SAN LUIS: ARTE EN LA VILLA DE MERLO
Tallas y telares
Un recorrido por los talleres artesanales de la Villa de Merlo, en los que se talla la madera y se urden los hilos para crear obras que ensamblan tradiciones ancestrales con historias recientes. El arte se suma así al apacible microclima y al paisaje del imponente cordón de las Sierras de los Comechingones.
Fotos: Pablo Aharonián
Por María Amalia García
Al nordeste de la provincia de San Luis, a una altura de 800 metros por sobre el nivel del mar y protegida por dos cadenas montañosas, se encuentra la ciudad de Merlo, muy conocida en estos tiempos por su especial microclima, asociado al aire puro de las Sierras de los Comechingones. Originalmente, la región estaba habitada por los indios comechingones y a comienzos del siglo XVIII llegaron los primeros pobladores blancos. En 1750, los jesuitas edificaron la sobria y prístina Capilla de Nuestra Señora del Rosario, que aún puede visitarse y fue declarada Monumento Histórico Nacional. Antes de concluir ese siglo, el marqués de Sobremonte –quien aún no era virrey sino gobernador intendente de Córdoba– ordenó fundar formalmente la Villa de Merlo. Pero fue recién en la década del ‘30 del siglo pasado cuando Merlo empezó a recibir a los primeros visitantes que llegaban atraídos por su clima y su paisaje, aunque su consagración como destino turístico se produjo en los años ‘80. El apacible microclima, el imponente cordón de las Sierras de los Comechingones y una arraigada tradición cultural también motivó que diversos artistas se radicaran en Merlo, contribuyendo así a generar en la villa una sensibilidad especial por el arte. Turismo/12 recorrió el Circuito de los Artesanos de Comechingones y habló con artistas que modelan la madera y urden los hilos para crear obras que rescatan culturas ancestrales e historias recientes.
La trama de una vida
Pasa la lana al tiempo que endereza el tejido. Acomoda el borde y vuelve a pasar la trama. Lana por atrás y por adelante, las entrecruza y el tacto predomina lo visual en un juego que va y viene todo el tiempo. El tejido ancestral caracteriza a Héctor Barreiro, un telero autodidacta que gusta definirse como “laburante”. Su trabajo se valoriza a partir de sobrias piezas de reconocimiento internacional, que respetan fielmente los tamaños y la propuesta de antiguos diseños en telares verticales como los utilizados en la América precolombina.
Tiene 52 años y una niña. Conoció Merlo desde muy pequeño y en 1985 llegó con su esposa y se enamoraron del lugar. Compraron una fracción de tierra donde hoy construyen su casa y piensan instalar el taller que soñaron. Desde muy pequeño construía sus juguetes, y en la quinta de sus abuelos jugaba con herramientas de todo tipo que gustaba coleccionar. En los galpones de campo se entretenía con torniquetes de tensar alambrados que luego llevaba a su casa. Aún hoy junta objetos relacionados con el oficio antiguo de los telares. Y muestra sonriendo un juguete artesanal donde un hombre hila lana en una rueca, un gato se divierte con un ovillo y un perro mastica lana.
Egresado del Conservatorio Nacional, toca flautas antiguas y cromornos del Renacimiento al pie de las sierras ante un nutrido grupo de alumnos. De vuelta en su casa retoma el contacto con el telar, en este caso de tres metros de altura, que arma en la galería con la ayuda de su mujer o algún vecino, en el lugar exacto para recrear un poncho que perteneció a Lucio V. Mansilla.
La elección de los espacios para el tejido varía de acuerdo con el tamaño del trabajo y con la necesidad del artista. Cuando las piezas son chicas como las fajas, prefiere sacar bastidores y ruecas a la vereda para disfrutar de la luz natural y compartir el trabajo con la gente.
La fidelidad a los antiguos colores en la restauración de textiles es otra de las obsesiones de Calamaco. El próximo trabajo será una pieza muy particular de manufactura precolombina tejida de abajo hacia arriba, que se transformará en un textil de cuatro bordes sin costuras ni dobladillo.
Se enterará cómo quedó el diseño cuando termine de tejer la pieza y para él ahí está “parte del sentido de la urdimbre, que es lo desconocido, lo que está en las tinieblas. En tanto lo material es lo concreto”.
Historias de algarrobo
Apasionado por la escultura, Juan Carlos Ortega es una persona cálida a quien gusta contar historias de su pueblo. Su día comienza de madrugada y cuando talla el tiempo es absorbente. “Veo el taco de algarrobo e inmediatamente la obra cobra forma en mi mente.” Su amplio taller atesora más de cincuenta piezas que descansan esparcidas entre herramientas, caballetes y chicos que lo visitan para tomar clases. Para el hombre, el vínculo con la madera es lo más importante. Allí cada uno tiene su propuesta. A veces habrá que contemplar modificaciones interiores y reconsiderar formas y movimientos sobre la marcha. El relato dará cuenta del permanente compromiso del artista. “Nunca he tirado una pieza de algarrobo excepto en mis inicios, cuando comencé a tallar”, dice.
En su interés por la materia que luego modelará, ha llegado a comprar ranchos semiderrumbados para rescatar dinteles. Está seguro de que a mayor cantidad de años, mejor estará la madera, que poco a poco irá tomando la forma. De su vasta obra, América mía es una de las de mayor simbolismo, que testimonia la resistencia a la privatización de YPF y las perforaciones de las empresas petroleras en el sur.
A Juan Carlos Ortega lo inspiran el cielo y la tierra. Cuenta con el privilegio de tener el Valle del Conlara y la Sierra Chica de San Luis a sus pies. Disfruta de un lugar donde el sol se pone con nubes rojas que sugieren infinitos dibujos. Y la inspiración es irrepetible porque todos los días del año habrá algo distinto para ver. Y siempre será así.
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