Domingo, 17 de abril de 2005 | Hoy
DIARIO DE VIAJE > EN LA CAPITAL DE AUSTRIA
Crónica de una periodista inglesa sobre su viaje a Viena. La suntuosa arquitectura, el arte y la música de la magnífica capital de Austria en un recorrido donde la admiración por los sitios visitados sólo es superada por el placer de sentarse en los cafés y descubrir la exquisita dulzura de una nueva pasión: la repostería vienesa.
Si alguna vez tuviera que elegir un tema especial para manipular magistralmente, creo que me inclinaría por las tortas vienesas. Es un interés bastante reciente, menos de dos semanas para ser precisos, pero es uno que me puedo imaginar siguiendo con pasión durante bastante tiempo. Fue amor al primer bocado: una suculenta torta de trufas en el café Gerstner en el Darntnerstrasse. Estábamos con frío y cansadas. Yo me sentía un poco extraña y aturdida después de una partida antes de la madrugada hacia el subterráneo a Heathrow, y acababa de trepar todos los 343 escalones de la catedral gótica de San Esteban donde se casó Mozart. Desde lo alto, se pueden ver las glorias de Viena a los pies. Todo es muy lindo, pero no lo suficiente para justificar el mortal ascenso y vertiginoso descenso, que se empieza a parecer a Hades cruzado con los círculos infernales de Dante. Cuando me reuní con mi madre en la tienda de souvenirs, estaba temblando y nauseosa. Ella estaba bien, pero claro, había tomado el ascensor.
No estaba, por supuesto, demasiado nauseosa como para no comer torta. Ambas nos asombramos ante la titilante colección de tortas expuestas detrás del vidrio y suspiramos profundamente detrás del mostrador y sopesábamos las opciones. Trufeeltorte (torta de trufas) para mí, anuncié, y una espléndida linzertorte para mi madre. Y luego el café. Por lo menos diez opciones diferentes, la mayoría con crema chantilly. Después de un sorbo, aún antes de hundir mi tenedor en la porción de esa dulce oscuridad, supe que había encontrado mi hogar espiritual. “Gruss Gott” dijo la camarera, un tradicional saludo austríaco que literalmente significa “saluda a Dios”. Yo estaba dispuesta a inclinarme y adorarlo. Fue quizás adecuado que estuviéramos parando en esa cuna de civilización de torta, el Hotel Sacher. Eso es Sacher, como en sachertorte, una estupenda mezcla de chocolate esponjoso cubierto con dulce de damascos y una voluptuosa capa de glacé suave como satín. Aparentemente fue inventado por Franz Sacher en 1832, como respuesta a un pedido real de un budín elegante. Su hijo, Eduard Sacher, abrió el hotel en 1876 como un refugio para la nobleza y, enfrentémoslo, para los ricos. Tratamos de no parecer desconcertadas cuando nos condujeron a nuestra espléndida suite pero gritamos de deleite cuando nos hundimos en los sofás. Descubrimos que había menús con los chocolates sobre las almohadas. Esto es, menús para las almohadas. Había almohadas bajas, sintéticas, de plumas, de lana, rollos para el cuello. Era como el café nuevamente.
Era como el desayuno, también. “Continental” sonaba un poco decepcionante, pensé, hasta que vi los canastos de pequeñas, perfectas patiserías, cinco clases de muesli, seis clases de panes, los enormes bols de frutas, los jugos, el queso, la carne, el salmón y el champagne. Y la Sachertorte, por supuesto. ¿Quién podría querer comer torta de chocolate para el desayuno? Bueno, yo para empezar. “¿Cómo logras mantenerte tan delgada?” –le pregunté a Katharina, nuestra guía, cuya inminente llegada al foyer del hotel fue lo que finalmente me arrancó de la mesa de desayuno–. Pareció un tanto desconcertada. “Bueno, los vieneses no comen tantas tortas”, dijo. “Es mayormente para los turistas.” Y añadió amablemente, “o quizás para las señoras mayores”.
Estaba nevando cuando partimos para el Palacio Hofburgo, esa extraordinaria colección de grandes edificios que domina Viena y que conformaba el hogar de los Habsburgo. Primero fuimos a la Escuela de Equitación de Invierno. Durante un instante loco, pensé que los carteles de “ejercicio matinal” estaban publicitando alguna manera de mantenerse en forma para aquellos vieneses que, a diferencia de Katharina iban a los cafés a comer tortas. Por supuesto no era así. En los meses de invierno, cuando los padrillos Lipizzaner se toman su descanso sabático anual de sus danzas y vestimentas coreografiadas, hacen música y movimiento en cambio. A los acordes de Mozart o de Haendel, se mueven suavemente alrededor del enorme hall con candelabros, guiados por sus jinetes con tricornios. Era surrealista pero encantador.Lo siguiente fue el Silberkammer, las galería de platería y porcelana. Estos ejemplos de un estilo de vida increíblemente espléndido resultó sorprendentemente interesante. Los cubiertos de plata todavía son, aparentemente, sacados de sus gabinetes de vidrio para cenas presidenciales. Se pueden ver lo vasos de vino azules y verdes, coloreados para ocultar lo opaco del rheinwein que contenían, la porcelana de Marie Antoninette y una habitación llena de enormes candelabros dorados y plateados, ubicados estratégicamente para asegurarse que los invitados no quebraran la estricta etiqueta y no llevaran a cabo conversaciones a través de la mesa. Algunas piezas de la colección pertenecieron a Sisi, la muy amada emperatriz Elizabeth que se casó con Francisco José en 1853, fue asesinada en 1897 y es considerada generalmente como la princesa Diana de Austria. En el museo dedicado a ella, se pueden ver las botellas para su rutina de belleza, algunos de sus trajes, sus balanzas y hasta la prensa usada para extraer el jugo de ternera crudo que tomaba diariamente. En sus departamentos privados se puede ver más evidencia de su obsesión por su apariencia: la cama de una plaza, sin almohadas que induzcan a un doble mentón, los complicados arreglos para el baño y el gimnasio de madera. (...)
Saliendo del Hofburgo, caminamos por las nevadas calles a la principal área de compras, y paramos en Demel, la pastelería más conocida de Viena. Le pregunté a Katharina si la podíamos invitar con un café y alguna cosita. No teníamos tiempo, me respondió alegremente. Yo todavía estoy perseguida por la idea de que el rey de las tortas, o quizás el ideal platónico de pastelería, pudiera estar escondido ahí, detrás del vidrio.
(...)
Decidimos dedicar la tarde al arte y fuimos al Museumsquartier, una asombrosa mezcla arquitectónica de lo antiguo y lo nuevo. El enorme edificio barroco, que en otra época fue el hogar de los caballos de los emperadores, fue convertido en un centro de exhibiciones en 1918. Después de un programa total de construcción y renovación, reabrió en 2001 como un gigante complejo cultural, que incluye el Centro Arquitectónico y el Museo de Arte Moderno. En el Museo Leopold vimos las maravillosa colecciones de Klimts y Schieles y en el Museo Kunsthistorisches vimos los Rafael, Rubens y Bruegel. También nos detuvimos en el magnífico café de mármol y dorado. Bajo su gran cúpula, tomamos una copa de gruner veltliner (un vino vienés joven) con un sandwich abierto y luego café y gerstnertorte, una variación de la torta de trufas de Gerstner que se jacta de tener no menos de seis capas. Yo me empecé a sentir como una mujer de Rubens.
Continuamos con el arte –hay suficiente en ese único edificio como para seguir durante semanas–, y después de un trago reparador en el Bar Blau del Sacher, llegó el momento de disfrutar de otra especialidad vienesa, la música. En una pequeña, antigua bóveda de la Sala Terrena, en la cripta de la casa en la que Mozart vivió y trabajó brevemente, escuchamos el Ensemble Mozart. El joven cuarteto, vestidos como en el siglo XVIII, tocaron música del maestro austríaco, así como de Hayden, Dvorak y Mendelssohn. Sí, era turístico pero también encantador.
Una buena noche durmiendo en nuestra suntuosa suite, y un espectacular desayuno Sacher, nos dispuso para nuestro último día. En el departamento de Freud espiamos las fotos, cartas y películas de salidas familiares y también los departamentos de la cuadra llenos de esvásticas. Volviendo al centro, paramos en su lugar favorito, el Café Landtmann, para tomar café y maroniblute, un mezcla de castaña que parece una nube. Llámenlo fijación oral si quieren, pero yo lo llamo el cielo.
Después de un viaje al precioso Belvedere –un palacio barroco que contiene ahora una fabulosa colección de arte moderno austríaco, incluyendo obras de Kokoschka y Schiele así como El Beso de Klimt– y a la Haus der Musik, que incluye una exhibición interactiva de alta tecnología sobre sonido así como mini museos de Mozart, Beethoven, Mahler y Strauss, estábamos listas para nuestra gran salida nocturna. Esta vez el viaje eracruzando la calle, al Staatsoper, para ver Norma de Bellini. Esperaba una producción completa, de manera que me sorprendí cuando vi a hombres de smoking cantando (según los subtítulos) cosas como: “Druidas, la luna se alzó”. Pero la música era realmente magnífica, una verdadera fiesta para los oídos, si no para los ojos.
En nuestra última mañana en Viena, fuimos a una misa en Augustinerkirche. Cuando la música dio lugar a un largo sermón en alemán, nos escapamos. En cambio, corrimos a la exhibición de Chagall en el Museo Albertina, marchamos por el viento helado hacia el templo de Art Nouveau, el edificio de Secesión, y luego de regreso al Augustenkeller, la cálida taberna de vinos debajo de la Albertina para una última copa de riesling y una sopa goulash. Y luego partimos. Era el adiós al Sacher, adiós al lujo, adiós a la ciudad capital que realmente vive de acuerdo con el mito de su exquisita elegancia. Esta mañana, en el correo, había un sobre del Hotel Sacher. Era una carta del encantador gerente agradeciéndonos por nuestra estadía. Grité de risa.
En cualquier momento, Herr Heilmann, en cualquier momento.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
Traducción: Celita Doyhambéhère
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