Domingo, 15 de mayo de 2005 | Hoy
PORTUGAL > ISLAS DEL ATLáNTICO
Dos islas tan próximas entre sí como distintas. De la verde, fértil y montañosa Madeira a la marrón y árida Porto Santo, donde casi nunca llueve, pero cuyas largas playas sobre el Atlántico a unos 600 kilómetros de la costa de Marruecos ya le auguran un futuro plenamente turístico.
Una rápida mirada al atlas, y Porto Santo parece un pedazo de tierra que se desprendió de su vecina mucho más grande, Madeira. Desde el avión uno comienza a tener dudas, porque las dos islas son totalmente distintas. Madeira es montañosa, verde y fértil; Porto Santo es predominantemente chata, marrón y seca. Separadas por sólo 27 millas de océano, son mundos separados. O más bien, 8 millones de años separados. Ese fue el tiempo que transcurrió entre las dos erupciones volcánicas que las hicieron emerger, cuando la tierra se movió dos veces en la misma área del Atlántico, a unas 400 millas de la costa de Marruecos.
La manera más fácil de llegar a Porto Santo es por ferry o por un avión desde Madeira. Elijan entre un cruce de dos horas y media por el mar o, por el doble de precio, un salto de 20 minutos de avión. A lo largo del corredor de la terminal del aeropuerto de Madeira hay un mural gigantesco publicitando las atracciones de Porto Santo. Consiste en una serie de imágenes encantadoras y una larga franja de arena, arena verdadera dispuesta al pie de la publicidad y que pide a gritos que la pisen con los pies descalzos. Un buen plan porque la arena es el único bien que le falta a Madeira.
El clima cálido durante todo el año de Madeira, por la combinación del sol de Africa del Norte y el agua del Golfo, es similar al de las Islas Canarias, y hubiera seguido los pasos de Tenerife y Las Palmas como un destino de vacaciones de haber tenido algo que se pareciera a una playa. Pero la mayor parte de su costa consiste en rocas que se hunden en el mar y la única arena que hay es negra, volcánica y no muy atrayente para los que toman sol. Para enorme alivio de la brigada de ricos y famosos que les gusta pasar los inviernos ahí, el gran turismo pasó de lado.
Porto Santo, por otro lado, es casi todo una playa. Una gloriosa franja dorada corre ocho o nueve kilómetros a lo largo de la costa sur. No hay nada que se le parezca en todo Portugal. En julio y agosto, cuando los europeos del norte se han ido, los habitantes de Madeira y los portugueses del continente corren a bañarse y a tomar sol durante unos días pero, salvo ellos, su notable naturaleza atrae más aves que humanos.
En toda la franja no hay más que un hotel de ocho pisos –odiado universalmente–, dos o tres hoteles más pequeños y un par de departamentos de veraneo. Pronto comenzarán los trabajos en un ambicioso spa y un complejo de casino, pero no se sabe si el Resort Colombo atraerá los suficientes clientes para pagarlo. Hace dieciocho meses se abrió la primera cancha de golf de Porto Santo, diseñada por Severiano Ballesteros, con un magnífico club house: tiene todo a su favor.
Salvo en el pico de la temporada, Porto Santo atrae a pocos visitantes, lo que es maravilloso para los jugadores acostumbrados a hacer cola para poder jugar en sus lugares habituales, pero no tan maravilloso para los inversores que, sin embargo, comenzaron impertérritos a trabajar en otros 18 hoyos. Los golfistas son un poco así: irremediablemente optimistas. Uno no sabe si sentir pena por ellos o enojarse por la forma en que están cambiando un 10 por ciento de la isla en un campo de juego para los ricos. El proyecto del resort fue denominado Colombo en honor a la figura históricamente más famosa de Porto Santo, Cristóbal Colón, que se casó con la hija del gobernador y puede o no haber vivido en la isla una década antes de sus muchos viajes transatlánticos. Un pequeño museo cerca de la preciosa iglesia blanca en el corazón de Vila Baleira, la única ciudad de la isla, les rinde homenaje a los portugueses como los primeros globalizadores. Allí se expone un cuadro de Colón del siglo XVII y también hay una escultura en la costanera que lo muestra mirando hacia el horizonte como si estuviera evaluando la fuerza y la dirección del viento. En realidad, en el curso de un típico día en Porto Santo, se deben hacer muchos cálculos para prever el tiempo, ya que las montañas a cada lado de la isla atraen un constante flujo de nubes. Como resultado, el clima parece que siempre estuviera cambiando, sin cambiar realmente para nada. Presumiblemente las nubes contienen vapor de agua, pero durante los últimos 20 o 30 años, apenas ha llovido.
El agua, o la falta de ella, es la clave de la falta de desarrollo de la isla. Décadas de sequía han cuarteado la tierra y reducido el rendimiento de las cosechas: con la desaparición de la vegetación, gran parte del suelo se ha erosionado; los campesinos y los viñateros se han quedado sin trabajo. Idalino, un empresario local que me acompañó alrededor de la isla, me enseñó un valle donde una vez las filas tras filas de viñas produjeron abundante fruta y suficiente vino blanco para mantener a la isla durante el invierno. Ya no. “Hoy hacemos muy poco vino. Sólo unos pocos barriles cada año. Y los higos han desaparecido. Acá sentimos más la falta de lluvia porque no podemos traer agua de ningún lado.”
No siempre fue así. Idalino, de 45 años, recuerda inviernos en los que de niño rezaban en la iglesia por lluvia y casi desaparecieron por el diluvio que se desató. Ahora él señala los cauces profundos y secos por donde no corre el agua desde hace un siglo. En la punta norte, en medio de las flores silvestres, todavía se pueden ver las líneas paralelas en la tierra aterrazada donde crecían sembradíos de trigo, cebada, lentejas y porotos. (...)
Las colinas en un rincón de la isla se elevan a casi 500 metros. Ahí se ven columnas de basalto, lava cristalizada y cedros que crecen cerca de la cumbre. En primavera, las laderas están cubiertas con flores amarillas y el silencio es roto ocasionalmente por el upupa, cuyo nombre y grito suena lo mismo. Otro pájaro autóctono, el macarico, hace un sonido fuerte y chillón cuando llega la lluvia, pero hace tiempo que no se escucha. (...)
Porto Santo está lleno de leyendas improbables, de Colón en más. ¿Realmente vivió en la isla? No hay ninguna evidencia de que lo haya hecho. En otro promontorio frente al mar, Pico do Castelo, un cañón del siglo XVII apunta en la dirección en la que los piratas lanzaban sus ataques. Se dice que el rey de Portugal envió a los isleños 15 cañones para defenderse, pero todas las balas de cañón, salvo una, fueron robadas en el viaje. Cuando el misil solitario fue disparado, los defensores avergonzados tuvieron que pedirles a los piratas que les devolvieran la bala. (...)
Vila Baleira, donde vive la mayoría de los 5 mil isleños, tiene todas las diversiones que uno puede necesitar en una isla casi desierta en la eurozona. Hay una cantidad de restaurantes, cafés y bares, y un par de supermercados. El principal lugar de la ciudad está ocupado actualmente por una estación de servicio que será reemplazada por un jardín botánico y un teatro al aire libre. Por toda la ciudad los obreros están reparando, mejorando y retocando. Han abandonado la agricultura, la isla se está dedicando al turismo.
“¿Internet?”, le pregunto. “Por todos lados”, dice Idalino. “Hay en dos cafés, en la biblioteca, en todas las escuelas. Tenemos todo lo que tienen en Inglaterra, ¡excepto Buckingham Palace!”
No es exactamente cierto. Hay dos cosas que los isleños quieren: nuestro turismo y sobre todo nuestras lluvias. Aquellos para quienes la ausencia de ambas cosas sea algo deseable, deben apurarse a hundir sus talones en las gloriosas playas de Porto Santo, antes que los desarrollistas les ganen de mano.
* De The Independent para Turismo/12.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.