Domingo, 8 de mayo de 2005 | Hoy
ITALIA > RUINAS DE LA ANTIGUA ROMA
La historia suele vestirse con leyendas, que a lo largo del tiempo, van resignificando aquello que nunca se supo a ciencia cierta qué era. Así, en Roma, existen seis esculturas de la época imperial sin identidad arqueológica que la imaginación popular les puso nombres y las hizo míticas. Son las “estatuas parlantes” y la más famosa es el Pasquino.
Tiene Roma abundantes leyendas, muy hermosas, fruto de una imaginación popular desbordada al máximo en otro tiempo y, hoy, acaso enmudecida. Aunque pocas leyendas resultan tan atractivas en Roma como la de sus seis “estatuas parlantes”. Piedras del Gran Imperio, encontraron en los descendientes de sus lejanos constructores motivos de asombro e incomprensión que se tradujeron inmediatamente en frases hechas, en mitos que fueron conociendo una cierta fortuna: una gran fortuna incluso. Si el espíritu de un distrito –pongamos el Trastevere o el Testaccio– se convirtió paulatinamente en canciones, cuyo brío se escucha aún hoy, no sin nostalgia, si hasta el espíritu de la ciudad se erigió a sí mismo en continuo almanaque de referencias míticas, no iban a ser menos esos restos descomunales que una civilización muerta dejó ahí, olvidados entre los campos que irían cubriéndolos prescindiendo de una ciudad que empezaba a desarrollarse un tanto de espaldas a su pasado imperial. La caída de Roma como centro de un mundo al que había ido conquistando para, después, caer en la metamorfosis brutal del mundo mismo, cedió el paso a una Edad Media que la dejó despoblada hasta extremos alucinantes, y en este proceso de desintegración urbana colaboraron los elementos, los cristianos vencedores y un poco los bárbaros para ir consiguiendo que de la gran arquitectura de otros tiempos quedasen, simplemente, piedras. En vano intentó el Papado resucitar el antiguo poderío de Roma asociando la antigua idea imperial de ciudad universal a la concepción hebraica de ciudad divina (Gregorovius); en vano, porque cualquier intento de revitalizar una ciudad hundida seguía ya otras reglas, se sometía a los imperativos del cristianismo, vivía de otro sueño, cuyas formas externas tenían que traducirse forzosamente en otras reglas. Incluso la contemplación con que el Renacimiento obsequiaría a estas piedras, no implicaría una resurrección para ellas sino el objeto –incluso de importancia vital– de una inspiración humanista.
¿Dónde reside entonces la cualidad de cosa viva que esas piedras imperiales fueron conservando a lo largo de los siglos, cuando el imperio sólo era un recuerdo para uso de eruditos? ¿De qué vivieron y, sobre todo, qué nueva, insólita forma de vida intentaron significar?
Contemplando el Foro, arreglado hoy para el consumo fácil del turismo, componemos fácilmente una imagen de desolación que numerosos grabados desde el Medievo hasta el siglo XIX nos han ido legando, estímulo inapreciable para los que consideramos la reconstrucción arqueológica a través de la libre imaginación, como uno de los pocos placeres que puede proporcionar el turismo. Imagen decadente, se me dirá, y lo aceptaré, aunque sólo en la medida en que debe serlo toda percepción actual de la ruina que no se quiera banalizadora. Como mínimo.
Mucho antes de que románticos, renacentistas o prerrafaelistas hiciesen revivir estas piedras en el espolear de la imitación disciplinada o de la fantasía medio kitsch, ya el pueblo les había otorgado un significado preciso: las hizo suyas sin saber a ciencia cierta qué eran en realidad. Piedras muertas, sí, a las que el pueblo dio una voz y, como en el caso de Pasquino, un texto incluso. Más concretamente: al Pasquino se le dio toda una literatura, sátira eminentemente popular contra los caprichos del poder, las veleidades de la moda o los abusos de los invasores. En los versos satíricos que los poetas anónimos iban colgando en este mármol romano, destruida su perfección por los estragos del tiempo, iría a encontrar el gran Belli más de una influencia benefactora.
Siendo Pasquino la más famosa (tal vez por la calidad de los improvisados poetas que allí fueron depositando sus sátiras desde 1501 a 1870), no es la única “estatua parlante” de Roma; por el contrario, va muy bien acompañado por otras cinco, que, al igual que él, no son conocidas por su nombre arqueológico o de la figura mitológica que representan. (El Pasquino es originariamente la copia de un mármol helenístico que representa a Menelao con el cuerpo de Patroclo o, según otros, Ayax con elcuerpo de Aquiles.) Así, el Marforio, la Madame Lucrezia, el “fachino”, el “Babuino” y el “Abate Luigi” son obras de la antigüedad clásica que, abandonadas, sugirieron a los romanos una idéntica necesidad de mitificación. Es posible que ninguna de ellas haya pasado a la historia del Arte por sus características intrínsecas, muy generalizadas en una ciudad que, como Roma, dejó vestigios para todos los gustos, para todos los ejemplos; pero su lugar en la historia de las curiosidades está asegurado de sobra. De hecho, fueron mitificadas a partir de la curiosidad; fueron amadas a partir de la costumbre, de su participación en el ajetreo cotidiano: hablaron porque el pueblo les colgó su voz escrita.
¿Qué podían importarle a un romano las características históricas de unas estatuas, cuya significación en el pasado era ya no sólo desconocida sino incluso inexplicable? La historia de Roma a partir de la caída del Imperio, de la ruina de sus esplendores urbanos, es la de un constante vivir al lado de la ruina, incluso dentro. Para un romano del siglo XVI, como para uno de 1970, un capitel de orden corintio asomando por la entrada de una casa de vecinos era y es tan frecuente que todo sentido histórico se pierde; sólo existe como elemento de un decorado cotidiano, cuya característica principal es el caos absoluto de las formas, de las épocas, incluso de la religión o de la política que le va dando todo su sentido. Roma es una ciudad imposible de ordenar, porque, más que nacer de sus ruinas, fue renaciendo cantando con ellas, asimilándolas a las necesidades del pueblo en cada momento histórico y sacrificando a esta amalgama todas sus posibilidades de clarificación. Cuando la suprema disciplina de Michelangelo nos propone la planta equilibrada del Capitolio, no consigue vencer la locura en su estado puro que implica el Teatro Marcello, a pocos pasos, con los apartamentos modernos ocupando el ala tercera del anfiteatro; y las plazuelas serenamente armonizadas con los palazzi y las fontanas del siglo XVII que rodean el ghetto, se ven traicionadas inmediatamente por el Pórtico de Ottavia, masa romana que surge del subsuelo, domicilio de mil gatos. En esta dialéctica apasionada, se da el caso de que sólo las ruinas aisladas y reorganizadas parecen no pertenecer a nadie: sólo al recuerdo de la muerte.
Ninguna ciudad supera a Roma en esta lucha constante de la vida contra la muerte representada en el caos y en el orden de un urbanismo que sorprende continuamente. Hay algo como de azar, que explican a la perfección esas estatuas parlanchinas que ya no son estatuas del presente. Hablaron en dialecto, Pasquino, Marforio o la Madame Lucrezia, y sus apodos nos hacen olvidar, aún hoy, que sus músculos enmohecidos pudieron pertenecer a algún emperador poderoso o a alguna ejemplar patricia del mejor matriarcado romano. Su simbología se ha invertido: en el alma romana, esas estatuas tan descuidadas recuerdan solamente que, pasado el oscurantismo medieval, fueron devueltas a la luz pública, no para ser adoradas y respetadas sino para representar un papel casi esperpéntico, donde los dioses de antaño quedaron convertidos, ya para siempre, en un romanaccio más. Flor de barrio que, en lugar de hacerse tango, convirtióse en risotada abierta contra reyes, papas, invasores, gobernadores e incluso algún vecino odiado z
* Crónicas Italianas. Seix Barral 2004.
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