Domingo, 17 de abril de 2005 | Hoy
MENDOZA > EXCURSIONES DESDE SAN RAFAEL
San Rafael es el punto de partida para el turismo de aventuras por el espectacular Cañón del Atuel. Ubicada en el sur de la provincia, la ciudad también invita a paseos y excursiones por los paisajes cordilleranos. Además de trekking, rappel y rafting, una visita a la serenidad del Valle de los Reyunos y su espejo de agua encerrado entre montañas.
Por Julián Varsavsky
Al viajar hacia San Rafael por la Ruta Nacional 144, se abre a cada costado un llano paisaje estepario –de pastos ralos y arbustos achaparrados–, con un fondo de altas cumbres nevadas y un cielo diáfano. El reseco viento mendocino mece las hileras de álamos amarillentos que protegen los viñedos de las ráfagas invernales y aparecen ya las primeras casas campestres de las afueras de la ciudad recubiertas con adobe. Cuando se llega a San Rafael, después de cruzar el puente sobre el río Diamante, desconcierta la aparición de unos viñedos que no encajan con los cánones de una ciudad de cemento de este siglo. Aunque con 160 mil habitantes es la segunda en importancia de la provincia, San Rafael no ha perdido su perfume pueblerino, sus calles arboladas con álamos y sauces, ni sus acequias con agua de deshielo junto a la vereda.
A media hora de auto desde San Rafael por la ruta 173 comienza el circuito que recorre el famoso Cañón del Atuel (requiere un día completo). Al principio el terreno es muy llano y la vegetación, mediana. Más adelante se cruza un bosque de sauces, mientras al costado de la ruta baja el río Atuel. La travesía sigue por un camino sinuoso entre paredes de roca hacia unas montañas rojizas por el hierro oxidado, donde nace el cañón. Al atravesarse un túnel sin revocar que traspasa la montaña, aparece con el brillo de un flash de color verde el embalse Valle Grande, un espejo de agua esmeralda donde se practica buceo, remo y esquí acuático, rodeado de hoteles, cabañas y campings que ofrecen servicios de turismo de aventura.
El itinerario hacia el dique El Nihuil continúa por un camino de tierra, cruzado de tanto en tanto por algunos arroyos que brotan de manantiales entre las rocas. La roja aridez del terreno se acentúa y contrasta con la blancura del cerro Nevado que alumbra el valle desde la lejanía. Pero también hay montañas con el tinte amarillo del azufre, el blanco de origen volcánico, el rosado de la arcilla y el verde del cobre oxidado; todo en diversas vetas y segmentos entremezclados. Sobre las laderas se ven algunos cactus gruesos como una pierna, pero que miden escasos veinte centímetros de altura. Desde lo alto del gran cañón, el río se ve como un fino hilo de agua entre las rocas que, sin embargo, ha ido erosionando la montaña a lo largo de millones de años.
Al llegar al Museo de Cera –entre descomunales rocas derrumbadas– aparecen esculturas naturales de piedra rosadas, verdes y grises, talladas por la mano escrupulosa del tiempo y la fuerza del viento. Hay quienes divisan el sillón de Rivadavia, una procesión de nazarenos andaluces bajando por la montaña con sus cónicos capirotes, elefantes y jardines colgantes. En el camino aparecen gigantescas paredes de roca al desnudo totalmente lisas, que compiten en perfección con los muros de los diversos embalses de la zona.
El camino de cornisa se va estrechando cada vez más mientras asciende hacia el techo de la meseta por una pared del cañón. Tras una sinuosa cuesta aparece la serena inmensidad del lago formado por el dique El Nihuil (9600 hectáreas de extensión). Allí, los fines de semana las aguas se adornan con el colorido de centenares de velas de windsurf que se deslizan silenciosamente sobre la superficie.
San Rafael se ha convertido en los últimos años en una suerte de Meca para los amantes del turismo de aventura. El centro de operaciones está en la zona de Valle Grande, a pocos kilómetros de la ciudad y a las puertas del famoso cañón que recorre el río Atuel. Una de las actividades más populares es un trekking (con guía) que combina varias especialidades en una sola excursión. Esta modalidad aventurera que consiste en recorrer cañones se la conoce en Europa como “barranquismo” o “cañoning”, y está captando numerosos adeptos en nuestro país. La excursión se inicia a bordo de una camioneta que lleva a los viajeros hasta el lago Cochicó (susurro de ave en lengua indígena), rodeado por altas montañas que nacen al borde del agua. Allí se sube a un catamarán que se interna por un cañón con escarpadas paredes de piedra que se va angostando a medida que se avanza. El cañón se ha estrechado hasta medir 3,5 metros de ancho y el catamarán debe maniobrar lentamente, mientras roza los dos muros de granito de 70 metros de alto que se levantan a los costados. Luego comienza el trekking alrededor de una pequeña hoyada con agua –rodeada de arena– caminando por una empinada senda que se desmorona a cada paso. Al llegar a una pendiente rocosa, el guía la escala y engancha una soga para facilitar el ascenso del grupo.
La excursión continúa por un estrecho cañón –entre paredes de granito y basalto– caminando con los pies dentro del agua color té de un arroyo. Al llegar a una garganta con una cascada de 7 metros de altura, hay que descender por una pared vertical colgados de una soga haciendo rappel, con el arnés bien ajustado.
La gran atracción de San Rafael para los aventureros son los vertiginosos deportes acuáticos en el río Atuel. El río está catalogado como nivel II de dificultad, apto para cualquier persona mayor de cuatro años que sepa nadar. La modalidad más común es el rafting, pero los más audaces se inclinarán por el doky, un gomón inflable para sólo dos remadores (un experto conduce desde el puesto trasero), que puede llegar a darse vuelta con cierta facilidad. Esto no debe preocupar a nadie, ya que se navega por aguas poco profundas y se usa casco y chaleco salvavidas, mientras una camioneta de seguridad –con sogas para lanzar al agua ante cualquier inconveniente– sigue al gomón desde la ruta que corre junto al río. Por último, está la opción del “cool-river”, un simple gomón redondo en el que una sola persona se acuesta boca abajo –con casco y patas de rana– y se lanza al agua de cara a los rápidos, que estallan a centímetros de la nariz (a pesar de lo que parezca, esta modalidad carece de mayores riesgos y se navega con un instructor cerca).
Un segundo circuito de 176 kilómetros comienza con la visita a la Villa 25 de Mayo. A 15 minutos de San Rafael por la ruta provincial 150, se llega a la Villa 25 de Mayo, un caserío de adobe del siglo XIX con calles de tierra jalonadas por altísimos y centenarios carolinos deshojados que se van cayendo a la par de algunas casas. La Villa 25 de Mayo surgió a principios del 1800 en torno del Fuerte de San Rafael, que se construyó frente a una loma por donde solían aparecer los malones. Unos muros de piedra –lo único que se ha conservado del fuerte– permiten deducir la estructura original.
El ambiente diáfano de la ribera del río Diamante, sumado a la majestuosa decadencia de las casonas con una carreta adornando el frente y hornos de adobe en el jardín, sugieren un aura melancólica de tiempo ido. La tentación de entrar a una de esas casas con viejos ladrillos, una chimenea y una huerta al fondo obliga a la indiscreción. Pero siempre aparece alguno de sus moradores invitando a los turistas a conocerlas por dentro. En las habitaciones, patios y galerías cantan los pájaros y el tiempo cobra cuerpo real en las paredes y los cielorrasos carcomidos.
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