CIUDAD DE MEXICO > EN COYOACáN, LA CASA DE FRIDA KAHLO
En un alto muro pintado de azul intenso se abre la puerta de la casa donde vivió la artista mexicana Frida Kahlo y donde mantuvo su turbulento y eterno romance con el gran muralista Diego Rivera. Por la “Casa Azul” pasaron André Breton, León Trotsky, Sergei Eisenstein, María Félix y muchos otros importantes personajes de los años ’30.
› Por Marina Combis
Magdalena Carmen Frida Kahlo y Calderón nació el 6 de julio de 1907 en la Ciudad de México. Hija del fotógrafo alemán Wilhelm Kahlo y de Matilde Calderón, originaria de Oaxaca, desde su infancia residió en la casa de aire colonial, grandes cuartos y un florido patio-jardín. Una puerta verde anuncia un interior de vibrante existencia. Dos enormes Judas de cartón pintado, obra de la artesana Carmen Caballero Sevilla, reciben al visitante como gigantescos diablos de mirada alegre. Más allá, el jardín enmarcado de color, con canteros donde resplandecen yaros e hibiscos; allí instalaban sus caballetes los discípulos de la artista, conocidos como “los fridos”. Una fuente de aguas cristalinas y una pirámide escalonada de piedra levantada por Diego Rivera recuerdan al México precortesiano.
En los cuartos de la planta baja están algunos de los cuadros de Frida: Frida y la cesárea, Retrato de familia, Ruina 1947, Retrato de Guillermo Kahlo y una reproducción de Las dos Fridas, una de sus obras más famosas. Muy cerca, un despliegue de collares prehispánicos y vestidos tradicionales mexicanos que solía usar la artista. Junto a las salas, la cocina decorada con barro verde de Oaxaca y cerámicas de Metepec muestra en lo alto de la pared los nombres de Diego y Frida escritos con jarros en miniatura entrelazados; en una larga estufa de leña permanecen algunas enormes cazuelas de barro en las que nacían los sabores y los aromas de todo México. El comedor es un mundo de tradición popular: vajilla de Guanajuato, vidrios soplados de Tlaquepaque, naturalezas muertas pintadas por manos anónimas, más Judas de barro y papel maché.
Una pequeña puerta conduce a la sobria habitación de Diego Rivera: una cama, su ropa de trabajo, su sombrero y sus bastones. La escalera de madera lleva a la segunda planta donde se encuentran los aposentos de Frida: un pequeño dormitorio con su cama de enferma, cuyo pequeño espejo ubicado en el dosel, cual un marco mágico, debió mostrarle una y otra vez su cambiante retrato. Un poco más allá, el sencillo estudio donde permanecen dos de los cuadros que dejó inconclusos –uno de ellos un retrato de Lenin–, un escritorio con sus pinceles y su gastada paleta y, frente al caballete, la silla de ruedas desde la cual pintó muchas de sus obras.
En cada rincón de la casa se esconden mil objetos de arte popular mexicano en los que Frida fundía lo divino y lo pagano, lo mexicano y el dolor de su propia existencia: exvotos, Judas de papel pintado, juguetes de feria, calaveras de yeso, de cartón, de azúcar, de papel de China; petates, sarapes, flores de papel y de cera, piñatas y máscaras. Pero la verdadera memoria de Frida Kahlo se esconde en una de las salas de la planta baja: su Diario pintado a la acuarela, objetos personales, fotografías, una libreta de direcciones y otra de apuntes y, sobre todo, sus apasionadas cartas de amor.
La Casa Azul fue el refugio de sus dos grandes amores: su padre Guillermo, que la acercó al arte y a la herencia ancestral de México, y Diego Rivera, el gran muralista que supo pintar las raíces y el alma del pueblo mexicano. El romance con Diego fue intenso e interrumpido por frecuentes infidelidades. En 1940, una vez separados, Frida le escribió una de sus cartas más intensas: “Ahora que hubiera dado la vida por ayudarte, resulta que son otras las ‘salvadoras’... Pagaré lo que debo con pintura... Lo único que te pido es que no me engañes en nada, ya no hay razón, escríbeme cada vez que puedas, procura no trabajar demasiado ahora que comiences el fresco, cuídate muchísimo tus ojitos, no vivas solito para que haya alguien que te cuide, y hagas lo que hagas, pase lo que pase, siempre te adorará tu Frida”. Pero era otra Frida la que firmaba como “tu ocultadora” sus cartas malhabladas y traviesas de adolescente irrespetuosa, la que era madre e hija de su marido al mismo tiempo, la de los romances fugaces con Heinz Berggruen, León Trotsky, con Nickolas Muray. La vida de Frida no fue fácil: la parálisis infantil que a los seis años la marcó de por vida, un grave accidente de tránsito en cuya convalecencia comenzó a pintar sus primeras obras, sus embarazos frustrados, las reiteradas operaciones que fueron postrando su cuerpo atormentado. “Yo sufrí dos accidentes graves en mi vida –dijo una vez–, uno en el que un autobús me tumbó al suelo; el otro accidente es Diego.” Su casamiento con el artista, en 1929, significó un cambio profundo en su existencia. Abandonó sus trajes de varón y su pelo corto para adoptar la vestimenta tradicional de indígena mexicana. Los dos hicieron de la pasión un arte: montado en un andamio, Diego pasaba horas trabajando obsesivamente en sus murales. Frida, en cambio, estaba la mayor parte de su tiempo inmovilizada o confinada a un cuarto de hospital, pero seguía trabajando y así pintó los 55 autorretratos que son la tercera parte de su obra. “Me retrato a mí misma –escribe– porque paso mucho tiempo sola y porque soy el motivo que mejor conozco.” Pero no son sus naturalezas muertas inundadas de color ni sus personajes populares los que retratan su atormentada existencia, sino el simbolismo plagado de metáforas surrealistas en el que expresa su constante sufrimiento: la agonía física, su incapacidad para tener hijos, sus amores contrariados, la detallada representación de sus órganos internos, una emotiva autobiografía de su dolor.
Frida no sólo transita la frontera entre el sueño y la realidad, sino que milita sin pausa en el espacio político de las luchas sociales. A los pies de su cuarto de enferma coloca las fotografías de Marx, Trotsky, Lenin, Stalin y Mao. En 1928 se adhiere al Partido Comunista de México, donde también milita Diego Rivera. Diego, un artista del realismo socialista, la retrata en el mural que pinta en la Secretaría de Educación Pública, Balada de la Revolución, con una blusa roja y una estrella en el pecho, repartiendo armas para la lucha revolucionaria.
En el comedor de la Casa Azul, el arte y la política son los temas de las reuniones. Exiliado en México, León Trotsky, héroe de la Revolución de Octubre, se instala en la Casa Azul de Coyoacán, y allí escribe entre 1937 y 1938 el artículo “Su moral y la nuestra” y el folleto sobre León Sedrov. André Breton, padre del Movimiento Surrealista, es otro de los asiduos concurrentes a la mesa de Frida y Diego. Con Trotsky sueñan con crear La Federación Internacional de Arte Revolucionario Independiente. Trotsky se enemista con Rivera y deja la casa. Dos años más tarde será asesinado por Ramón Mercader.
Mientras tanto, Frida sigue activa. En 1948 junta firmas en apoyo al Movimiento Pacifista, y Diego la vuelve a incluir en su mural La pesadilla de la guerra y el sueño de la paz. A pesar de su desventaja física y del sillón de ruedas que le resta acción, sigue pintando y militando por la emancipación de la mujer en un país signado por el machismo. En 1954, convaleciente de una infección pulmonar, participa en una manifestación contra la intervención norteamericana en Guatemala. Pero hay algo más en la militancia de la creadora mexicana: la íntima vinculación que mantiene con sus raíces, porque la gran ambición política de Frida era la de hacer un arte para el pueblo, un “arte popular revolucionario”.
Gracias a la vida A pesar de vivir en la ciudad, Frida no olvida la tierra de su madre, Oaxaca, ni las tradiciones que alimentan la cultura de su pueblo. Preside la mesa de la Casa Azul con sus galas de Tehuana: prendas de bordados finísimos y labor minuciosa, enaguas largas y voluminosas. “Vestirme –escribe– es la manera de prepararme para el viaje al cielo”, y confronta con su cuerpo-mensaje la enajenación de la mujer mestiza que emigra a Nueva York y se apropia de la vestimenta de moda. Frida, en cambio, se viste del mismo modo en Coyoacán que en Nueva York, y así se muestra en sus autorretratos para resaltar su identidad cultural y la continuidad que siente entre el pasado indígena y el México de su tiempo.
Su obra refleja fuertemente su nexo con la cultura popular y el sincretismo religioso. Uno de los espacios más potentes de la Casa Azul es el hueco de la escalera que comunica los dos pisos, cuyas cuatro paredes están tapizadas por una imponente colección de exvotos o milagros. Pintados sobre una pequeña hoja de latón por encargo de la gente del pueblo, sus textos agradecen a la Virgen y a los santos cada pequeño milagro que acontece en sus vidas. Frida se inspira en los exvotos y, al igual que éstos, incluye en sus autorretratos una dedicatoria, un comentario o la estrofa de una canción, pero sustituye el culto a las imágenes religiosas católicas por un culto hacia su propia imagen. En el autorretrato Arbol de la esperanza, Frida intenta vencer al destino y pinta su figura sana al lado de su doble enfermo, para contagiarlo de salud. Su arte busca producir el milagro.
No logra vencer al destino y en 1954, a los 47 años, muere en la misma casa que la vio nacer, en su cama hoy cubierta por una colcha blanca donde descansan su máscara mortuoria coronada con un rebozo, su corsé y un texto memorable que le dedica Elena Poniatowska: “Se dice que es una bendición nacer y morir en la misma casa. Frida Kahlo tuvo esta suerte, pues ella nació y murió mirando su jardín”.
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