Domingo, 2 de octubre de 2005 | Hoy
SUIZA EN EL VALLE DEL RíO SARINE
Una visita al castillo y al pueblo de Gruyères, situados sobre una colina enmarcada por montañas de gran altura y densos bosques de pinos. Un paisaje de cuento de hadas, con cabañas de madera en las laderas y lagos en el valle. Y aunque el muy antiguo nombre medieval deriva de un ave, la grulla, es conocido en todo el mundo por el famoso queso y no por su larga historia.
Por Graciela Cutuli
Como el resto de Suiza, Gruyères está hecho de paradojas. Tal vez porque entre modernidad y tradición –y Suiza es maestra en el arte de combinarlas– siempre se deslizan sorpresas. Empezando por el nombre mismo de Gruyères, ya que si esta localidad suiza es conocida por sus quesos, el nombre deriva en realidad de una especie de ave, la grulla (grue, en francés). La segunda es que, a pesar de su fama ahuecada, el verdadero queso gruyère no tiene agujeros, o bien los tiene muy pequeños. En realidad, el queso agujereado es el emmenthal. Y se hace en otro valle suizo, del otro lado del röstigraben. Pero éstas no son las únicas paradojas de Gruyères, ciudad ideal no sólo para los amantes de la historia y los castillos, sino también para los amantes de la buena mesa.
La frontera de la papa El pueblo y el castillo de Gruyères, más famosos en Suiza que el queso homónimo, están situados sobre una colina enmarcada por montañas de gran altura, que vigilan todo el valle del Sarine. Este lugar estratégico permitía controlar toda una región situada en la encrucijada de la Confederación Suiza con sus poderosos vecinos, durante los turbulentos siglos del fin del Medioevo y el Renacimiento. La comarca fue escenario de una de las más famosas victorias suizas, en la vecina localidad de Murten, sobre las tropas del duque de Borgoña en 1476. El Sarine, que baña los pies de la colina de Gruyères, nace en las mismas montañas donde se encuentra la elegante estación de deportes de invierno de Gstaad. Al bajar los valles, se transforma varias veces en lago y cruza Friburgo, la capital regional, para entrar en la Suiza germánica y allí cambiar de nombre. De hecho, el río mismo marca la röstigraben, es decir la frontera del rösti (un plato típico hecho de papas ralladas y doradas en sartén, que se come en la Suiza germánica pero no en la francófona, delineando una frontera gastronómico-lingüística natural). Sobre la orilla izquierda del Sarine, luego de Friburgo, la toponimia es francesa, en tanto en la opuesta es alemana.
Pero quizá el castillo de Gruyères vigilaba esta frontera en otros tiempos. Hoy vigila los autos y los micros que suben desde el valle hasta sus amplias playas de estacionamiento (los autos están prohibidos en el pueblo). Cualquiera sea la época, cuesta encontrar lugar, porque Gruyères es uno de los lugares más visitados de Suiza: por su castillo, por la belleza del sitio y por supuesto por el queso. El paisaje parece haber sido hecho a medida por pintores románticos o para servir de marco a los mejores momentos de Heidi, la novela de Johanna Spyri. No falta nada: montañas, densos bosques de pinos, cabañas de madera en el flanco de las montañas, vacas con cencerros, lagos en el valle, alguna que otra cumbre nevada donde hay seguramente un edelweiss. El toque final de romanticismo lo da el castillo mismo, que levanta sus torres techadas de tejas color ocre en medio de este panorama de cuentos de hadas. En verano y en primavera, las flores campestres le ponen puntos coloridos; en invierno, la nieve le da un encanto aún más especial. Y los hilos de humo que salen de las chimeneas adelantan promesas de ricas fondues: ¿acaso los habitantes del cantón de Friburgo no dicen que su fondue, la moitié-moitié (mitad gruyère, mitad vacherin), es la mejor de toda Suiza?
Viejas piedras y ciencia ficción Al desembocar en la calle única del pueblo, el mismo encanto perdura. De ambos lados, las casas y casonas remiten a siglos de historia. El emblema del pueblo, del castillo y de la familia ducal original, la grulla, está por todas partes. El castillo de Gruyères está documentado a partir del siglo IX, pero en verdad la mayor parte de la construcción actualmente visible data del siglo XV. Diecinueve condes de Gruyères se sucedieron hasta que el último de ellos presentó la bancarrota en 1554 y su castillo pasó a manos del cantón de Friburgo. De 1848 a 1938, fue vendido a la familia Bovy, compuesta por mecenas y artistas que lo restauraron y lo salvaron de la destrucción. Hoy, el castillo es nuevamente posesión del Estado de Friburgo y en sus instalaciones funciona un museo.
La calle única de Gruyères, ancha y llena de recuerdos de otros tiempos (por ejemplo, el sistema de medición de granos municipal), lleva directamente hasta la explanada y el patio interior del castillo. En Suiza, vanguardia y tradición van siempre de la mano. No es de sorprenderse entonces si junto a las viejas piedras medievales del castillo vive una de las criaturas más famosas de la ciencia ficción: el Alien. Un bar temático y un museo están dedicados a la obra de H. R. Giger, el creador de la pesadilla más famosa del cine del siglo XX. En los distintos pisos del museo, instalado en una casona antigua junto al castillo, se ven esculturas, telas, proyectos, muñecos del Alien y otros monstruos que forman el universo fantástico y futurista de Giger.
Otro viraje en el tiempo: sobre la explanada del castillo, donde otrora soldados de armadura vigilaban el valle del Sarine, atormentadas esculturas inspiradas por los famélicos personajes de Giacometti forman también un ejército intrigante.
Tesoro de guerra El castillo se visita pieza por pieza, a lo largo de tres pisos. En varias de ellas hay exposiciones temporarias, en tanto las demás recuerdan las distintas épocas de su historia. La cocina es más bien de ambientación medieval, como la Sala de los Guardias, con su enorme hogar. La grulla, una vez más, está en todas partes: sobre las puertas, los escudos, en los vitrales de las ventanas y sobre las placas de acero de las chimeneas. En la Sala de los Caballeros, un mural representa a Gruerius (vivió supuestamente alrededor del año 400), el fundador legendario de Gruyères, que captura una grulla y la presenta como su animal heráldico. Algunas habitaciones, sin embargo, son más interesantes que otras. El Salón Corot atesora cuatro paisajes pintados por el famoso pintor francés, amigo de la familia Bovy. El mobiliario en muchas salas es de colección, y va del siglo XV al siglo XIX. Una de las salas más entrañables es la de la Belle Luce, una habitación enteramente amueblada por la familia Bovy sobre la base de una leyenda local que contaba los amores del conde Jean II (1514-1539) con Luce, una muchacha del pueblo.
En la Sala del Arte Fantástico, hay una tapicería de Jan Lurçat, uno de los principales artistas del género del siglo XX. Pero el verdadero tesoro del castillo está en la Sala de Burgoña. Se trata de tres capas de luto que pertenecieron a miembros de la famosa Orden de la Toison d’Or, fundada por el duque de Borgoña Carlos el Temerario, y que fue una de las órdenes más prestigiosas de la Europa de su época. Estas capas son un trofeo de los friburgueses tras la batalla de Murten. En la misma sala, hay más tapices de Lurçat. Los amantes de tapices notarán también los tapices flamencos de la Sala de los Condes, del siglo XVI, comprados por la familia Bovy para adornar el castillo.
La visita sigue por distintas salas, donde se ven exposiciones permanentes y temporarias (hasta el 30 de octubre hay una muestra de obras de Patrick Woodroffe, un paisajista futurista; para Navidad se prevé una muestra de pesebres). Desde el segundo piso, se tiene una vista hermosa sobre el jardín a la francesa del castillo, sobre sus murallas y el alto valle del Sarine. La visita termina en la capilla, renovada en 1480 sobre el emplazamiento de una construcción más antigua.
Un trocito de queso Claro que no se puede pasar por Gruyères sin dedicar tiempo al queso. Las dos etapas principales de esta peregrinación son los pueblos de Pringy y Moléson. Pringy está en las inmediaciones de Gruyères: allí se encuentra la quesería-demostración, una inmensa construcción que combina las funciones de tienda de recuerdos, restaurante y quesería para visitar. La fabricación del gruyère es más bien industrial, pero incluye degustación. En Moléson, por el contrario, se visita una quesería artesanal. Arriba en la montaña, al pie de la cumbre del mismo nombre (sobre cuya cima de 2002 metros hay un observatorio astronómico), este pueblito es una típica postal. Casas esparcidas entre los prados, vacas que pastan (¡faltaría poco para que sean de color lila!), trazados de pistas de esquí entre las selvas de pinos, flores en las ventanas de las casas, chalets de madera. En uno de estos chalets, que se remonta al siglo XVII, se encuentra la fromagerie d’alpage (quesería de altura), una fiel réplica de las queserías de verano de los pastores que pasaban la temporada de calor con sus rebaños en los Alpes, fabricando estos quesos que luego vendían en el valle una vez llegado el invierno.
Paso a paso, en un ambiente original, donde se acumulan las herramientas y utensilios tradicionales a la manera de un “ecomuseo” (en un rincón del chalet, hasta se reconstituyó la habitación del armailli, nombre que se le da al pastor), se sigue todo el proceso del gruyère, pero también del vacherin, el otro queso de la región (y el restante 50 por ciento de la fondue moitié-moitié). El maestro quesero fabrica las hormas de gruyère a mano, según las recetas ancestrales, y las calienta con leña. De la leche a la horma se sigue un complejo y largo proceso, hasta que el queso queda listo para ser almacenado en el saladero, una pequeña cabaña de madera al lado del chalet.
Como en los viejos tiempos, el gruyère de la fromagerie d’alpage será bajado al valle para ser vendido y degustado en los renombrados restaurantes de Friburgo, de Murten y de Gruyères.
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