Sábado, 24 de diciembre de 2005 | Hoy
SANTA CRUZ > LA NAO VICTORIA EN PUERTO SAN JULIáN
Desde el pasado 9 de diciembre se puede visitar en Puerto San Julián una réplica de la Nao Victoria, aquella legendaria embarcación de la flota de Hernando de Magallanes que dio la vuelta al mundo por primera vez.
Por Julián Varsavsky
Hace casi cinco siglos entraron en la Bahía de San Julián cinco intrépidas naves españolas de las cuales una sola –la Nao Victoria– sería la primera en dar la vuelta al mundo. Era la legendaria flota de Hernando de Magallanes, en busca de un lugar reparado donde aprovisionarse y pasar el invierno. El calendario marcaba “Sábado 31 de marzo de 1520” cuando el portugués que navegaba en nombre de la corona de Castilla y León dio la orden de echar anclas.
Aquel episodio histórico, que fue el preludio del descubrimiento del Estrecho de Magallanes y de la primera circunnavegación al globo terráqueo, es recordado hoy en la alejada localidad de Puerto San Julián con la reciente construcción de una réplica a escala real de la Nao Victoria, que se inauguró el pasado 9 de diciembre. La embarcación es considerada un emblema de la historia de la navegación: el 6 de septiembre de 1522 arribó al puerto de San Lúcar de Barrameda al mando de Elcano, tres años después de la partida, completando así la hazaña con apenas dieciocho de los doscientos sesenta y seis marineros que integraban la flota original, entre los que ya no estaba, como todo el mundo sabe, Hernando de Magallanes.
La bahía de San Julián no fue un punto cualquiera de la travesía, sino un lugar clave donde la flota tuvo que esperar más de tres interminables meses la llegada de la primavera para poder seguir viaje. Sin embargo allí, en medio de la nada, ocurrieron sucesos que todavía hoy son recordados. En primer lugar, Magallanes tuvo que enfrentar un motín que tuvo éxito en tres de sus cinco naves. La reivindicación era regresar ante el peligro de perecer de hambre y frío en medio de tamaña aventura. Pero Magallanes recuperó sus naves con un ingenioso ardid y culminó la protesta con la decapitación del capitán Gaspar de Quezada y con el abandono a la buena de Dios en tierras patagónicas de Juan de Cartagena, el veedor de la flota.
El otro hecho histórico ocurrió a mediados de junio, cuando en medio del hastío se presentó un indígena de talla muy grande, “tan grande que con la cabeza apenas le llegábamos a la cintura”, exageró Pigafetta, el cronista de la expedición. Y fue a raíz de ese encuentro que Magallanes llamó a esta región Patagones, por el tamaño de los pies de sus habitantes. Pero si bien es cierto que estos indígenas superaban bastante en talla a los españoles, parecían más grandes por las gruesas pieles rellenas de hierba con que cubrían su cuerpo y los pies, razón por la cual dejaban enormes huellas en el suelo.
En San Julián aconteció también uno de los hechos fundantes de una etapa trágica en América: aquí por primera vez el hierro empuñado por un europeo atravesó la carne de un indígena. Y esto ocurrió cuando, el día de la partida, los españoles quisieron llevarse dos indios de regalo para el rey Carlos I, lo cual desencadenó una rebelión que terminó con muertos de los dos lados.
Esta problemática histórica es la que evoca la nueva Nao Victoria, en la que se instalaron instrumentos de navegación y artillería, y unas figuras realistas con los personajes de la Armada Magallánica. La visita argumental ubica al visitante en espacio y tiempo para que experimente las vicisitudes de aquel viaje épico, con la ayuda de modernas tecnologías de sonido envolvente.
La nao está en tierra firme, sobre la cabecera de la Avenida San Martín, y mide 25 metros de largo por 24 de alto y 6,8 de ancho. Se construyó con madera de roble, pino y materiales sintéticos, y la obra fue dirigida por Fernando Pugliese, quien diseñó el parque temático Tierra Santa en Buenos Aires, sobre la base de unos planos existentes en España.
Cuando se recorre la Nao Victoria, se toma conciencia de la verdadera trascendencia histórica mundial que puede tener ese lugar desértico y perdido en la inmensidad de la Patagonia. Y por sobre todo, comprender la verdadera hazaña de aquellos navegantes que, dadas las condiciones tecnológicas de la época, es equiparable a la epopeya de quienes llegaron a la luna. La flota de Magallanes recorrió 78.000 kilómetros, al impulso del viento, por océanos nunca antes transitados y bajo el “riesgo” de caerse del planeta, ya que hasta ese momento nadie estaba del todo convencido de que la tierra fuese redonda.
En un principio Magallanes le propuso al rey de Portugal financiar su expedición hacia las Molucas buscando una nueva ruta por Occidente, pero el rey no aceptó ya que eso suponía transgredir el Tratado de Tordesillas, que reservaba esa zona geográfica a la corona de Castilla. Luego de este traspié, Magallanes recurrió a los castellanos. Es así que el 22 de marzo de 1518 el rey Carlos I no sólo le autoriza la expedición a Magallanes sino que también le ofrece el monopolio de la ruta descubierta por un plazo de diez años, su nombramiento como Adelantado y Gobernador —con el cinco por ciento de las ganancias netas de las tierras e islas que encontrasen–, y una serie de prerrogativas más.
Después de recalar en las Canarias, la flota pasó frente a las islas de Cabo Verde y a las costas de Sierra Leona, tocando tierra en lo que hoy es Río de Janeiro el día 13 de diciembre de 1519. Los navegantes continuaron hacia el sur, pasando frente al Río de la Plata en marzo de 1520 para llegar al golfo de San Julián, donde los sorprendió el invierno. En la primavera retoman la travesía y descubren Tierra del Fuego, el Estrecho de Magallanes, y finalmente salen al océano Pacífico, como ellos mismos lo bautizaron. La mala suerte de Magallanes quiso que en el largo derrotero de tres meses entre el estrecho y las islas Molucas no apareciera ningún punto de tierra firme salvo algunas islas insignificantes, por lo que la hambruna y el escorbuto azotaron a su tripulación. El “privilegiado” cronista de la expedición –Antonio Pigafetta– fue muy claro en sus anotaciones: “La galleta que comíamos ya no era más pan sino un polvo lleno de gusanos que habían devorado toda su sustancia. Además, tenía un olor fétido insoportable porque estaba impregnada de orina de ratas. El agua que bebíamos era pútrida y hedionda. Por no morir de hambre, nos hemos visto obligados a comer los trozos de piel de vaca que cubrían el mástil mayor... Muy a menudo, estábamos reducidos a alimentarnos de aserrín; y las ratas se habían vuelto un alimento tan buscado, que se pagaba hasta medio ducado por cada una de ellas... Y no era todo. Nuestra más grande desgracia llegó cuando nos vimos atacados por una especie de enfermedad que nos inflaba las mandíbulas hasta que nuestros dientes quedaban escondidos...”.
El viaje interminable lo lleva a Magallanes a descubrir un inmenso archipiélago –el de las Filipinas–, densamente poblado de aborígenes y rico en oro y especias. Y fue la decisión de desembarcar en estas tierras la que iba a costarle la vida, el 27 de abril de 1521. Un grupo de indígenas atacó a la tripulación no bien pusieron un pie en isla de Mactan y Magallanes recibió una pedrada en la cabeza que le impidió evitar un golpe de lanza mortal.
La expedición prosiguió bajo las órdenes del piloto Sebastián Elcano, quien tuvo la suerte de llegar a las Molucas, tierras de especias, de riquezas, de selvas y animales exóticos. Allí descubrieron que habían llegado al Extremo Oriente, cumpliendo con el proyecto de Cristóbal Colón. Ya con una sola nave en pie, los expedicionarios emprenden el viaje de regreso a España, logrando con éxito esquivar el peligro que representaban las naves y los puertos portugueses. La gloria se la llevó Elcano, a quien el rey Carlos I le concedió una esfera del mundo con la leyenda en latín: primus circunvidiste me (“Fuiste el primero que me diste la vuelta”). Elcano muere en 1526 en el océano Pacífico al intentar dar una segunda vuelta al globo, el mismo cuya redondez comprobó y llegó a tener entre sus manos.
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