MEXICO REAL DE CATORCE Y EL DESIERTO MáGICO
La región del Divino Luminoso
Crónica de un viaje hacia el pueblo fantasma de Real de Catorce, la ciudad minera que hace dos siglos brillaba por sus yacimientos de plata. Y una excursión al desierto que la rodea, donde se da el peyote, el cactus “mágico” que los indígenas huicholes llaman el “Divino Luminoso”.
Texto y fotos: Florencia Podesta
Ya de entrada el nombre Real de Catorce me suena bizarro, asintáctico, ilógico, no logro recordarlo y debo anotarlo en mi cuaderno. Su enigma se esclarece un poco cuando me dicen que “Catorce” es el nombre de una estación de tren en el desierto del norte, que los ingleses construyeron hace dos siglos para llevarse productos del Nuevo Mundo, en este caso la plata que extraían de las minas. “Real”, la antigua y fastuosa ciudad minera, está a 3000 metros de altura escondida en la montaña, justo arriba de “Catorce” en el desierto llano, de allí: Real, de Catorce, como una cifra mágica.
Fantasmas en “La Zona” Salimos de la ciudad de Matehuala, al norte del estado de San Luis Potosí. Suceso extraño: cuando a lo lejos tenemos en vista las sierras áridas aparece un cartel desvencijado sobre la Ruta 57 que dice “Doble aquí para Pueblo Fantasma”. En el ómnibus escuchamos los comentarios irónicos de los locales que, fieles al espíritu mexicano, no dudan de que sí se trata de un pueblo fantasma. Y nosotros tampoco, a esta altura. Después de dos meses en México las coordenadas de lo posible y lo imposible se desvanecen lenta pero irremediablemente.
Después de una hora y media de subir, la ruta se termina abruptamente en la cara enorme de una montaña perforada por una pequeña caverna con forma de cueva de ratón, un poco más ancha que un auto. Es un túnel, y es también la única entrada a Real. Al revés que en las historias de ciencia ficción, no se ve una luz al final del camino. Junto al agujero, en medio de esta soledad, hay un señor con un teléfono negro de disco, prehistórico. El cable se pierde en la oscuridad del túnel. El hombre disca, y alguien responde del otro lado de la montaña; el hombre dice algo breve y cuelga. Como el túnel es de mano única, este señor se encarga de avisar a otro señor –que está en la otra punta con otro teléfono exactamente igual– que salimos para allá. Este es su trabajo.
Nos cambiamos a un ómnibus más chico para atravesar el corazón de la montaña por este filamento durante veinte minutos. Así en tiempo real. Sin embargo, en tiempo subjetivo el camino a Real de Catorce se mide en siglos, eternidad, no-tiempo. Flota una imagen: el gesto del saludo, la mano en alto del “guardián del túnel” quedando solo otra vez en medio de la inmensidad, de la nada, esperando de pie bajo el sol con un teléfono negro en una mesita, esperando siempre.
El colectivito avanza muy lento por el túnel escasamente iluminado con bombillas de 70 watts, mientras por la ventana discurre hipnóticamente la pared de piedra. La entrada y la salida ya no se ven, la masa de la montaña está encima, debajo, a los lados, adelante y atrás. Adentro de la combi hay un silencio lleno de significado. Todos tenemos la certeza de cruzar un puente hacia algo como “The Twilight Zone”, o un déjà vu de aquel carrito que viaja infinitamente hacia La Zona, en Stalker, el film de Tarkovski. No es una percepción equivocada.
La historia del pueblo fantasma es así: luego de que en 1773 se descubrió plata en Real, el lugar se convirtió en una de las tres ciudades productoras más importantes en México. En sus calles se alineaban las elegantes mansiones de los millonarios dueños de las minas, en su mayoría ingleses, e incluso existía un teatro de ópera y una casa de la moneda. El cataclismo cultural de la Revolución Mexicana abrió un nuevo destino para la ciudad: los revolucionarios inundaron –literalmente– las minas y los propietarios huyeron para salvarse y nunca regresaron. ¿Hay fantasmas? Hay visiones de la fugacidad del esplendor de las civilizaciones, hay espíritus, sin duda, y no solamente humanos.
Una Pompeya de la modernidad Ya fuera del túnel, la luz del sol enceguece, aumentada por el resplandor árido de las sierras. Frente a nosotros, contra la cima del cerro, aparece el espejismo: un laberinto de mansiones deshabitadas y medio derruidas que hablan de otros tiempos degloria; habitaciones y muros de piedra invadidos por los escultóricos cactus nopales; las fachadas estilo inglés del siglo XVIII, con ventanas en donde se ve el azul del cielo, pero del lado de adentro de las habitaciones, porque los techos hace tiempo que yacen por tierra. Una Pompeya de la modernidad.
Sin embargo, es un paraíso para el corazón explorador. Los habitantes actuales de Real llegaron hace poco y todavía escasean, pero sin duda son muy diferentes de los anteriores. Muchos son mexicanos de otras partes con inquietudes metafísicas, otros son indígenas huicholes asimilados, y otros, extranjeros, sobre todo bohemios europeos. Así nació una subcultura cosmopolita y cósmica, de artistas y viajeros permanentes, indios emancipados, locos, vagabundos, y algo de condimento new age, que no molesta.
El desierto de los huicholes Apolonio es un descendiente de huicholes que ya no vive como huichol; habla español, usa walkman y trabaja cuando tiene ganas como guía baqueano para los turistas. Más bien, organiza excursiones para sí mismo y acepta nuestra compañía, a la que, a buen entendedor, debemos sumarle algún regalo. Nos propone llevarnos al desierto de Catorce por el antiguo camino de lajas para carros que desciende a los pueblitos del llano. Esa tarde contemplamos el crepúsculo rojo sobre las montañas desde el Quemado, el cerro sagrado de los huicholes. El aire es límpido y seco.
A la mañana siguiente partimos temprano. Llevamos tres litros de agua cada uno; vamos a un desierto.
El paisaje es abrumador en todo sentido: el calor, la inmensidad, el polvo, las montañas que irradian ese poder que da la austeridad, la piedra desnuda ante la luz, interrumpida rara vez por un árbol solitario o un manojo de nopales. Mientras descendemos las quebradas vemos los despojos grandiosos y discordantes de las hipercivilizadas instalaciones mineras de los ingleses.
Por fin llegamos al desierto. La flora del desierto es siempre insólita, extrañamente similar a la flora submarina. Grandes cactus redondos de un verde profundo y espinas de cinco centímetros, de geometrías fractales, más parecidos a corales, estrellas de mar o a medusas que a una planta. Algunos tienen una floración frágil como pequeñas flores de montaña, que brotan directamente del cuerpo carnoso e hinchado de agua.
Después de caminar todo el día bajo un sol sin piedad llegamos a Wadley, un pueblito inventado por los ingleses al que Apolonio, mexicanizando instintivamente el nombre, llama “Cuatle”. En Wadley el mayor acontecimiento es el paso del tren, una vez por día.
Por la noche, como llamados al unísono por una voz interior, todos subimos a la terraza del hospedaje y compartimos una charla, bajo las estrellas, con aquellos que han andado por el desierto. Algunos estuvieron varios días explorando sus misterios y hablan de lo que encontraron: un oasis con árboles y flores, un tremendo remolino de viento y polvo que casi los alcanza (son de temer), caballos y sucesos extraños por la nocheen Las Animas (un paraje poderoso que dicen mágico). El tren pasa atronando en la oscuridad, sin detenerse. Los perros ladran antes y después.
A nuestro regreso a Real encontramos una especie de feria de artesanías que ha invadido las callecitas. El viajero quedará fascinado por la variedad de cristales de cuarzo, topacios, amatistas, ágatas, fósiles y otros tesoros en bruto robados a la tierra. También las artesanías huicholes, en realidad verdaderas obras de arte, tienen un cualidad indefinible que fascina. Los “nierika” son tapices con diseños geométricos y colores brillantes que superponen formas abstractas con la representación estilizada de pequeños hombres, animales, el sol y la flor-peyote. No sólo son sorprendentemente similares a los mandalas hindúes en su concepción estética. También es equivalente su función simbólica y religiosa: para los huicholes, este tapiz-mandala es el pasaje entre la llamada realidad ordinaria y la realidad extraordinaria o mágica; la “puerta entre los mundos.”