Domingo, 28 de mayo de 2006 | Hoy
CHUBUT > LA CASA DE BUTCH CASSIDY Y KID SUNDANCE
En un solitario paraje de la localidad de Cholila, en Chubut, hay una casa de madera a punto de desplomarse que fue levantada por los legendarios Butch Cassidy y Kid Sundance durante su “retiro” de cinco años en la Patagonia. Aunque es necesario mantenerla en pie, la restauración no debería hacerle perder el encanto de lo original que tiene tal como está.
Por Julián Varsavsky
La precaria casita de madera medio destartalada a orillas de un arroyo se levanta en un paisaje bastante singular de la Patagonia, donde la estepa no termina de ser estepa pero mucho menos es un bosque frondoso. Y tampoco es un lugar de colores tristes sino más bien vistoso, sobre todo en otoño, cuando sus altos y brillantes álamos parecen encenderse en rectas llamaradas en la inmensidad semivacía de la planicie al pie de las montañas. A esa remota soledad llegaron los bandidos más buscados de los Estados Unidos para establecerse en un retiro secreto, al menos por un tiempo.
Butch Cassidy, Kid Sundance, y su mujer, Etta Place, arribaron a Buenos Aires en el paquebote Soldiers Prince el 20 de febrero de 1901 desde Estados Unidos. Apenas seis meses antes habían robado 32.000 dólares en un asalto al First National Bank de Winnemocca, y como despedida de su país se burlaron de sus perseguidores –la agencia Pinkerton– enviándole al gerente del banco una desopilante foto con un retrato de la banda a pleno, vestidos como cinco atildados caballeros con sombrero y relojes de cadena. Y de verdad que eran unos caballeros, porque al menos en sus acciones más famosas hasta ese momento nunca había corrido una gota de sangre.
En Buenos Aires el trío tenía buenos contactos como el vicecónsul norteamericano George Newbery, interesado en crear colonias de su país en la Patagonia, quien les facilitó a los ahora llamados Santiago Ryan (Butch) y Mister Place la adjudicación de 6000 hectáreas fiscales en Cholila, Chubut, al pie de la cordillera. A comienzos de 1902 ya estaban instalados y se dedicaron a levantar con sus propias manos la casa que ha perdurado hasta nuestros días, a 2500 kilómetros de Buenos Aires y otros 700 de la vía férrea más cercana. O sea, un lugar seguro, algo cerca del fin del mundo.
Al poco tiempo la “familia de tres” –tal como la define el propio Cassidy en una carta a unos amigos del Norte– ya tenía 300 vacas, 1500 ovejas y 28 buenos caballos, por los que tenían una especial devoción. Con el tiempo levantaron su cabaña, un establo y un galpón por el que todavía se puede curiosear un rato durante una visita, a pesar de que ya no hay nada en su interior.
La vida cotidiana de los bandidos fue un idilio constante con los pobladores de la zona, quienes consideraban a los norteamericanos “gente de bien y generosa”, que pagaba muy bien a sus peones. Del señor Ryan, por ejemplo, se afirmó que era “pulcro y gentil, olía a agua de colonia, disfrutaba de la buena lectura y tenía una predilección especial por la mermelada de arándano”. Mister Place, por su parte, era más reservado porque le costaba seguir las conversaciones en castellano. Además disfrutaba del buen whisky y admiraba las óperas de Wagner. La señora Place, con desafiantes ojos verdes y gráciles 26 años de edad, disfrutaba montando a caballo por los campos de Cholila, solía vestir pantalones y a menudo llevaba dos pistolas al cinto.
Mientras la “familia de tres” gozaba de los placeres de la vida de campo, en los Estados Unidos se fugaba de la prisión Harvey Logan, quien viaja a la Patagonia a reunirse con sus viejos compañeros. Y hasta aquí llega la parte de la historia que se ha podido verificar sin ningún rasgo de duda. El siguiente capítulo –el asalto al Banco de Londres y Tarapacá– es puesto en duda por algunos, pero la evidencia parece indicar que realmente la vieja banda volvió a las andadas, enterados de que la agencia Pinkerton andaba otra vez detrás de sus huellas.
Para la huida hacían falta fondos, así que Robert Leroy Paker, devenido en Butch Cassidy y luego en Mister Ryan, se transformó entonces en Mister Brady, quien trepado al mostrador del banco le apuntó al empleado con una Colt mientras que Mister Linden (ex Place) obligaba al subgerente Ar- thur Bishop a vaciar el contenido de la caja fuerte en una bolsa blanca de lona. Escaparon velozmente a caballo, a la vista de todo el pueblo –que pensó que se trataba de una carrera– y se perdieron para siempre a través de caminos poco transitados que nadie pudo identificar. Los 900 habitantes de Río Gallegos no salían de su asombro ni podían creer que esos caballeros que se alojaron en el mejor hotel del pueblo, “miembros” de una poderosa compañía ganadera de Río Negro hubieran cometido el primer asalto a mano armada en la historia del pueblo. Los campos de la banda, por otra parte, fueron rápidamente vendidos a través de un testaferro y el ahora cuarteto de asaltantes se esfumó de la Patagonia con la rapidez del brinco de un gato.
Con el tiempo la mitología popular ubicó a los bandoleros peleando junto a Pancho Villa en la Revoluciona Mexicana, al mismo tiempo que trabajaban en las minas de zinc de Bolivia, o morían en un tiroteo en el Uruguay. También habían estado buscando oro aquí y allá, trashumando por Alaska, y hubo quienes les robaron la identidad y se pavonearon de ser los legendarios Butch Cassidy y Kid Sundance. Por último, Lula Parker –hermana de Butch– dijo que una tarde de 1925 el bandido apareció por su casa a compartir una tarta de arándanos.
Las sencillas edificaciones que levantaron los bandidos fueron cambiando de dueño hasta que en 1998 se decidió convertir el lugar en un destino turístico. Hoy por hoy no se exhibe nada especial, salvo los restos semiabandonados de una construcción ya histórica donde fuera de la temporada se debe ingresar un poco a lo bandido, colándose por una tranquera que a veces está abierta y a veces no (cuando hay un cuidador se cobra una entrada). Allí se ven los tres cuerpos separados que tenía el establecimiento, uno de los cuales, con piso de tierra, fue apenas restaurado. Enfrente está la caballeriza y detrás un galpón.
La falta de restauración mantiene al menos el encanto de lo original, tal como fue en su momento. Y como nada ha cambiado en el paisaje natural de alrededor, los vientos esteparios y la soledad trasladan al viajero al ambiente que veían cada mañana Butch Cassidy y sus amigos cuando salían a trabajar en el campo. Por eso, sería acertado que todo proyecto de restauración evitara una recreación temática no documentada. Así como está –en última instancia es la casa auténtica–, no está nada mal, salvo porque corre peligro de desplomarse. Y con la explicación de un buen guía alcanzaría para revivir sin mucha parafernalia la mística de una historia de bandoleros algo románticos y muy ingeniosos que se burlaron de medio mundo, y de quienes no consta en ningún lado que le hayan puesto un dedo encima a persona alguna jamás.
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