SAN LUIS LA MINA DE LOS CóNDORES
A 50 kilómetros de Villa de Merlo hay un pueblito fantasma que surgió a comienzos del siglo XX para albergar a los trabajadores de una mina de tungsteno. Un descenso por el socavón para recorrer parte de los 16 kilómetros de profundos túneles subterráneos.
› Por Julián Varsavsky
Todo pueblo fantasma encierra entre sus paredes ruinosas un buen número de historias y mitologías. De la parte histórica quedó documentado que la Mina de los Cóndores fue descubierta en 1893 por un constructor de pircas llamado Jorge Torres, a 12 kilómetros del entonces pueblo de Concarán. Eran “piedras negras, brillantes y muy pesadas” dijo el descubridor, y se pensó que era manganeso.
El mineral encontrado era en verdad tungsteno, cuya utilidad práctica es endurecer el acero. De alguna manera la noticia llegó hasta Alemania y, en 1898, la compañía alemana Ansa Sociedad de Minas compró el yacimiento que llegó a producir 300 toneladas anuales de tungsteno, el cual se empleó en la fabricación de armas. En 1914, al desatarse la Primera Guerra Mundial, la mina triplicó su producción y el tungsteno era enviado a Hamburgo en barcos que zarpaban del puerto de Rosario. En ese entonces, unas 400 personas trabajaban en el campamento minero perforando galerías a una profundidad de 200 metros.
Quien relata la historia de la mina es Hugo Ortiz, un minero que trabajó aquí entre 1977 y 1985 y ahora oficia de guía turístico. Durante la recorrida subterránea por esta especie de hormiguero gigante se ven algunos pozos inundados que conducen a las galerías inferiores, cubiertas por las aguas o los derrumbes. Los visitantes recorren la mina equipados con unas botas que se proveen en la entrada, ya que en algunos lugares el suelo está un poco inundado. Además, cada cual lleva un casco para proteger la cabeza contra el techo de los túneles, que a veces son muy bajos. Cuando en cierto momento el guía pide apagar las linternas y permanecer en absoluto silencio, sobreviene el momento más extraño de la visita: en esa intangible oscuridad, un cierto pavor parece brotar de los cuerpos y sólo se escuchan los latidos del corazón.
Durante el recorrido se ve la plataforma de cemento de un gran ascensor que subía el mineral y bajaba a los mineros 400 metros bajo tierra. En los túneles, el guía enseña a reconocer las vetas de mineral: un nervio vertical recubierto de cuarzo en cuyo interior está el tungsteno.
De guerra en guerra
El relato del guía prosigue con minuciosidad de historiador. Hacia 1936, el precio del tungsteno decae junto con la demanda y los alemanes se retiran del país vendiendo la mina a la empresa Sominar, que era propiedad de Tomás Williams, un poderoso industrial norteamericano. Como el auge de la mina dependía de las guerras, en 1939 comienza una nueva era de oro para el yacimiento. En 1945, con el fin de la Segunda Guerra Mundial, llega un nuevo bajón, hasta que en 1950, con la guerra de Corea, los norteamericanos revalorizan la explotación de la mina. Y así se construye un verdadero pueblo en medio de la nada, dotado de un hospital, una escuela –hoy, abandonada–, un club deportivo con pileta y cancha de tenis, cine, hotel y hasta un ring de boxeo donde llegó a pelear el Mono Gatica. Solamente faltaban el templo católico y el cementerio; en el primer caso porque los norteamericanos eran protestantes, y en el segundo, porque aunque había muertos, se pretendía ocultar que los hubiera. En realidad, cada año morían entre cinco y seis personas dentro de la mina por los derrumbes que ocasionaban las explosiones con dinamita. En general los sueldos eran buenos, pero el riesgo de muerte era también bastante alto. Los obreros eran de los orígenes más diversos: chilenos, polacos, bolivianos, alemanes y argentinos.
Finalizado el conflicto de Corea, el yacimiento cerró otra vez. Y en 1965 Sominar vendió la mina a la firma Casde de Mendoza, que la desmanteló llevándose todas las máquinas. Pero posteriormente se instaló una pequeña empresa que funcionó hasta 1985 abasteciendo el mercado nacional. A partir de esa fecha, curiosamente, comienza a ser más conveniente importar el material desde la República de Corea.
Después de haber curioseado por este laberinto subterráneo que hubiera encantado a Julio Verne, la salida a la superficie viene cargada de sensaciones donde se mezclan la adrenalina de la aventura, la melancolía de recorrer un submundo abandonado que alguna vez rebosó de actividad, y el miedo fantasmal a la oscuridad y el silencio absolutos .
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