar exacto para el descenso. A lo largo del viaje se recorren unos 20 kilómetros, y si el pasajero lo desea se puede subir hasta los 600 metros de altura.
El paisaje parece un mosaico de retazos cuadrados con diversos tonos de verde, según los cultivos. Caminos de tierra, acequias, riachos y molinos conforman el panorama. La gente de campo sale de sus aisladas casas para saludar con sincera alegría, mientras el globo vuela 20 metros por encima de las arboledas que aparecen solitarias en la inmensidad de la pampa.
Lo más curioso es observar la actitud de los animales. Al divisar a ese monstruo volador que se acerca lanzando rugidos, las despavoridas liebres se escapan a los saltos hasta desaparecer en la lejanía. Los perros, muy desconcertados, corren la sombra redonda con forma de pera invertida que proyecta el globo, y ladran hasta el cansancio.
Luego de una hora de travesía hay que buscar algún sembradío en desuso para el descenso, que suele resultar un poco aparatoso. El globo va bajando con suma prudencia, hasta que la barquilla se arrastra unos metros sobre el suelo y finalmente se voltea. Aunque no se haya dado la vuelta al mundo, cada pasajero pisa nuevamente tierra firme con la emoción de haber agregado a su pequeño mundo cotidiano la experiencia de un breve y fantástico viaje.

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