Domingo, 19 de marzo de 2006 | Hoy
PLAYAS DE BRASIL
A pocos kilómetros de San Salvador de Bahía persiste una villa ecológica virgen de megainversiones. Aquí el río y el mar caminan de la mano; la playa tiene opciones de agua dulce y salada a sólo pasos de distancia. La corriente fluvial que serpentea toda la región prestó la identidad a esta alternativa apaciguada del Brasil. Imbassaí, una rareza en el marketing veraniego de Bahía. Ultimo aviso para almas intimistas.
Por Pamela Damia y Emiliano Guido
Una interferencia se cuela en la previsible panorámica que cualquier visitante anticipa en su cabeza. Se trata de un extraño habitante, pariente cercano al mar pero de aroma y sabores distantes: un río de barros parduscos dice presente en los propios dominios del océano Atlántico. Imbassaí es el río paralelo al mar del nordeste brasileño y también este enjambre de posadas confortables y próximas al inusual encuentro de las aguas.
El abrumador silencio y la ausencia de gente en las calles terracota oprimen nuestra primera sensación como si una pesada siesta estancara la vida del lugar. Pero todo lo contrario, ésta fluye aunque no al compás urbano de los centros turísticos que desbordan de negocios y promociones varias.
Este poblado de un millar de personas está distanciado por 3 kilómetros de espesa vegetación de la ruta Línea Verde, que cruza todo el Municipio de Mata de Sao Jao. Localidad pegada a la ciudad de Salvador y que desde las tortugas marinas en Praia do Forte, hasta el imponente Resort en Costa de Sauipe, con más estrellas que una noche abierta, conforma una de las coordenadas más visitadas de la costa brasileña.
En esta sucesión de playas tropicales, Imbassaí respeta sin grises ser parte de un área de reserva ambiental. Sus caminos no están asfaltados; así la tierra polvo de ladrillo destella como una herida abierta bajo el sol vertical que pareciera lanzar fuego sobre los hombros de los caminantes. No hay ninguna referencia preponderante, como podría serlo una plaza o un centro comercial, que concentre la atención de los turistas en su peregrinaje. En estos meandros hay pocos atisbos de comunidad: una farmacia que vende hasta los diarios, una inexplicable comisaría. Abundan en cambio flechas de madera que cortan en las esquinas a izquierda y derecha el rumbo de las posadas como las señales en las carreteras de los westerns, y los restaurantes rústicos y de perfecto trazo arquitectónico para un relajado pasar marítimo. Habrá que seguir caminando, entonces, para encontrar las joyas del lugar.
Imbassai Acustico Imbassaí es, como todo el estado de Bahía, una resultante de la vida y la cultura de los esclavos africanos. A mediados del siglo XX irrumpió en la zona un hombre marcado por sus influencias políticas, llamado Aquilino Carvalho, y la transformó en un pequeño feudo. La documentación definitiva de las tierras concedida por el gobernador del estado de Bahía, Otavio Mangaveira, en 1956, le dio la posibilidad al nuevo Señor, como un designio de la Edad Media, de construir la iglesia y su vivienda con mano de obra nativa.
No obstante los cambios producidos, continuaron organizándose las fiestas religiosas, de las que Brasil tiene trayectoria incansable. Entre ellas se destacaban la de la patrona de la ciudad, Nuestra Señora de los Dolores, “Samba do Roda”, y dos de origen portugués: “Bumba meu boi” y “Terno de Reis”, en homenaje a los Reyes Magos.
A los pocos años Aquilino se enfermó y, como no tuvo hijos, vendió las tierras a una empresa inmobiliaria que decidió lotearlas. Entre las décadas del ’60 y ’70 se vendieron las parcelas del paraíso ecológico expulsando a los habitantes negros, que fueron indemnizados. El desarraigo los llevó a fundar otro pueblo, Bajoo Branco, y sólo pequeños enclaves quedaron en Imbassaí al tiempo que las manifestaciones folklóricas fueron perdiendo fuerza.
En tiempos donde el pueblo vivía de la pesca, las plantaciones de mandioca y la extracción del coco, carecía de caminos. Para acceder había que cruzar un pequeño río y un camino de barro. Recién en 1994 se construyó la carretera asfaltada que lleva el rótulo de Línea Verde, el mismo nombre que adquirió la empresa de transportes que monopoliza los viajes de la zona. En esa misma década se desarrolló la construcción de posadas, gestas mayormente de argentinos e italianos que hoy sobrepasan las dos decenas. Esta tendencia de inversores daría un salto en caso de concretarse alguno de los 15 proyectos de resorts presentados en la oficina correspondiente del municipio. Para los ambientalistas sería el comienzo del fin de un lugar que no fue perforado con las marcas de la urbanización.
Ismael José de Oliveira, dueño de la posada Rota do Sol, pionera en su cuadra, cuenta con orgullo que “en 1995 sólo había diez posadas y dos restaurantes. En diez años se transformó en un lugar especial para los amantes del turismo ecológico”. Una cadena circense de monos Sagui, denominados macaquinhos en idioma vernáculo, atraviesan su jardín interior tres veces al día para comer las bananas que troza Ismael. Oliveira y su hermano Ivo son miembros activos de la ONG local Sagui, que tiene como objetivo frenar su extinción y seguir dando vida a las autopistas que inventan en todos los tejados y palmeras de Imbassaí. También subrayan el peligro de asfaltar las calles, porque “incrementaría la velocidad de los autos, aumentaría la temperatura ambiental y la no impermeabilización del suelo” explica Ivo, que además es periodista. Por el momento, ningún terremoto comercial conmocionó al lugar, de lo contrario no podrían explicarse los fastuosos pavos reales oficiando de guardianes en el techo de algunas posadas del pueblo.
Para llegar al río por el sendero más utilizado, hay que caminar 300 metros desde la calle principal. Para atravesarlo existen sólo dos puentes de piedra naturales e improvisados, una exigua alternativa ya que, generalmente, no queda otro remedio que mojarse la cintura elevando la mochila al mejor estilo de un ejercicio castrense. Subir una pequeña duna entre arbustos y palmeras es el paso siguiente, y al llegar a la cima el viento tórrido que la pequeña montaña de arena había resguardado, golpea el rostro del que avanza de cara al mar. A modo de humorada para la sensibilidad criolla siempre hay algún caballo suelto y guacho que pasta en el limbo del continente que divide las dos formaciones de agua.
La baja densidad de personas se repite en la playa; la bajamar abre oceánicos espacios y muda los tonos de la arena, tan clara que por la mañana baja el cielo a la tierra. Sucede, según cuenta Paolo, dueño del coqueto restaurante La Dolce Vita, que los turistas prefieren “invernar” en la privacidad de las piscinas de posadas y hoteles. El poco tráfico de gente no parece importarle a un cuarentón canoso de melena y mostacholes, que en la antesala de su casa de madera exhibe sus esculturas acuáticas de arena dura mientras, deleitándose con instrumentos de viento, sigue sin pensar en nada.
Mas alla, las dunas En Imbassaí es conveniente estar dispuesto a unas buenas caminatas; la espera será recompensada, sobre todo si nuestra brújula apunta hacia el norte. Una hora y monedas se tarda en llegar al diminuto poblado de artesanos de Santo Antonio, siempre por la playa. En caso de que el viento esté tan inquieto como para revolucionar la ansiedad de las olas y despeinar decenas de palmeras en sentido contrario a nuestro destino, se pueden rentar amistosos boogies para recorrer las playas y domar las medianas dunas del patio interno de Santo Antonio. Otra posibilidad es viajar en colectivo por la Línea Verde unos quince minutos para bajarse en la localidad más próxima, y caminar desde la ruta más de cuatro kilómetros para atravesar el pueblo de Diogo; un inestable puente de madera en un pasaje agrio del río Imbassaí y luego sí, las dunas de Santo Antonio.
Si se elige la primera opción, es conveniente por la mañana, cuando generalmente hay una brisa más lenta pero con un aire recargado, casi aceitoso. La arena es un tamiz desparejo que traga minúsculos fantasmas arropados con la túnica del viento, los innumerables cangrejos surcan la playa con sus ojos de antena, esquizofrénicos, huidizos, empujando galerías en los sótanos de las orillas. Una camioneta 4x4 susurra imperceptible aunque su travesía sea en minutos, mientras hombres y mujeres danzan su romance en la tierra y el agua. Sólo la música de las gaviotas quiebra la uniformidad sonora de la caminata. En la playa de Santo Antonio la arena es más diáfana y la espuma del torrente de las gruesas olas revuelve en capas sucesivas al turista que nunca hace pie. Las barracas o puestos de venta de comida y bebida sobre la playa sólo tienen hojas resecas de palmeras como techo, aunque sí son bien frescas las moquecas (ensopados) de ostras o camarones.
La palidez de las dunas se asemeja a un centro de esquí en miniatura en plena temporada invernal. Conviene usar anteojos ahumados y no visitar el lugar con el furioso reverbero del sol del mediodía, porque la arena blanca puede transformase en un penar de brasas teniendo en cuenta la temperatura tropical que caracteriza a Bahía. Sin embargo, las dunas también están pobladas de arbustos verde inglés y hasta hay una cancha de fútbol como símbolo de una pasión tan brasileña como argentina.
Las nubes se desangraban en el horizonte como presagio de la inmediatez del aguacero cuando, retornando a Imbassaí, la arena húmeda nos comía a dentelladas los talones. La lluvia era inminente, aunque los vecinos prenunciaban que sería pasajera, según la sabiduría de los baqueanos. No así la estela que Imbassaí dejó en nuestros sentidos.
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