Domingo, 18 de septiembre de 2005 | Hoy
BRASIL > TRóPICO CARIOCA
Crónica de una visita a la más célebre ciudad brasileña. Paseos en barco por la Bahía de Guanabara y magníficas vistas panorámicas desde las alturas de los morros: la Laguna Rodrigo de Freitas, las playas de Ipanema y Leblon, el legendario Maracaná... En un viaje a Río, la felicidade não tem fim; se convierte en saudade al regresar a casa.
Texto: Leonardo Larini
Fotos: Ana Schlimovich
Embajada de Brasil
Esta vez, Río de Janeiro comienza en la neblinosa y espesa madrugada de la Richieri rumbo a Ezeiza con una charla políticamente argentina entre apático taxista y excitado pero semidormido cronista. Y cuando a las pocas horas el grupo de periodistas invitado por el Comité Visite Brasil pasea en barco por la bellísima y soleada Bahía de Guanabara, la última y gris postal de Buenos Aires aparece tan inconcebible como la belleza de la capital carioca. Mientras la embarcación se ondula suavemente, acompañada desde atrás por las gaviotas, y cuatro simpatiquísimos músicos tocan y cantan la hermosa Leonzinho de Caetano Veloso, Río va apareciendo en todo su esplendor, con el Pan de Azúcar como anfitrión principal y el Cristo Redentor en la lejana altura. La copa de champagne, sumada a la encantadora levedad de la tarde, a la fresca brisa de la bahía y a los efectos de las pocas horas de sueño, hacen del momento un instante epifánico, intransferible en palabras. Y entonces los ojos se humedecen de alegría y saudades, porque –y ahora vamos a aquella vez– por entre los rayos del sol asoman los recuerdos de la primera estadía en Río, siendo todavía un niño y recorriendo Copacabana junto a su familia. Y también las imágenes de un segundo viaje, cuando recién ingresado a la adolescencia dio el primer tímido beso de su vida en esta ciudad. Y si en aquellas oportunidades el enamoramiento había sido instantáneo, esta vez, con apenas unas pocas horas de permanencia, la relación ya es de amor eterno. Y mientras pasado y presente se confunden entre la música y la exaltada nostalgia, el sol va escondiéndose detrás del enorme puente de Niteroi, sombreando la tarde de dorado, y Río comienza a encender las primeras luces de su noche.
Ahora, unos cuantos días y caipirinhas después –en la profundidad de otra madrugada porteña fría y lluviosa–, escribir sobre Río de Janeiro es casi un desafío. Sin embargo, su belleza, que sobrepasa cualquier intento sintáctico, ofrece la posibilidad de abarcarla desde la poesía, desde ese desorden de los sentidos que pregonaba Arthur Rimbaud a la hora de la escritura. Quizás así sea más fácil intentar describir a esta maravillosa ciudad y dar una idea más clara de su esencia, al menos como breve introducción. Entonces... la luna brilla sobre el Atlántico y las favelas titilan como lejanas tribunas futboleras encendidas de fervor. El susurro del mar y el murmullo que baja de los morros forman una leve melodía violácea que se ondula por la avenida Atlántica en armonía con las veredas blancas y negras que semejan olas. Qué placer respirar esa música invisible, y sentarse a la madrugada en un puestito de la playa, y contemplar el océano bajo las estrellas cariocas. Simplemente ser y estar, como ese hombre de la mesa de al lado que dentro de cinco horas –a las siete de la mañana, cuando yo corra las cortinas de la habitación del hotel– seguirá allí intacto e inmutable, esperando que nada suceda, que nada perturbe su feliz existencia desolada.
Así transcurre la primera ligera noche en Río, en Ipanema, unas horas después de que una mujer, mientras yo esperaba mi turno en un teléfono público, sorpresivamente me invitara a una fiesta de cumpleaños, indicándome detalladamente la cercana dirección donde se iba a realizar. “¿A qué hora?”, pregunté. “A nove.” “¿Y hasta qué hora”, insistí, ya que aún debíamos ir a cenar. “¿Hasta qué hora?... Oh, echernamenchi”, contestó sonriente antes de perderse para siempre.
La vista desde la ventana del hotel es un sueño desmesurado. El mar esmeralda, la arena blanca, las palmeras flameando y las veredas alfombradas con las hojas ocres y cobrizas que caen constantemente de los almendros conforman una postal de ensueño. Todo brilla bajo el sol que, como una moneda en llamas, ya muerde desde Barra da Tijuca hasta Flamengo y broncea los cuerpos de los tempraneros playistas, patinadores, ciclistas y aerobistas que copan las extensas veredas de la avenida Atlántica. La panorámica es más deslumbrante aún desde el piso 23, donde se toma el desayuno en las mesas que rodean la piscina. Y, por supuesto, serán más maravillosas todavía un rato después, desde las alturas del Pan de Azúcar y del Cristo Redentor. Hacia allí vamos, recorriendo Copacabana en dos jeeps descapotados que permiten apreciar las playas hacia un lado y los edificios y hoteles hacia el otro. Ahí está el señorial Copacabana Palace, con su impecable fachada blanca y su elegante y distinguida entrada. Inaugurado en 1923, este tradicional y emblemático hotel –uno de los primeros que se construyó sobre la playa– fue proyectado por el arquitecto francés Joseph Gire e inspirado en dos grandes hoteles del sur de Francia, el Carlton de Cannes y el Negresco de Niza.
Justo enfrente, un malhumorado moreno no permite que fotografiemos el gigante e impecable castillo de arena que acaba de construir con talentosas y pacientes manos. Tan grande es esa verdadera obra de arte que hasta podría verse desde los 220 metros de altura del morro de Urca, primera escala del teleférico donde somos recibidos por varios sagüí, unos simpáticos monitos que deambulan por entre el follaje y hasta posan para las fotos. Minutos después, una vez llegados a los 575 metros del segundo morro –el Pan de Azúcar propiamente dicho–, la mirada queda atónita ante las vistas de casi 360 grados de la ciudad. Desde allí es posible contemplar toda la extensión de Copacabana, la infinitud del mar, el Cristo Redentor, el centro urbano, la Bahía de Guanabara, el Fuerte de Sao Joao, el palacio en miniatura de la Isla Fiscal y Niteroi. Y una vez más es necesario alcanzar ese nivel de abstracción que permite percibir la melodía violácea de la noche para poder, desde aquí, trasladarse hasta el día de Año Nuevo de 1502 e imaginar la cara –y la mirada, y la sorpresa– del navegante portugués André Gonçalves ante la preciosidad de la bahía que acababa de descubrir. Quizá fue eso –el quedar aturdido ante el paisaje que rodeaba a la embarcación– lo que hizo que la confundiera con la desembocadura de un río, y que denominara al lugar Río de Janeiro. Río de Enero, que es mar todo el año.
Cada vez contemplamos a Río desde más arriba, ya que en menos de una hora –después de circular por la hermosa Rúa das Laranjeiras, que atraviesa el pintoresco barrio del mismo nombre– ascendemos en tren hacia los 710 metros del morro Corcovado. El exuberante verde y las variadas flores y aromas, sumadas a los múltiples cantos de los pájaros, hacen del trayecto un placentero y relajante paseo. Una vez arriba, sorprende la infraestructura de ascensores y escaleras mecánicas disponibles para llegar hasta el pie del Cristo Redentor. Y allí, una vez más, las panorámicas maravillan a los cientos de turistas que no paran de sacar una y mil fotos de la Laguna Rodrigo de Freitas, las playas de Ipanema y Leblon, el Jardín Botánico, el Jockey Club, el legendario Maracaná, un sector del Parque de Tijuca, Botafogo, Copacabana, Flamengo, la Bahía de Guanabara y, claro, el Pan de Azúcar. Fotografiarse “junto” al Cristo –estatua de 30 metros construida entre 1926 y 1931– no es tarea sencilla; hay que instalarse en un punto preciso de una de las escaleras y pedirle a alguien que baje unos cuantos escalones para que el plano sea posible. Y todos lo hacen, más allá de los amontonamientos y la incomodidad que se produce en la circulación de los visitantes.
El descenso se hace nuevamente a bordo de los jeeps, realizando el tramo final a través del precioso barrio de Santa Teresa, donde es posible apreciar magníficos edificios de inicios del siglo XX, antiguas mansiones, coloridas casas coloniales, estrechas callejuelas circulares y hasta un tranvía desbordado de gente que cruza el distrito traqueteando por su calle principal, Alexandrino. Y ahí nomás, en bajada, uno de los jeepspierde la dirección y debemos detenernos para repararlo. Mientras algunos automovilistas se ofrecen gentilmente a colaborar, le pregunto a Angela, una de las guías: “¿Es peligroso?”. “No, e caluroso”, responde sonriente y despreocupada. Más allá de su respuesta, conviene visitar Santa Teresa en compañía de algún guía local o algún carioca amigo.
Por entre el humo de los tentadores brochettes de un puesto callejero se dejan ver tres enormes y modernos edificios que, junto con el gentío que va y viene y el enloquecido tránsito de autos, ómnibus y taxis, forman un cuadro urbano digno de las más grandes metrópolis del mundo. Y es ese contraste entre naturaleza y urbe lo que hace de Río una ciudad tan fascinante. Porque, en menos de media hora, uno tiene la posibilidad de pasar de la tranquilidad y la calma de las playas tropicales al ritmo infernal de su zona céntrica, donde se amontonan con pocas cuadras de diferencia los distritos financiero y colonial. Ahí, la historia y el presente se confunden en una variada fisonomía arquitectónica que, para el amante de las grandes ciudades, resulta tan atrapante e irresistible como la gran cantidad de librerías, disquerías y tiendas comerciales que abundan en la zona. Entre las visitas que no hay que dejar de realizar se cuentan las iglesias Nossa Senhora de Montserrat y La Candelaria, construida en el siglo XVIII. Situada frente a la plaza Pío X, esta famosa iglesia tiene una magnífica fachada de piedra labrada, espléndidos interiores con revestimientos de mármol y puertas trabajadas en bronce. Si uno se deja llevar por el azar, y no se aleja demasiado del radio en cuestión, indefectiblemente desembocará en el Arco do Teles, hermoso pasaje de callejuelas empedradas donde abundan los barcitos y restaurantes de antiguas y coloridas fachadas, cada una de ellas con sus correspondientes faroles y floridos balcones. El recorrido que hacemos, en plena hora pico, cruzándonos con cientos de miles de cariocas que salen de sus trabajos, apenas nos permite realizar paneos relámpago del antiguo Palacio Imperial –construido en 1743, ubicado en la Plaza 15 de Noviembre y actual sede de la Biblioteca Paulo Santos–, el elegantísimo Palacio Tiradentes y el Centro Cultural Banco de Brasil, con su alta cúpula circular, una biblioteca que atesora más de 100 mil volúmenes y sus dos teatros.
En esta zona hay dos lugares que sí o sí hay que conocer. Uno de ellos es la Confitería Colombo, ubicada en la peatonal Gonçalves Dias. Al igual que nuestros Tortoni, La Ideal o Las Violetas, este soberbio sitio fundado en 1894 es el símbolo de la opulencia de la alta sociedad carioca de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Sus inmensas vitrinas, sus espejos de cristal belga, el enorme vitreaux que decora el techo, las delicadas sillas de esterilla y los ricos entalles de madera –más un pianista tocando clásicos de la música brasileña– definen un ambiente en el que dan ganas de quedarse a vivir.
El otro lugar ineludible es el Teatro Municipal, situado en la calle Manuel de Carvalho y vecino de la Biblioteca Nacional, del Palacio Pedro Ernesto y del Museo Nacional de Bellas Artes. De estilo neoclásico, y construido en 1904, tiene una de las mejores fachadas del mundo en lo que a teatros se refiere. Por las noches, su iluminación engalana esta zona del centro de la ciudad y obliga a detenerse para contemplarlo por unos cuantos minutos.
De regreso en Buenos Aires, hay que tomarse el atrevimiento de contradecir un poco el “tristeza nao tem fin; felicidade sim” de Vinicius de Moraes. Porque ya otra vez en casa, mientras las hojas de los almendros siguen cayendo sobre las rúas ahora lejanas, y la voz de Marisa Monte intenta desde el minicomponente devolver al cronista a esos días de fulgurante sol y radiante luna cariocas, la felicidad del viaje noha terminado: va mutando en saudade, en una leve melancolía verde amarelha que tiñe para siempre el recuerdo de Río. Echernamenchi.
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