Domingo, 18 de septiembre de 2005 | Hoy
CACHEMIRA > EN LA REGIóN DEL NOROESTE DE INDIA
Es una de las zonas más hermosas del mundo. Pero también fue una de las más conflictivas. Hoy, con el proceso de paz en marcha, renace el turismo internacional en esta región del Tíbet indio, en las alturas del Himalaya. Allí está el lago Dal, donde se mecen las exóticas barcazas-hotel, símbolo del lugar, y navegan botes cargados de flores y frutos como jardines flotantes de un paraíso lejano.
Por Lola Huete Machado *
Te dicen: “Cachemira”. Y todo aparece delante de tus ojos: agua y agua; bosques habitados; mil verdes en mil valles; una luz siempre tamizada; la mole espectacular de las cumbres del Himalaya, las carreteras endiabladas repletas de convoyes militares que ascienden hasta casi los 5000 metros hacia la región del Ladakh, una de las más altas, remotas y despobladas de la Tierra, el Tíbet indio, la ciudad de Leh; el Indo, ese río mítico...
Es éste un mundo extremo, de dimensiones extraordinarias: el estado de Yamu y Cachemira, la región más noroccidental de India, que ha sido hindú, mogol, parte de Afganistán, del imperio sij; que es una de las más hermosas, si no la más; una de las más conflictivas, si no la más. “Sobrepasa en belleza todo lo que mi ardiente imaginación había previsto”, escribió el filósofo francés François Bernier en 1665. “Si hay un paraíso en la Tierra, está aquí”, dicen que exclamó el emperador mogol Jehangir en ese mismo siglo. Y así, todos los que la han visitado alguna vez.
Pronuncias “Cachemira” y ahí están –de la austera Derby Shire a la lujosa Gul Noor– las casi mil barcazas-hotel (houseboats) de herencia británica, ancladas en el lago Dal, en Srinagar, la capital de verano del Estado, que nacieron en el siglo XIX por una indicación del marajá. “Británicos, bienvenidos a mis tierras, pero no podréis edificar en ellas”, vino a decir. Los aludidos, cuyo imperio marcó el destino de India y Pakistán en general hasta su independencia en 1947, y el de Cachemira en particular hasta el mismo día de hoy, cumplieron sus deseos. Levantaron sus viviendas sin usar un solo palmo de suelo: construyeron casas de madera como grandes barcos y los anclaron en el lago Dal y también en el Nagin y, luego, hasta en las aguas del río Jhelum, que atraviesa juguetón la ciudad.
Como resultado de aquella iniciativa, los hoteles flotantes son hoy símbolo del lugar, y el Dal, que en realidad son tres lagos separados por diques, ganó peso, se afianzó como corazón de Srinagar. Por él, las shikaras, una especie de góndolas austeras y estilizadas, se deslizan sigilosas, dibujando una procesión eterna de puestos ambulantes. Hombres, mujeres, niños en cuclillas que reman y reman –manos encallecidas, piel cuarteada– transportando leña, alimentos, flores o utensilios para sus humildes casas escondidas entre los recovecos y las zonas pantanosas del lago. Hombres, mujeres, niños que regresan a ofrecer flores, frutas, té, miel, alfombras, joyas o artesanía a las parejas de turistas felices que se acomodan, enamorados o no, en otra barca vecina, preparada para el paseo, con dosel policromado, definitivamente romántica. Tras todo se va inevitablemente la vista en este lugar de Cachemira: los campos de nenúfares allí, los jardines flotantes repletos de color acá; las islas en el centro del lago donde los indios se reúnen para el picnic; la ropa ajada tendida en las barandas; la mirada profunda de sus gentes; el cielo, el lago y las montañas fundidos en el mismo azul rotundo.
“En el Dal no hay visitante que no se relaje del estrés del Sur”, dice Mansú, el remero adolescente de ojos de tigre, orgulloso de su shikara, a la que ha bautizado Lucky 7. “¿Venís de India?”, pregunta Mansú. Y preguntan eso exactamente también muchos lugareños (nueve millones de habitantes en todo el Estado, 35 habitantes por kilómetro cuadrado), en las tiendas, en los restaurantes, aunque es en India donde nos encontramos. Hasta que caes en la cuenta de que muchos aquí siempre tiraron más hacia Pakistán, el país vecino. Porque Yamu y Cachemira es de mayoría musulmana (el 80 por ciento, mientras en todo el país se invierte la proporción: 14 por ciento de musulmanes y 80 por ciento de hindúes).
Recientemente, tras las elecciones de 2004, que ganó el Partido del Congreso, se profundizó en un proceso de paz que ha traído de nuevo la esperanza a la zona. Permite ya que circulen autobuses entre sus fronteras, que se reúnan familias separadas desde hace medio siglo, que hablen entre sí líderes políticos y separatistas. Y que el ciudadano Irshad Wani, dueño de una casa de huéspedes en Srinagar, en el bulevar cercano al lago Dal, la Wani Guest House, se plantee reabrirla, tras permanecer cerrada los últimos años. Aquel lugar en el que tantas cosas nos sucedieron durante el viaje...
Cierro los ojos y aún la oigo: “Vete a la otra carpa, mira a ver cómo es mi marido, luego vienes y me lo cuentas”. Allí me quedé, con el corazón impactado, mirando al grupo de musulmanas, felices, parlanchinas, engalanadas de color y oro, universitarias, acomodadas... Era un ruego hecho en un momento crucial. Una joven india se lo pide el día en que contrae matrimonio, previamente arreglado por sus padres, a una europea. Y ésa era yo, casualmente invitada al acontecimiento nupcial. La única occidental. La única a la que se le permite husmear entre varones y hembras, que celebran por separado, como es tradición, una ceremonia de enlace doble, pues se casan dos mujeres al mismo tiempo, Jama y Shaheen Ara Wani, las hermanas de Irshad. La fiesta se celebra en la misma Wani Guest House, el negocio y la residencia familiar.
Pero antes de todo eso, ascenso al La-dakh. Porque Srinagar es, era, el mejor camino para acercarse hasta Leh, la capital de la región, cuatrocientos kilómetros más allá, casi se diría que en altura. Un viaje al techo del mundo en taxi, autobús, en burro, a pie; atravesando collados espeluznantes, como el Zoji-lá, a 3529 metros; deteniéndose en mercados, como el de Sonamarg, punto de encuentro de tibetanos, lamas, turistas que empiezan o terminan su trekking; donde se alquilan caballos, donde se vende leña, arroz o almizcle; esperando a que el ejército dé paso al taxi, pues en la pista sólo cabe un vehículo. “Lamayuru es un pueblo totalmente tibetano a 4000 metros de altura. Tiene un monasterio con decoración en las paredes de monstruos, budas y ruedas de la vida, donde guardan muchos libros sagrados”, se lee en mi cuaderno. “Hay que entrar descalzos en el templo, un fuerte olor a aceite lo inunda todo, las letrinas exteriores son apenas un muro en medio de la nada que oculta un agujero en la tierra, y los niños llevan como sistema antipís otro agujero en los pantalones a la altura del culo.” Todos aquí ríen. Mayores y chicos. Budistas felices. De su religión abundan los símbolos: ruedas de oración, banderas que rezan y rezan con el batir intenso del viento, hermosos monasterios medievales... Asciendes y asciendes: “La subida al Konki-lá, a 4905 metros, es tremenda. Llegamos todos medio asfixiados, por el esfuerzo y por las vistas”.
Aquéllas del verano de 1989 eran, y nadie lo sabía, las últimas jornadas en que los turistas internacionales íbamos a pulular tranquilamente por los valles de Pahalgam o Gulmarg, repletos de lagos y bosques, de templos hindúes, de fuentes llenas de peces sagrados; a recorrer asombrados, lentamente, la impresionante carretera entre Srinagar y Leh; a alquilar entusiasmados las houseboats. Estas, construidas en madera, repletas de detalles victorianos, de filigranas, rezuman exotismo en su decoración, en las telas, las especias, el oro y la plata de las cuberterías. Esas barcazas con salones, dormitorios y porches son el lugar ideal para perderse; donde dormir y comer y amar y mirar al agua fundirse con la silueta de las montañas; donde ser atendido con primor: los empleados vestidos con ropajes lujosos del tiempo del Raj; donde tumbarse en las hamacas y observar el ir y venir de las criaturas del lago.
Jama Wani estaba tranquila, pero Shaheen, la menor de las hermanas, vomitaba por los nervios desde hacía días. Cargada de oro, lloró amargamente el día de su boda. Se terminaba su infancia. Ella fue la que me pidió que fuera a espiar las características de aquel al que había quedado ligada. “Mis padres saben mejor que yo quién me conviene”, decía. Respiré, fui a la carpa de los hombres y hablé con uno y con el otro. Ambos ingenieros. “Es perfecto”, le comenté. ¿Qué otra cosa podía decir? Respiró aliviada. Hoy, dice Irshad, sigue casada, reside fuera y espera, como tantos otros, que Cachemira recupere la paz z
* El Semanal/EPS.
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