Lun 03.06.2002
turismo

NORUEGA EL PAíS DE LOS VIKINGOS

Sol de medianoche

La extrema belleza de una naturaleza inhóspita. Tierra yerma y glaciar, con fiordos entre altos picos nevados. En esas costas agrietadas por rías o viks habitaban los vikingos y habitan hoy sus descendientes, que siguen siendo tan duros navegantes y tan empecinados pescadores como aquellos míticos hombres del país del sol de medianoche.

Por Hammond Innes *

Vikingo significa habitante de un vik..., una bahía o ría. Pero la traducción es demasiado suave. Los viks son cortes inesperados en montañas casi verticales; las casas solariegas, parches verde esmeralda acurrucados en las grietas del fiordo entre altos picos cubiertos de nieve. Vistos desde el aire, los hombres de los viks parecen habitantes de un paisaje lunar medio sumergido en el mar; tierra yerma y glaciar, con dedos dentados profundamente extendidos en las aguas árticas, dejando caer de entre ellos unas islas rocosas, como gotas de plomo fundido y congelado. Sin embargo, es un país de ensueño.
Las nubes se desgarraban bajo nosotros al cruzar al Svartisen, el glaciar de hielo negruzco cuya sucia y helada falda acaba de ser rescatada al mar. Apenas llevábamos recorridos dos tercios del camino hacia Noruega, y, no obstante, estábamos ya en el Círculo Polar Artico. Al Norte, desde Bodö, el sol brillaba en un cielo despejado y azul y la costa de Noruega nos sonreía. Por debajo de las alas del viejo hidroavión JU 52, las islas Lofoden surgían entre la neblina del horizonte, con su silueta alpina, dentada, de increíble aspereza. Bajo nosotros, las montañas del interior descendían hasta el mar y lo cortaban a tiras estrechas con sus lomos pulidos por el hielo que se elevaban a dos mil pies y cuyas manchas de nieve resplandecían de blancura a poquísima distancia de la ruta seguida por nuestro aparato. A la izquierda, el mar estaba cubierto de skerries, islotes de roca blanca y pulida por la acción de un millón de años de roce glaciar.
Las tres cuartas partes de Noruega son yermas, inhabitables. ¿Incluirían la tierra que teníamos debajo? De vez en cuando, el brillo de una casa de madera pintada de blanco demostraba lo contrario. Ahí vivía el hombre, aferrado precariamente a los jirones de tierra de la falda de las montañas, edificando sobre roca yerma y cosechando en el mar, a falta de tierra fértil. En algunas ocasiones, los depósitos glaciares hacían posible la compra de semillas para cosechar, y allí el heno, recién cortado, dejaba como una pequeña alfombra verde cruzada por las barras de sombra que proyectaba el heno puesto a secar sobre cercas de cable.
Bajo nosotros, las islas parecían flotar como manchas de un verde lívido, y el sol daba color a las aguas, poco profundas. Más lejos, el agua tenía el color negro y liso de las grandes profundidades. Lisa y sin el menor rizo, porque estábamos sobre el Inner Lead, esa carretera marítima de unas mil millas, casi sin interrupción, desde el Cabo Norte al Naze; un río de agua salada, cuyas riberas están formadas por islas. Los barcos, como de juguete, rasgaban la quietud de espejo, trazando el camino de agua que ha mecido a los más intrépidos y duros de entre los hijos del mar.
Los hombre de los viks, originalmente teutones procedentes de Asia, estaban en Noruega casi desde antes de que se retirara el hielo glaciar. Mucho antes de que naciera Cristo, la tierra del Sol de Medianoche era ya una leyenda; Homero había oído hablar de ella y Herodoto habló en sus escritos de una gente que dormía seis meses al año, como los osos. Buscando la ballena y la foca (cuya piel se empleaba como cuerdas de barco) y al tener que cruzar el Folda (una parte del Lead de cuarenta millas de extensión, donde la fuerza de las borrascas del mar del Norte ha sido tan efectiva como un telón de acero, separando Noruega del Norte de la del Sur), los coracles pesqueros sufrieron un cambio marítimo y emergieron en forma de barcos.
Había nacido el vikingo, tal como lo conocemos: comerciante, explorador, merodeador y poblador.
Ohthere, un comerciante que iba a Inglaterra con pieles, colmillos de foca, cuerdas y plumón de aerfugl, el ganso del Norte, contó a Alfredo el Grande un viaje que había hecho hacia Oriente, al Mar Blanco de Rusia. Eso ocurrió en el año 875. Pero ya sus barcos habían ido más lejos, a través del océano, para establecer colonias en Islandia y Groenlandia. Estaban enAmérica, llamada Vinland a causa de las uvas, cinco siglos antes de que llegara Colón.
Pese a su reputación de bandidos y navegantes, eran y son todavía pescadores. Las aguas tibias del Gulf Stream les traen una cosecha de plata. El pescado domina todos mis recuerdos del Inner Lead. Oksfjord, tan típico con sus millares de pequeños vaags o muelles, visto a las dos de la mañana con el sol ya alto y resplandeciente en el aire traslúcido; un rastro de humo azulado perdura sobre los cobertizos de los tanques de aceite de las factorías de pescado, ascendiendo verticalmente hacia la masa oscura de una montaña en cuya vertiente se sostienen algunas casas de madera. Y tan sólo el silencio de las montañas, desnudas, requemadas por el hielo, vacían de vida. La quietud del fiordo, la dureza artificial de la luz del sol, tienen un aire glacial. Cuando atracamos en el vaag y nuestros calabrotes quedaron enroscados en los ganchos de las cadenas de atraque pasadas por los escobenes del muelle de madera, empezamos a oler el aceite de pescado.
Este olor se cierne como una niebla pegajosa sobre casi todos los vaags, a lo largo de Noruega. “Es un buen olor”, me dijeron una vez. Y el noruego se frotó las manos mientras su curtido rostro se abría en una sonrisa. “Huele a dinero.”
Ya en el extremo septentrional, alrededor del Cabo Norte, donde las aldeas miran hacia los mares polares, subí por entre las casas de Mehann a un promontorio y contemplé, por encima de miles de acres de bacalao puesto a secar, las bruñidas aguas del fiordo bajo el sol de medianoche. Los bacalaos estaban atados de dos en dos, colgados, por las colas sobre un enrejado de palos. Hubiera podido andar, durante un buen rato, bajo un dosel de pescado puesto a secar; la versión piscícola de un campo de lúpulo. En Baatsfjord era lo mismo, sólo que el sol se había ido y en la penumbra de una niebla de medianoche, tan sofocante que las rocas descarnadas parecían las puertas del infierno, encontramos la flota pesquera haciéndose a la mar: barcos macizos, sólidos, que se movían pesadamente, con sus proas barnizadas y limpias y la numeración pintada en negro, en dirección al Mar de Barentz, rasgando el silencio con sus motores, con un “toc-toc” que es, al fiordo moderno, lo que eran las canciones de los remeros en otros tiempos.
Una vez vi las islas Lofoden a medianoche: una silueta negra recortada sobre la llama del cielo, como si un gigante hubiera sembrado dientes de dragón a lo largo del borde de un mar de metal fundido. Era julio, pero pensé en marzo, cuando más de veinte mil hombres y dos mil barcos se reúnen para la pesca de bacalao. Uno se maravilla ante la resistencia del hombre, capaz de ganarse la vida en esa torturada soledad de mar y rocas. Las montañas y los fiordos, los cambios de tiempo y la asombrosa aparición de pequeñas comunidades en aquella desolación, distrae la atención de la gente, de forma que es casi una sorpresa descubrir que, a medida que se llega al Norte, los habitantes son más rubios y más alegres. Puede que hay algo en el sol de medianoche, o tal vez se deba a su alejamiento del mundo, pero son infantiles. (...)z

* Hammond Innes: Al final de la jornada. Plaza & Janés, 1960.

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