Domingo, 11 de junio de 2006 | Hoy
SALTA > EN LA REGIóN CALCHAQUí
El mágico paisaje de los valles salteños ha sido desde siempre un cuenco donde se fue depositando, como gotas de rocío, el alma de sus habitantes. En ese crisol de culturas y costumbres se amalgamaron indígenas, españoles y criollos y fue tomando forma la imagen del vallisto, heredero de la tierra y de su historia.
Por Marina Combis
Fotos: Facundo de Zuviria
Al oeste de la provincia de Salta, los Valles Calchaquíes corren de norte a sur, custodiados por las montañas, como un testimonio inmune al paso del tiempo. En los milenios previos a la llegada de los europeos, se escribió una historia con epicentro en esta tierra generosa. Mientras se delineaban nuevos sistemas de circulación y de comercio entre regiones distantes, complejos sistemas sociales, políticos y religiosos imprimían su huella en las sociedades locales.
Hacia fines de 1470, durante el reinado del décimo inca Túpac Yupanqui, muchos de los señoríos de antigua estirpe andina se integraron en forma parcial al Imperio Incaico, incorporándose a la administración del Kollasuyu, que era la región meridional del Tahuantinsuyo. Los ejércitos imperiales ocuparon en forma transitoria algunas de las regiones del Noroeste, y desarrollaron una compleja red caminera cuyo eje fue el Camino del Inca o Inkañan, del cual todavía pueden verse algunos tramos en la Quebrada de las Conchas, una antigua vía de comunicación entre el Valle de Lerma y los Valles Calchaquíes.
Más tarde, España expande su conquista en esta región de geografía diversa y diáfano paisaje. El 16 de abril de 1582, Hernando de Lerma funda, entre los ríos Siancas y Sauces, la ciudad que lleva su nombre, bautizada luego como San Felipe de Lerma en el Valle de Salta, en un paraje de belleza singular al pie de las altas serranías. Hacia el sur nacen otros pueblos antiguos.
Son estos valles los dueños del paisaje salteño, territorio del sol y el viento salpicado por florecientes viñedos y pueblos coloniales, blancas iglesias, capillas y altares del pueblo jalonando el camino, ríos y arroyos, monumentos de piedra nacidos en el árido andar de las quebradas. Son también hogar de tradiciones señoriales y de culturas perdidas, vivas desde siempre en el saber de su gente. Así los siente el poeta Juan Carlos Dávalos, para quien los Valles no son más que unos oasis, manchas de verdor escondidas aquí y allá junto a los ríos, y en las vegas y quebradas transversales de la cordillera. Eso son, pequeños oasis que maduran al sol de los veranos.
Este valle inmenso, iluminado por el verde renacer de las quebradas, no puede sino despertar la imaginación del viajero, cualquiera sea la puerta que abra su recorrido. El acceso al Valle desde la ciudad de Salta sólo tiene dos caminos posibles, y ambos conducen a Cafayate. Uno nace en el Valle de Lerma y bordea por un camino de cornisa la Quebrada de Cafayate, atravesando el imponente marco escénico de La Garganta del Diablo y El Anfiteatro. El otro camino trepa a las alturas por la Cuesta del Obispo, que nace al pie de la Quebrada de Escoipe vigilando desde los 3600 metros sobre el nivel del mar, en Piedra del Molino, el típico paisaje puneño. A un lado está el Valle Encantado, un paraje casi mágico rodeado de verde esplendor que señala el comienzo del Parque Nacional Los Cardones.
La Recta de Tin-Tin conduce a la localidad de Payogasta, y de allí a La Poma, como un surco que alcanza el horizonte. Payogasta es un pueblo tranquilo, con angostas calles de tierra y viejas construcciones de adobe, con sus secaderos de pimientos que invaden de rojo cromatismo las fincas cercanas, y en ocasiones el mismo pueblo. La Poma, a tres mil metros de altura, es un pequeño poblado que tiene un encanto particular, con sus senderos salpicados por rebaños de ovejas y llamas.
Como si estuviera detenido en el tiempo, el pueblo de Cachi derrama su blancura en medio de una tierra fértil, rodeado de alfalfares y plantaciones de pimientos. Es un histórico “pueblo de indios” de aspecto pintoresco, con sus calles angostas y empedradas, esquinas con dobles puertas, rojos tejados y techumbres de cañizo encalado. Detrás asoma el imponente marco de las cumbres siempre blancas del Nevado de Cachi. Los arroyos que bajan de las montañas crean pequeñas cascadas y piletones de aguas transparentes, preparando los ojos para el paisaje de Cachi Adentro, el sitio arqueológico de Las Pailas y las imponentes ruinas prehispánicas de La Paya.
No muy lejos, Seclantás se percibe como un pequeño pueblo de tierras añejas, nacido a partir de una calle principal a cuyos lados reposan casas con frescas galerías y techos cubiertos con barro. Unos kilómetros más y se llega a Molinos, tierra de tejedores y de poetas. Angastaco es un pueblo que guarda para sí el capricho de las formas y los colores del paisaje que lo envuelven, y sus casas de adobe de frentes blanqueados a la cal contrastan con el verdor de los viñedos traídos tempranamente desde Chile por los Jesuitas. Hacia el sur, la primera mirada a San Carlos parece mostrar un caserío que otrora fuera “pueblo de indios”, y más tarde la Misión de San Carlos Borromeo. Su iglesia, construida a principios del siglo XIX, es la de mayor tamaño de los Valles Calchaquíes.
Pero el alma de esta parte de los valles reside en Cafayate, fundada en 1840, la “tierra donde vive el sol”, madre de diaguitas y calchaquíes y cuna del vino torrontés. Flanqueada por ríos y rodeada por un extenso cinturón de viñedos, Cafayate exhibe sus calles bien trazadas y casas de una sola planta de particular estilo, entre colonial y barroco, de fines del siglo XIX. A su alrededor se levantan importantes bodegas y un antiguo molino jesuítico todavía en funcionamiento. Florecen en el pueblo los hábiles artesanos, alfareros y plateros, hilanderas y teleros que en sus tapices pintan los colores imposibles del paisaje. Pródigos de tanta naturaleza, estos valles que parecen haber nacido bajo la mirada atenta del dios Baco, inspiraron al Dávalos poeta: Cantan la vid sagrada los antiguos/ la cepa cuya milenaria sombra/ los trovadores de la tierra fértil/ su hogar tuvieron.
A orillas de los ríos, el hombre puebla de vida la tranquila existencia del paisaje. En las huertas se alimentan del agua los durazneros, almendros, nogales, damascos y tunas, y en las acequias las hierbas del tomillo, el llantén, la salvia y la alhucema perfuman con su aroma los suspiros vallistos. Prosperan las viñas de sazonados y dulces racimos en las tierras arenosas, mientras el tabaco y los pimientos cubren de verde y rojo los sembradíos.
Los valles son hijos de su geografía, pero sobre todo de la gente que habita en ellos, del hermanamiento con la tierra y de la profunda raíz de la memoria. Fue ese conglomerado de estancieros y agricultores, puesteros y peones, arrieros y gauchos, de hacendados y campesinos, el que dio forma a la gente de los pequeños pueblos rurales, con el aporte de la tradición hispana y de los inmigrantes que ayudaron a poblar las tierras pródigas. Suma de tradiciones y costumbres ancestrales, sabia mixtura de un pasado de milenios con un presente inagotable y vivo, el modo de ser del vallisto renace en el cancionero popular, la literatura, la música, la artesanía, las comidas, el lenguaje cotidiano, el sentir religioso, en el inusitado latir de la fiesta.
Tierra de artesanos, Salta es una provincia donde abundan los tejedores, los alfareros, los cesteros, portadores todos de un antiguo y celebrado oficio. El arte textil refleja la fusión de las tradiciones prehispánicas con la cultura europea. La lana toma forma en las manos de las hilanderas, para convertirse en suaves mantas y coloridos ponchos. De la sabiduría de los “teleros” nacen los famosos tapices cafayateños, tramando el paisaje multicolor en delicadas obras de arte, y el tradicional poncho salteño, también conocido como “Poncho de Güemes”. Vestían con este poncho colorado con franjas negras aquellos criollos que acompañaron al caudillo en las primeras décadas del siglo XIX.
Las celebraciones religiosas y las fiestas tradicionales de los Valles Calchaquíes son resultado de las expresiones del catolicismo popular arraigado en el alma vallista, fundidas en ocasiones con la ancestral tradición andina. La celebración más importante es la “Fiesta del Señor y la Virgen del Milagro”, la segunda semana de septiembre, cuando la ciudad de Salta se viste de gala. De los valles y los cerros van llegando peregrinos y promesantes, y las pequeñas e íntimas procesiones de los “misachicos” se suman a los millares de personas que acuden a la Catedral, donde se guardan las imágenes de Cristo, de 1592, y de la Virgen del Milagro. Otras veces, los “misachicos” acompañan la fiesta patronal de San José de Cachi, la del Señor de Sumalao, la Fiesta de San Juan, y convocan pequeñas procesiones que cargan en andas la imagen familiar cubierta de cintas y flores, que suele ser llevada desde la vivienda de sus dueños hasta la iglesia del pueblo más próximo.
Habitan estos valles otras festividades antiguas como la Pachamama y, sobre todo, el Carnaval, que allí se conoce como la Chaya. Los festejos de la vendimia, en el mes de febrero, y la Serenata a Cafayate congregan a músicos, cantores y poetas, rememorando la antigua costumbre de la “serenata” que fuera tradición en la ciudad de Salta y en los Valles Calchaquíes. Inunda el aire el penetrante aroma de las comidas: el locro sabroso, la humita y los tamales rodeados de chala, los quesillos de cabra, los dulces de cayote, los vinos pateros.
Durante el Carnaval, en la Pascua, en la Fiesta de la Cruz y en casi todas las celebraciones populares, cuando se han terminado las empanadas y el vino, se canta con acompañamiento de caja. Así nacen las bagualas, más conocidas como “Joy-joy”, que se improvisan en el momento de ser cantadas. Pero el alma vallista se despierta al fin cuando copleros y copleras entablan, en el contrapunto melodioso de su canto, diálogos alegres y de sabia picardía, con el recuerdo vivo de la fiesta y el sentir profundo de la copla popular: Pachamama santa tierra/ No me comás todavía/ Voy a cantarte esta noche/ Y mañana todo el día.
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