Dom 14.08.2005
turismo

RELATO DE VIAJE PARíS EN LA LITERATURA

La ciudad imaginada

Más que un lugar real, París ha sido para Italo Calvino una ciudad imaginada a través de la literatura. Y ya se ha escrito tanto sobre ella que es difícil decir nada que ya no se haya dicho. Sin embargo, el autor de Las ciudades invisibles la redescubre en este texto incluido en una antología de relatos de célebres escritores sobre París.

Por Italo Calvino *


Desde hace unos años tengo una casa en París y allí paso parte del año pero, hasta el momento, esta ciudad no aparece en las cosas que escribo. Quizá para poder escribir sobre París debería alejarme de ella, si hemos de dar crédito a la teoría de que siempre se escribe partiendo de una carencia, de una ausencia. O bien adentrarme más en ella, pero para eso debería haber vivido allí desde mi juventud, si es cierto que son los escenarios de los primeros años de nuestra vida los que moldean nuestra imaginación y no los lugares de la madurez. Diré más: es necesario que un lugar logre convertirse en un paisaje interior para que la imaginación empiece a habitar ese lugar, a hacer de él su teatro. Ahora bien, París ya ha sido el paisaje interior de gran parte de la literatura mundial y de muchos libros que todos conocemos y que tanto han influido en nuestras vidas. Antes que una ciudad del mundo real, París, para mí como para millones de otras personas de todos los países, ha sido una ciudad imaginada a través de los libros, una ciudad a la que uno se aproxima leyendo. Se empieza de muchacho, con Los tres mosqueteros, luego con Los miserables, en la misma época o inmediatamente después, París se transforma en la ciudad de la Historia, de la Revolución Francesa; más tarde, al avanzar en las lecturas juveniles se convierte en la ciudad de Baudelaire, de la gran poesía de cien años a esta parte, la ciudad de la pintura, la ciudad de los grandes ciclos novelísticos: Balzac, Zola, Proust...

Alguna vez me salió espontáneamente ambientar relatos imaginarios en Nueva York, ciudad en la que he vivido sólo unos pocos meses. Quién sabe, tal vez sea porque Nueva York es la ciudad más simple, al menos para mí, más sintética, una especie de prototipo de ciudad: como topografía, como imagen, como sociedad; mientras que París, por el contrario, resulta densa, posee muchas cosas detrás, muchos significados. Tal vez me suscite algo de apuro: me refiero a la imagen de París, no a la ciudad en sí, que, al contrario, es la ciudad donde basta poner el pie en ella para sentirla inmediatamente como algo familiar.

Pensándolo bien, nunca se me ha ocurrido ambientar en Roma ninguno de mis relatos y eso que en Roma he vivido más que en Nueva York y posiblemente más que en París. Otra ciudad de la que soy incapaz de hablar, Roma: otra ciudad sobre la que se ha escrito demasiado. Pero nada de lo que se ha escrito sobre Roma podría compararse con lo que se ha escrito sobre París; su único aspecto en común es éste: tanto Roma como París son ciudades de las que es difícil decir algo que ya no se haya dicho: y hasta en sus aspectos novedosos, cada cambio que se produce en ellas encuentra un coro de opinión listo para tomar nota.

Pero acaso yo no esté dotado para establecer relaciones personales con los lugares: me quedo siempre como suspendido, estoy en las ciudades sólo con un pie. Mi escritorio es un poco como una isla; podría estar aquí como en cualquier otra parte. Y, además, las ciudades se están transformando en una única ciudad, en una ciudad ininterrumpida donde se borran las diferencias que en otros tiempos las caracterizaban. Esta idea, que recorre la totalidad de mi libro Las ciudades invisibles, surge del modo de vivir que ya es patrimonio de muchos de nosotros: un continuo deambular de un aeropuerto a otro para hacer una vida casi igual en cualquier ciudad donde uno se encuentre. Suelo decir, y ya lo he repetido tantas veces que casi me aburre decirlo, que en París tengo mi casa de campo, en el sentido de que, al ser escritor, una parte de mi trabajo puedo hacerla en soledad, no importa dónde, en una casa en medio del campo o en una isla, y esta casa de campo yo la tengo en pleno centro de París. Y así, mientras la vida social vinculada a mi trabajo se desarrolla en Italia, aquí vengo cuando puedo o debo estar solo, cosa que en París me resulta más sencillo.

Italia, o al menos Turín y Milán, están a una hora de aquí: vivo en un barrio desde el que se llega con facilidad a la autopista y, por tanto, al aeropuerto de Orly. Puede decirse que en las horas en que las calles de la ciudad se vuelven intransitables por el tráfico, llego antes a Italia que, por ejemplo, a los Campos Eliseos. Casi podría trabajar como un “pendular”; ya está próxima la época en que Europa será una única ciudad.

Al mismo tiempo se aproxima la época en que ninguna ciudad podrá ser usada como una ciudad: en los pequeños desplazamientos se pierde más tiempo que en los viajes. Puede decirse que cuando estoy en París no me muevo nunca de este estudio. Por una antigua costumbre, todas las mañanas voy hasta St. Germain-des-Prés a comprar los periódicos italianos: voy y vengo en metro. Así pues, no es que yo sea muy flâneur, el paseante de las calles de París, ese personaje consagrado por Baudelaire. Lo que ocurre es que tanto los viajes internacionales como los recorridos urbanos ya no son una explotación a través de una sucesión de lugares distintos: sencillamente son desplazamientos de un punto a otro, entre los cuales hay un intervalo vacío, una discontinuidad, un paréntesis sobre las nubes en los viajes aéreos y un paréntesis bajo la tierra en los recorridos urbanos.

UN GIGANTESCO INVENTARIO Entonces podría decir que París –veamos qué es París– es una vasta obra de consulta, una ciudad que se consulta como una enciclopedia; se abre una página y te brinda toda una serie de informaciones de una riqueza como ninguna otra ciudad. Tomemos las tiendas, que constituyen el discurso más abierto, más comunicativo que una ciudad puede expresar. Todos nosotros leemos una ciudad, una calle, un tramo de acera siguiendo la fila de las tiendas. Hay tiendas que son capítulos de un tratado, tiendas que son entradas de una enciclopedia o páginas de periódico. En París hay tiendas de quesos donde se exponen cientos, todos distintos, cada uno etiquetado con su nombre: quesos envueltos en ceniza, quesos con nueces: una especie de museo, de Louvre de los quesos. Son matices de una civilización que ha permitido la supervivencia de formas diferenciadas a escala lo suficientemente amplia como para hacer que su producción sea rentable, aun manteniendo siempre su razón de ser al presuponer una posibilidad de elección, un sistema al que están integrados, un lenguaje de los quesos. Pero sobre todo es también el triunfo del espíritu de la clasificación, de la nomenclatura. Así que si mañana me pongo a escribir de quesos, puedo salir a consultar París como una gran enciclopedia de los quesos.

Hay una clase de tienda donde se siente que ésta es la ciudad que engendró ese particular modo de considerar la civilización que es el museo. Y el museo, a su vez, ha legado su forma a las más variadas actividades de la vida cotidiana, de modo que no hay solución de continuidad entre las salas del Louvre y los escaparates de las tiendas. Digamos que en la calle todo está listo para pasar al museo o que el museo está listo para englobar a la calle. No es casualidad que el museo que más me gusta sea el dedicado a la vida y a la historia de París: el Musée Carnavalet.

Esta idea de la ciudad como discurso enciclopédico, como memoria colectiva, cuenta con una tradición. Pensemos en las catedrales góticas en las que todo detalle arquitectónico u ornamental, todo lugar y elemento reflejaba un saber global y era un señal que hallaba su correspondencia en otros contextos. Del mismo modo, podemos “leer” la ciudad como una obra de consulta, como “leemos” Notre Dame (a pesar de la restauración de Viollet–le-Duc), capitel a capitel, gárgola a gárgola. Y al mismo tiempo podemos leer la ciudad como inconsciente colectivo: el inconsciente colectivo es un gran catálogo, un gran bestiario. Podemos interpretar París como un libro de sueños, un álbum de nuestro inconsciente, un catálogo teratológico. Así, en mis itinerarios de padre, de acompañante de mi hijita, París se abre a mis consultas con los bestiarios del Jardín des Plantes, los terrarios donde se ufanan iguanas y camaleones, una fauna de eras prehistóricas y, al mismo tiempo, la gruta de los dragones que nuestra civilización arrastra tras sí.

También el cine en París es museo o enciclopedia de consulta, no sólo por la cantidad de films de la Cinématheque sino por toda la red de estudios del Barrio Latino: esas salas pequeñas y malolientes donde se puede ver la última película del nuevo director brasileño o polaco, así como las viejas cintas del cine mudo o de la Segunda Guerra Mundial. Con un poco de atención y un poco de suerte, todo espectador puede reconstruir la historia del cine pieza a pieza. Yo, por ejemplo, tengo debilidad por las películas de los años ‘30: son los años en que, para mí, el cine era todo el mundo y en ese aspecto puedo darme grandes satisfacciones, digamos en el sentido de búsqueda del tiempo perdido: volver a ver películas de mi infancia o recobrar películas que en mi niñez había perdido y que creía olvidadas para siempre, mientras en París siempre puedes esperar encontrar lo que creías perdido, el propio pasado o el de los demás. He aquí, pues, otro modo más de apreciar esta ciudad: como un gigantesco inventario de objetos perdidos, un poco como la Luna en el Orlando furioso, donde se recoge todo lo que se había perdido en el mundo.

* Autor de Relatos de París. Prólogo, selección y posfacio de Christian Kupchik. Colección Geografías Literarias. Ed. Cántaro. Lectores en Viaje. Buenos Aires, 2005.

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