MEXICO PLAYAS Y ARQUEOLOGíA
De costa a costa, la inagotable belleza de México conmueve a todo aquel que recorre sus playas y descubre los imponentes sitios arqueológicos de la Península de Yucatán. En la ruta maya, los misteriosos recintos y pirámides de Uxmal y Chichén Itzá. En la costa del Pacífico, muy cerca de Acapulco, los cerros y el mar de la bahía de Ixtapa-Zihuatanejo.
› Por Graciela Cutuli
Entre las muchas ventajas que tiene un viaje a México –placeres de la mesa, culto al sol, una exuberante naturaleza por encima de la tierra y debajo del agua– hay una indiscutible, y es la de evitar tener que decidirse entre un viaje de puro placer y playa, o un viaje antropológico hacia el más remoto pasado del continente. Porque allí, en el vasto y generoso territorio mexicano, hay lugar para todo. Para el México de los indígenas y los testimonios de su obra y pensamiento, y para el México de las tardes distendidas frente al mar, sobre las arenas blancas que invitan a sumergirse en un océano soñado. Hay tanto para elegir que podría llenarse (y en verdad se llena) una biblioteca entera, pero este pasaje tiene dos destinos: Ixtapa-Zihuatanejo, para el viaje playero de placer al Pacífico, y la Península de Yucatán, para remontar el tiempo tras las huellas mayas. De un lado y otro, claro, hay tiempo para un buen tequila, tacos, tortillas y el buen sabor que aportan los chiles más picantes del mundo.
Hombres mirando al este Quien pone un pie en México, pone un pie en el pasado de nuestro continente, un pasado aquí vivamente presente, tan cotidiano para un mexicano como puede serlo el Foro para los romanos, tan tangible que pasan sin verlo, porque al fin y al cabo siempre estuvo ahí, a pesar de todo... Porque lo que queda de ese pasado es lo que resistió a siglos de lucha, a la dominación y al mestizaje que hoy impregna la vida mexicana. Salvo en los templos del turismo extranjero, que son iguales en todas partes y donde el alma mexicana es sólo una imagen pintoresca pero pálida de su verdadera esencia, la historia está ahí, al alcance de los ojos, impresa también en la cara de la gente y en sus tradiciones irrenunciables. Las mismas que con su emigración exportan a Estados Unidos, tan fuertes y auténticas que sobreviven incluso a la aplanadora del american way of life.
Sin embargo, turísticamente hablando, el “concentrado maya” de la Península de Yucatán es único, y tiene la ventaja de contar con muy fácil acceso desde las localidades costeras que concentran al turismo internacional en sus resorts y paraísos para extranjeros, como Cancún o Cozumel, sobre el Caribe, o Ciudad del Carmen y, más al este, la colonial Mérida, junto al Golfo de México.
Uxmal y Chichén Itzá son las principales perlas de la corona maya yucatanense, brotadas de la jungla como un precioso tesoro, y rodeadas de una constelación de otras ruinas y centros arqueológicos, todavía en pleno proceso de recuperación. La ruta maya tiene un buen punto de partida en Mérida, la ciudad que alguna vez fue la “París del Nuevo Mundo”, como todavía la llaman los guías y reivindican sus habitantes. Eran aquellos los tiempos prósperos de comienzos del siglo XX, cuando desde el sur también Buenos Aires aspiraba parecerse a París. Desde Mérida se puede visitar Campeche, situada 62 kilómetros hacia el sur, una ciudad tranquila cuya vida discurre en torno al zócalo –la plaza principal– y sus antiguas mansiones. Están lejos los tiempos en que las ambiciones de los piratas obligaron a construir una muralla defensiva para preservar la ciudad y sus habitantes. Hacia el oeste, Celestún es ideal para el avistaje de aves, sobre todo flamencos. Hacia el norte, en cambio, están cerca la playa de Progreso y el sitio arqueológico de Dzibilchaltún, cuya inmensidad resultó muy dañada durante la conquista, pero conocido por haberse hallado allí el Templo de las Siete Muñecas (siete figuras de terracota con distintas deformaciones físicas). Pero hay que tomar rumbo nuevamente al sur –por una ruta distinta a la que lleva a Campeche– para llegar a uno de los principales testimonios de la grandeza maya: Uxmal, la “reconstruida tres veces”, según su significado en la lengua indígena, rodeada por otros yacimientos llamados Kabah, Sayil, Labná y Loltún (desde Mérida salen excursiones diarias por esta ruta, que recorren todos estos sitios). Se la conoce como la “ruta puuc”, por el estilo arquitectónico predominante en la región. Un estilo que el viajero que haya pasado primero por “el Antropológico” –el imponente Museo Nacional de Antropología de Ciudad de México– encontrará familiar: el museo capitalino diseñado por Pedro Ramírez Vázquez está construido sobre una plataforma elevada, lo mismo que el Cuadrángulo de las Monjas de Uxmal, con sus 74 salas divididas en cuatro edificios dispuestos en torno de la plaza central. Junto al Cuadrángulo se eleva el principal edificio de Uxmal, la Pirámide del Adivino. Esta pirámide –en realidad cinco pirámides superpuestas, sobre una planta oval– llevó siglos de trabajo, aunque según la leyenda el monumento haya sido levantado por el hijo de una hechicera ¡en una sola noche! Tierra de dioses, mundo sobrenatural donde reinaba Chaac, el dios de la lluvia, Uxmal se extiende luego en el Juego de Pelota y el Palacio del Gobernador, un espectacular edificio con decoraciones labradas a mano en miles de piedras, dispuestas en frisos.
Rumbo a Chichen Itza Desde Uxmal, hay que volver a Mérida y tomar el camino que lleva hacia el este, hacia Cancún, para conocer el sitio maya de Chichén Itzá, tal vez el más conocido de los muchos que brotan en tierra mexicana. Aunque probablemente el conjunto de Chichén Itzá supere los 100 kilómetros cuadrados de superficie, sólo se visita una décima parte... y basta y sobra para asombrarse de la riqueza, variedad y profundidad de esta civilización que sucumbió a las ambiciones del Renacimiento europeo.
Chichén Itzá, sin embargo, es menos “puro” que Uxmal, y aquí los principales arquitectos no fueron mayas sino toltecas, introductores del culto a Quetzalcóatl en Yucatán, hace unos mil años. Justamente a la “serpiente emplumada” –llamada Kukulcán en maya– está dedicada la pirámide central del sitio, conocida como El Castillo. Trescientos sesenta y cinco escalones, tantos como los días del año, se elevan hacia el cielo, en tanto cada cara representa el ciclo cósmico de 52 años del calendario indígena, ciclo tras el cual el tiempo terminaba, para luego volver a comenzar. El 21 de marzo, día de la primavera, el sol se desliza sobre la piedra de la cara norte de la pirámide como si fuera una serpiente que repta: para los mayas, era la señal divina que ordenaba el tiempo de la siembra. El 21 de septiembre, en cambio, el mismo fenómeno indicaba el comienzo de la cosecha. Otras construcciones de Chichén Itzá son el Patio de las Mil Columnas, el Juego de Pelota (la cancha mejor conservada de América Central), el Cenote Sagrado –un manantial natural utilizado con fines rituales, donde también se hicieron sacrificios humanos– y El Caracol, un edificio circular con aberturas que hace pensar en los observatorios actuales, y que fue usado para la observación astronómica. Hasta los más escépticos despiertan, después de una visita al increíble Yucatán, a la realidad de aquella civilización que floreció y pereció en el término de pocos siglos, y cuyo legado hoy todavía es en parte desconocido, y en parte asombroso por su complejidad y belleza.
Playas pacificas Si bien sobre el Caribe y el Golfo de México las playas son numerosas y hermosas, bien vale la pena cruzarse hasta la costa del Pacífico para disfrutar también de estas aguas, aunque más no sea por la atracción de la famosísima Acapulco, sobre cuyo cielo aún suenan los acordes de “María bonita”. Sobre una bahía bien cerrada, recorrida por una avenida costera, se extienden una tras otra playas turísticas y sus consecuentes hoteles, donde se cruzan turistas de todo el mundo. En torno del zócalo abundan los pequeños negocios, los restaurantes, cafeterías y también un gran mercado artesanal. No está muy lejos el Fuerte de San Diego, construido en el siglo XVII para evitar los ataques piratas: restaurado después de un terremoto, hoy alberga el Museo Histórico de Acapulco.
Alrededor de doscientos kilómetros al norte de Acapulco, desde los años ‘70 viene ganando espacio Ixtapa, una ciudad enteramente levantada en esos años junto al vecino pueblo de pescadores de Zihuatanejo. Son de algún modo las dos caras de una misma moneda: una localidad turística nueva, sostenida por la conjunción hoteles-playa-diversión nocturna, y un pueblo tradicional y tranquilo firmemente decidido a seguir siéndolo. En Ixtapa se levantaron, además de hoteles, una marina, un centro comercial con los negocios de moda del momento, y un campo de golf. Queda poco de la vegetación primitiva, salvo algunos manglares al pie de la colina que cierra la bahía, como frontera natural con Zihuatanejo. A veces se ven algunos cocodrilos, pero en verdad la naturaleza aquí está perdiendo terreno. A Ixtapa se llega en avión desde numerosos puntos de México, y también desde algunas ciudades norteamericanas, fuente de un flujo turístico constante que en muchos casos busca iniciarse o disfrutar del buceo y el snorkeling en las claras aguas de esta región. Para esto, uno de los mejores lugares es la isla de Ixtapa, una reserva accesible tras un corto trayecto en lancha desde la costa. En algunas épocas del año, desde la playa también se avistan las ballenas que realizan su travesía anual hacia Baja California. Naturaleza aparte, en Ixtapa tientan los recuerdos de plata –no están lejos las minas de Taxco– y las noches de música mexicana regadas con tequila, el elixir mexicano en cuyos vahos sucumben hasta los más expertos bebedores.
Una vez repuestos, será la hora de visitar el puerto de Zihuatanejo, donde se realiza una importante pesca artesanal. “Zihua”, como muchos lo conocen, creció al ritmo del desarrollo de Ixtapa, multiplicando su cantidad de habitantes, pero no perdió el alma: su pequeña bahía sigue siendo tierra de barcas y redes, sobrevolada por pelícanos hambrientos de la comida fácil que arrojan los barcos. Sin embargo, también hay playas y hoteles para el turismo, como Las Gatas o La Ropa: no tienen nada que temerle a sus vecinas, y el propio Jacques Cousteau consideraba a Zihuatanejo entre las diez bahías más hermosas del mundo. Y no se puede decir que no hubiera navegado lo suficiente los mares del globo. Si alguna duda queda, se puede tomar uno de los catamaranes turísticos que salen del puerto local al atardecer, hasta la puesta de sol: acompañados por los delfines, la bahía se va hundiendo en las sombras, el perfil de la costa se vuelve difuso y mágico, y los viajeros se sumen en un sueño impreciso donde se mezclan fantasía y realidad, con la misma suavidad con que el océano va a dar sobre la arena. Y al día siguiente, como el mar, siempre se podrá volver a empezar.
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