Domingo, 31 de julio de 2005 | Hoy
GUATEMALA EN EL MUNDO MAYA
Con los tres volcanes y los catorce pueblos de origen maya que lo rodean, el lago de Atitlán es el epicentro de una región de extraordinaria belleza en el centro-oeste de Guatemala. Desde la villa de Panajachel, un recorrido por un lugar centroamericano donde la afluencia de extranjeros no ha alterado las profundas raíces culturales de sus habitantes.
Después de recorrer unos 140 kilómetros desde Ciudad de Guatemala, la ruta deja atrás la planicie y empieza a ondularse cada vez más en su trepada por las laderas de los cerros. A medida que el vehículo sube, el calor baja unos grados y se siente la humedad de la intrincada vegetación que bordea el camino, encerrado entre las montañas. De pronto, pasando una curva, aparece el vértice casi perfecto de un volcán que prenuncia la meta del viaje: el gran lago de Atitlán. Al llegar a Solola, un pueblo del siglo XVI emplazado a 2000 metros sobre el nivel del mar, es imprescindible detener la marcha para admirar, desde los balcones naturales junto al camino, el bellísimo paisaje que se abre allá abajo: el inmenso lago, apenas velado por una suave bruma blanca que parece brotar del agua, rodeado por una cadena de verdes montañas. En la otra orilla, tres imponentes volcanes que asoman cumbres negras por encima de las nubes, como en un grabado nipón, cierran la escena: a la derecha, solo, el triángulo casi perfecto de San Pedro; a la izquierda, Tolimán y Atitlán.
Desde allí arriba se pueden vislumbrar algunos de los poblados que circundan el lago de Atitlán, habitados por grupos cakchiqueles, tzutujiles y quichés –descendientes de los antiguos mayas y otras culturas prehispánicas– que llegaron a esta región guatemalteca en el siglo XIII. Más allá del tiempo y de la historia, cada una de estas comunidades ha conservado su propio idioma, sus costumbres y sus fiestas. Y han conservado también sus maravillosas vestimentas, así como los colores que predominan e identifican a cada grupo: el azul en Santa Catarina Palopó; el rojo en San Antonio Palopó; el blanco en Santiago Atitlán. Los catorce pueblos que bordean el lago siguen tejiendo y bordando en sus ropas las tonalidades, los pájaros, los peces, los animales, las flores y las plantas de la naturaleza que los cobija desde hace siglos.
COLECTIVOS A PANAJACHEL Una experiencia clave en Guatemala: viajar en los cientos de schoolbuses que usan los locales y que llegan a los lugares más remotos. Nadie, y menos el viajero argentino, se asombrará de que en los colectivos la gente viaje de pie. Si bien una ley lo prohíbe, siempre se cuenta con la complicidad de conductor y pasajeros. Por eso, al llegar a un cruce de rutas en donde acecha un auto de la policía, el conductor dará la voz de “¡Agáchenleee, agáchenleee..!”, y todos los que van en el pasillo (incluido el viajero) obedecerán sin chistar, con algunas sonrisas de circunstancia. Como es habitual en América latina, la diferencia entre lo que realmente es y lo que la ley dice que debe ser deviene parte de la experiencia cotidiana y un saber necesario para sobrevivir.
A bordo de esos colectivos, algunos turistas arriban a Panajachel, una villa ubicada casi a los pies de Solola, que se fue convirtiendo en el centro turístico del lago y es el punto de partida para conocer a los otros pueblos. Entre sus calles empedradas o sus callecitas de tierra se entremezclan la lengua totzil con el español, el inglés, el italiano, el sueco o cualquier otro idioma de los turistas que llegan de los cinco continentes. Incluso muchos europeos y norteamericanos eligieron el lago de Atitlán para quedarse largas temporadas después de haber conocido casi todos los destinos posibles del planeta. Quien llega por primera vez a Panajachel no deja de sorprenderse ante la insólita convivencia de restaurantes hindúes y europeos, o parrillas sudamericanas, con los puestos callejeros donde cuelgan los tejidos artesanales y las tallas de madera de un arte milenario. “Gringotenengo” es el apodo que le dan los locales; significa en maya “lugar del gringo”, cosa que se ve a los cinco minutos de estar allí. Junto al puesto de tacos de cerdo brilla el letrero del CyberCafé.
Cuatro kilómetros al sur de Panajachel, por una senda en las laderas de las montañas, luego de pasar pequeñas parcelas en terrazas y cañadas de 300 metros de profundidad que dan al lago, se encuentra el pueblo cakchiquel de Santa Catarina Palopó. Las mujeres, expertas tejedoras, llevan unas de las ropas tradicionales más coloridas del altiplano: falda, huipil bordado y turbante, todo en distintos tonos de azul. A la lana natural han incorporado hilos metálicos plateados que centellean bajo la luz del sol. A diferencia de los habitantes de la cuenca del Atitlán que evitan el agua del lago, los hombres de Santa Catarina siguen pescando lovina negra y cangrejos, y tejen con juncos cestos y esteras que venden en el mercado.
EN LAS ORILLAS DEL LAGO De Panajachel salen lanchas hacia otros pueblos sobre el lago, que debido a su situación más aislada conservan todavía cierta virginidad de costumbres y tradiciones o, al menos, mantienen el carácter adquirido tras la primera pérdida, hace unos siglos a manos de los conquistadores españoles. Las lanchas se cargan con hombres y mujeres indígenas que llevan sobre la cabeza enormes canastos con alimentos, o con telas multicolores que compraron o que no pudieron vender en los mercados de Sololá y de Chichicastenango. Hablan entre ellos en tzotzil y cakchiquel, dos de los veinticuatro dialectos del maya que, dicen algunos, suenan parecido al hebreo. En el altiplano, el español sólo se habla como lengua franca.
Una de las lanchas llega a San Pedro Atitlán, un pueblo pequeño sobre el lago, entre los cafetales y bajo la sombra del volcán San Pedro (3000 m). A sus pies, el agua del lago es azul y límpida, no muy fría. Quien pase una tarde en la playa tendrá la compañía de los habitantes de San Pedro, que también acuden a jugar y refrescar cuerpo y mente bajo el sol montañés. Las mujeres van al agua con sus pesadas blusas bordadas (huipil) y sus polleras negras (enredo); algunas, las osadas, se quitan la blusa y se quedan en enagua, pero no más; el maya es un pueblo pudoroso. Otras aprovechan las piedras de la costa para lavar la ropa, esa ropa tan pesada, gruesa y trabajada, y a veces tan antigua. Golpean y golpean la tela empapada contra la piedra. Es una labor de horas y paciencia; no más liviana que la de los hombres en los cafetales.
PRODIGIOSO ATARDECER De vuelta a Panajachel, la magia de Atitlán envuelve a viajeros y pobladores, y acalla las estridencias turísticas que suelen brotar en centros de vacaciones. Sobre todo en la calma de las 6 de la tarde, cuando el sol comienza a descender hacia el Pacífico acompañado por un séquito de nubes grises y redondas que avanzan muy lentamente sobre los volcanes, oscureciendo el día y las montañas. Cuando sólo la luz sobresale del perfecto perfil del volcán San Pedro, las nubes parecen encenderse sobre la cumbre: es la imagen muda de una erupción, falsas lenguas de fuego que se apagan en un instante y surgen otras cada vez más rojas y después más violetas hasta que una línea de vivísima luz dibuja por última vez la cumbre truncada. Entonces, la noche se extiende sobre el lago y lo cubre de estrellas. Es el gran momento de Atitlán: en los muelles, la costa o los bares todo se detiene para admirar cada día el prodigioso atardecer.
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