TRAVESIAS POR LA CARRETERA PANAMERICANA
› Por Xavier Moret
En Panamá surge el Tapón de Dairén, que hace imposible proseguir por carretera. El viajero debe embarcar, pues, hasta Colombia o Venezuela, pero antes tiene que elegir entre la rama de la Panamericana que baja hacia Chile por Colombia, Ecuador y Perú, siguiendo la costa del Pacífico, o la que lo hace por el centro del continente, al otro lado de los Andes.
En su largo viaje, el fotógrafo Peter Gebhard optó por embarcar hasta Caracas y, una vez allí, adentrarse en la zona montañosa del sur del país, hacia las maravillas de Canaima y Roraima, donde están los increíbles tepuys, unas imponentes formaciones rocosas con la cima plana y las paredes como cortadas a pico que surgen con autoridad en medio de la selva tropical y la sabana. Es allí donde Arthur Conan Doyle situó su “mundo perdido” y es allí donde se puede contemplar el Salto del Angel, la catarata más alta del mundo (979 metros).
En el más alto de los tepuys, de 2800 metros, se encuentra el hito fronterizo llamado Punto Triple, donde convergen las fronteras de Venezuela, Brasil y Guyana; el viaje por la Panamericana debe continuar a través de pistas abiertas en la selva hasta la frontera con Brasil, más allá de la línea imaginaria del ecuador. Es éste un mundo cálido, húmedo y a veces inhóspito, con enfermedades como la malaria y el dengue al acecho; pero la llegada a Manaus permite asistir al gran espectáculo de la Amazonia. Es aquí donde el caudaloso río Negro desemboca en el inmenso Amazonas, y es aquí también donde el gran río sorprende con un laberinto de brazos de agua que parecen anegarlo todo, en medio de una llanura y de una selva que no parece tener fin. Y aquí es donde estalló hace un centenar de años la revolución del caucho, un negocio floreciente y efímero que permitió enriquecerse a unos cuantos terratenientes y que supuso que se levantaran joyas tan increíbles como el edificio de la Opera, un espejismo cultural y arquitectónico en medio de la selva.
La Panamericana prosigue, a través de la cuenca amazónica, hacia el sur, hacia Porto Velho, aunque en esta región las pistas de tierra se ven derrotadas claramente por la gran autopista que de hecho es el río, donde el barco pasa a ser el transporte más común. Una vez en Perú, sin embargo, todo cambia, sobre todo cuando la selva cede paso a la contundencia de la sierra, una zona de altura con escasos árboles, en la que los incas levantaron su imperio y donde todavía dominan esos rostros hieráticos y callados de sus descendientes, que parecen resumir una resignación de siglos.
Del Titicaca al Salar de Uyuni Estamos ya en los Andes, en el territorio del cóndor, de la llama y de la chicha; en el Altiplano, donde todo parece reseco, sin vida, hasta que surge el milagro de agua del lago Titicaca, situado a 3812 metros de altura. Los indios punos construyen en él unas islas de juncos que parecen nacidas de la nada, mientras que al otro lado de la frontera, ya en territorio boliviano, la población de Copacabana, situada junto al lago, se ofrece como un lugar de reposo ideal y como un buen puerto de partida para visitar las islas del Sol y de la Luna, dignificadas por la presencia de los restos de construcciones incas y por las leyendas de tesoros perdidos.
La monotonía desolada del Altiplano se impone de nuevo al abandonar el Titicaca en dirección a La Paz, una ciudad recluida en el interior de una gran olla natural, con el barrio El Alto vigilándola y con las siluetas de los Andes nevados como telón de fondo. La carretera que va de La Paz a Coroico, por cierto, está considerada oficialmente la más peligrosa del mundo. No es que sea un galardón muy honroso, pero hay que admitir que la vista del gran abismo sobre el que avanza, casi cortado el pico en un blanco de la montaña, permite intuir que es más que merecido. Las cifras también lo avalan, ya que cada año se desploman hacia el vacío un promedio de 26 vehículos, algunos de ellos camiones o autobuses cargados de pasajeros hasta el tope. Bolivia es un país complicado para trazar una carretera, ya que las montañas dominan la parte central. El valle de Cochabamba se ofrece, sin embargo, como un oasis de eterna primavera, y la ciudad de Sucre se muestra como una agradable joya colonial. En la subida hacia Potosí, sin embargo, vuelve el vértigo de la alta montaña, ya que esa ciudad, que se justifica por sus minas de plata, está situada nada menos que a 4090 metros de altura. Vale la pena, sin embargo, continuar el viaje, ya que en la siguiente parada, Uyuni, se extiende una de las grandes maravillas de América: el Salar de Uyuni. Allí el frío se intensifica, pero la vista disfruta ante una inmensa llanura recubierta de sal, de más de 12 kilómetros cuadrados, por la que se puede circular en coche y admirar los continuos reflejos y espejismos que ofrece esta inmensidad de color blanco. Hay un hotel construido con bloques de sal en el centro, y un poco más allá, una isla maravillosa, Inca Huasi, llena de cactus enhiestos y rodeada de blanco por todas partes. Se cuenta que fue un lugar sagrado de los incas, y la verdad que no cuesta nada creerlo.
El tramo final En el largo viaje hacia el sur vale la pena cruzar por los Andes hasta el desierto de Atacama, ya en territorio de Chile. Es un largo trayecto que se prolonga durante tres días y cruza por pistas situadas a más de 4000 metros de altura, pero es muy recomendable, ya que aquí se siente el viajero en el corazón de los Andes, en medio de una magnífica soledad que parece de otro mundo.
Al otro lado, tras un rápido descenso, vuelve de nuevo el llano, ya cerca del mar. Allí se levanta San Pedro de Atacama, una población de indudable encanto rodeada por el desierto del mismo nombre.
La siguiente etapa para el viajero es Antofagasta, desde donde se puede contemplar el océano Pacífico. Un poco más al sur se cruza el Trópico de Capricornio y se avanza por un paisaje casi sin atributos, por un país limitado a la estrecha franja que se extiende entre los Andes y el Pacífico. Santiago y Valparaíso son los siguientes objetivos: dos ciudades complementarias, muy distintas entre sí. Santiago es la capital, con su barrio colonial y sus rascacielos de negocios, pero en Valparaíso puede disfrutarse el sosiego del mar y visitar Isla Negra, donde el poeta Pablo Neruda se retiraba a escribir.
El paisaje reverdece por momentos en el camino hacia el sur, hasta que a la altura de Puerto Montt se toma el ferry para viajar hasta la isla grande de Chiloé: un lugar maravilloso, con sus pueblos agazapados, sus casas e iglesias de madera, y su paisaje suavizado por la influencia del mar. Siempre hacia el sur, por el Camino Austral, se llega a Puerto Natales, que cuenta no muy lejos con la cueva del Milodón (donde casi se escucha el eco de los pasos del gran viajero Bruce Chatwin), y a esa maravilla natural que es el parque nacional Torres del Paine, con sus picos afilados, sus guanacos en libertad y sus glaciares con lagos que se ofrecen como espejo. Al otro lado de la frontera, ya en territorio argentino, se encuentran otras maravillas, como el glaciar Perito Moreno y el pico Fitz Roy, que destacan en la mágica soledad de la Patagonia.
Punta Arenas, en el estrecho de Magallanes, es la ciudad situada más al sur de Chile, aunque en Argentina la supera Ushuaia, población de nombre poético que se levanta en la isla de Tierra del Fuego, un lugar remoto y encantador donde muere –o nace, según cómo se mire– la carretera Panamericana. Es allí, junto al Canal de Beagle y a escasa distancia de la Antártida, donde sus habitantes proclaman con orgullo que
Ushuaia es a la vez “el fin del mundo y el principio de todo”.
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