Domingo, 4 de diciembre de 2005 | Hoy
JUJUY > DE PURMAMARCA A LA PUNA
Desde San Salvador de Jujuy, un itinerario por la Quebrada de Humahuaca y la Puna. De Purmamarca a las Salinas Grandes; de Humahuaca a Casabindo, un viaje por los territorios del antiguo Kollasuyo, cuya impronta cultural sigue vigente en toda la provincia. También una visita al Pucará de Tilcara, la gran fortaleza incaica del Noroeste argentino.
Por Julián Varsavsky
Un viaje por Jujuy implica atravesar casi el único lugar del país donde perdura con fuerza mayoritaria la raíz indígena de la Argentina, que aflora en los rostros y el color de la piel de casi toda la población. Pero esa impronta se refleja también en la vestimenta, la comida, la música, la religión y en algunos casos hasta en el idioma, ya que todavía hay gente que se expresa en quechua. Jujuy es claramente la herencia indirecta del Kollasuyo –el antiguo imperio Inca–, cuya presencia no es una mera declamación sino una expresión viva y resignificada a través de los siglos. Si bien esa cultura ancestral fue mutando por el simple paso del tiempo y también obligada a cambiar por la fuerza, no fue anulada ni desapareció en los estándares de la cultura global. Para que no queden dudas, en Jujuy se venera por igual al Dios de los cristianos y a la Pachamama.
El viaje por Jujuy parte desde San Salvador, una ciudad que generalmente sirve de base para realizar las excursiones. Pero aunque muchos se alojan en la capital provincial, en verdad eso no es lo más recomendable para explorar a fondo la riqueza cultural y la variedad de paisajes que tiene Jujuy. En primer lugar hay que tener en cuenta que la provincia no es muy grande, así que se la puede recorrer sin urgencias, disfrutando de cada lugar y de su gente, más o menos en una semana.
El primer punto donde conviene detenerse al salir de San Salvador es el poblado de Purmamarca, ubicado a 65 kilómetros de la capital. Se llega por la Ruta 9 (de asfalto en toda la Quebrada de Humahuaca) y quien no tenga auto dispone de colectivos de línea varias veces por día. Antes de llegar a Purmamarca hay un desvío en la Ruta 52, y a los pocos kilómetros –tras una hilera de álamos–, aparece de repente el famoso arcoiris de piedra del Cerro de Siete Colores, que despliega unas extrañas franjas de minerales en forma de zigzag. La gama de colores del cerro supera por lejos a la de un arcoiris. El más llamativo es el violeta intenso que se va degradando hacia abajo a través del turquesa, el verde, el azul, el celeste y el blanco. Hacia el otro extremo de la escala –siempre de manera desordenada–, las líneas se tornan rojizas como la arcilla, rosadas, naranjas, amarillentas y grisáceas, con imperceptibles tonos intermedios de transición.
En Purmamarca estamos ante uno de los paisajes jujeños por excelencia –y acaso únicos en el mundo–, que deslumbran no sólo por su belleza sino también por la originalidad de sus colores. En semejante contexto yace el poblado, al pie del escarpado Cerro de Siete Colores, fundado en 1594. Como anclado en el tiempo, es quizás el que mejor ha preservado su arquitectura colonial. Sus callecitas de tierra suben a la montaña, y las casas de adobe parecen brotar de la tierra. Unas veinte manzanas se arremolinan alrededor de una plaza con un cabildo y una iglesia cuya fecha de construcción está cincelada en el dintel de madera de la entrada: 1648.
Muchos turistas suelen llegar a Purmamarca en grandes autobuses por la mañana –hora ideal para fotografiar el cerro– y parten raudos en menos de una hora. Cuando se van, el pueblo queda casi desierto y recupera su natural ambiente sereno. Y ése es el verdadero pueblo que vale la pena visitar, quedándose una o dos noches en una de las posadas del lugar, algunas bastante lujosas, pero con una arquitectura acorde al contexto.
En los momentos de aglomeración, los purmamarqueños son esquivos. En general, los turistas les toman fotos mientras los atosigan con preguntas, sin esperar la meditada respuesta que viene detrás. Pero en los pueblos de la Quebrada de Humahuaca la gente no grita; el silencio los acostumbra a hablar despacio, casi en susurros (salvo en Carnaval). Y la barrera de la timidez se levanta, justamente, cuando uno se acerca con timidez, evitando hacer demasiadas preguntas. Por eso hay que quedarse en Purmamarca. Al entrar en confianza, quien antes se expresaba con monosílabos es capaz de ofrecer un extenso monólogo relatando su vida con sumo detalle. La única condición que imponen los lugareños para explayarse es el respeto a sus sagrados silencios, esos espacios en apariencia vacíos, que resultan insoportables para el hombre de la ciudad.
Alrededor de la plaza acapara la atención de los visitantes el mercado artesanal, tan colorido como el cerro que se levanta al fondo del paisaje. A diferencia de lo que ocurre en la vecina Tilcara, en la feria del pueblo –que es relativamente cerrado a los de afuera– no hay hippies sino exclusivamente pobladores del lugar, de auténtica raigambre indígena. Por un lado se ofrece una variada gama de cerámicas (vasijas, tazas, platos, cazuelas y toda clase de adornos, siempre decorados con motivos indígenas). También hay fuentes de madera de cardón y toda clase de tejidos, el otro producto típico y ancestral de la zona. La oferta incluye aguayos (mantas), ponchos, gorros, sombreros y bufandas, tanto de lana de oveja como de llama. Y por último están los instrumentos musicales de viento típicos de la Quebrada –de muy alta calidad y no de adorno– como las samponias, las anatas, las quenas y los sikus.
Purmamarca es el punto ideal para emprender unas de las excursiones más hermosas de la provincia que llevan a un paisaje lunar llamado Salinas Grandes, ubicado a 3600 metros sobre el nivel del mar, en las profundidades de la Puna, donde pareciera que se termina el mundo. Los últimos restos de vegetación arbustiva también desaparecen y de pronto, tras la Cuesta de Lipán, la Puna sur se despliega sobre una planicie desértica y totalmente blanca que se pierde en el infinito.
En las Salinas Grandes no hay un solo arbusto, ni una rama seca, ni vestigio aparente de toda vida. Solamente se vislumbra un suelo liso con resquebrajamientos en forma de pentágono que se reproducen con la exactitud matemática de una telaraña. La única excepción son unos misteriosos conos de sal –en realidad, acumulados por los trabajadores de la salina–, y unos rectángulos cavados en el suelo para extraer bloques de sal. Difícilmente otro paisaje pueda transmitir mejor la idea de la nada absoluta; la dolorosa belleza del reino de la soledad.
La segunda estación de este recorrido por la Quebrada –donde vale la pena quedarse una o dos noches más– es el pueblo de Tilcara, treinta kilómetros al Norte de Purmamarca. Allí, un alto número de casas es de adobe y por las calles empedradas no circulan los autos, pero corretean los chicos y las gallinas. Algunas llamas pastan en el patio de un hotel y en ciertas casas se pueden ver grandes vasijas indígenas encontradas en el lugar. Es por eso que el mote de ser la “capital arqueológica del NOA” no es para nada una exageración. Y porque a un kilómetro del pueblo, en las alturas de un cerro, se erigen los restos del Pucará de Tilcara, un asentamiento fortificado de antigüedad casi milenaria descubierto en 1908.
Caminar por los recintos cuadrangulares de este laberinto de muros y casas de piedra que es el Pucará de Tilcara inspira un silencio reverencial. Este poblado fortificado medía 17 mil hectáreas y vivían en él unas 2 mil personas. Algunas casas están reconstruidas y sus entradas son tan bajas que para ingresar hay que agachar el cuerpo. En su interior hay esculturas de indígenas omaguacas de tamaño natural, inmersos en sus quehaceres domésticos. Uno podría pasarse horas recorriendo los recovecos del Pucará, o caminando con el pasto hasta las rodillas entre los cardones, sobre grandes piedras milenarias desperdigadas al azar que alguna vez sirvieron para sostener los muros de una infranqueable fortaleza incaica.
La tercera parada de este periplo quebradeño es Humahuaca, el pueblo más grande de toda la zona, cuyas callecitas empedradas se van iluminando al atardecer con los faroles coloniales de hierro forjado clavados en las paredes de adobe. Humahuaca es la sede principal del famoso Carnaval de la Quebrada, y quien no venga para esa fecha igual puede tener un acercamiento a la riqueza de ese fenómeno sincrético visitando el Museo Folklórico Regional, donde se exhiben instrumentos y disfraces.
El lugar por excelencia para conocer la riqueza musical y gastronómica de Jujuy es la peña-restaurante de Fortunato Ramos, donde transcurren los almuerzos más animados de Humahuaca. Este músico y escritor –autor del relato que inspiró la película La deuda interna, de Miguel Angel Pereyra– ofrece un espectáculo artístico con su grupo musical, paseando su talento vocal e instrumental por géneros como el carnavalito y la zamba, para terminar con un notable solo de erque (corneta de caña de tres metros de largo con un cuerno de vaca en la punta). Además recita sus poesías y ofrece un monólogo sobre la cultura popular jujeña, mientras el público saborea una entrada de tamales de charqui (carne secada al sol) y una cazuela de cabrito con papas y salsa de morrones. Para los postres hay dulce de cayote con queso de cabra, coronando un banquete criollo de primer nivel.
Desde Humahuaca se puede incursionar también en la Puna y regresar en el día. El lugar más interesante es Casabindo, uno de esos pueblitos extraviados en el silencio de la Puna. En el camino se atraviesa una árida altiplanicie a 3400 metros de altura, donde reinan el polvo, el viento y la soledad. Inesperadamente se cruzan tropillas de llamas blancas y marrones que levantan la cabeza con asombro, otorgándole una inusitada vida al paisaje. Y en la lejanía aparece la imagen borrosa de las torres blancas de la iglesia de Casabindo, conocida como “La Catedral de la Puna”, que a simple vista luce desproporcionada para los doscientos habitantes de este pueblo sin sombra por la falta de árboles.
Las casas de adobe están un poco desperdigadas, y por sus calles de tierra y arena, normalmente, casi nunca transitan autos. Salvo el 15 de agosto de cada año, cuando se lleva a cabo en Casabindo la única corrida de toros del país, que tiene la singularidad de que no se le hace ningún daño al toro (sólo hay que quitarle con la mano una corona de monedas que tiene en los cuernos), y la única sangre que corre –con bastante asiduidad– es la de los hombres corneados por las bestias. A las seis de la tarde, cuando el frío y el viento señalan de que la fiesta ha terminado, la caravana de autos se retira levantando una polvareda que se pierde en la lejanía del Altiplano. Y al llegar la noche los ínfimos arroyitos junto a la ruta se congelan y Casabindo, en medio de la nada, vuelve a sumirse en el silencio y la absoluta oscuridad.
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