Domingo, 11 de junio de 2006 | Hoy
PERU > EXCURSIONES DESDE IQUITOS
En el norte de la Amazonía peruana, Iquitos todavía recuerda los tiempos de su edad de oro, durante la “fiebre del caucho”. Hoy es el mejor punto de partida para explorar el Amazonas y la Reserva Nacional Pacaya Samiria, la más extensa de Perú.
Por Graciela Cutuli
Lo llaman “el Perú”, pero bien podría tener un nombre tan plural como su extensa y variada geografía, verdadero abanico de los dones de una naturaleza pródiga y a la vez hostil, de una belleza que no se entrega fácilmente sino que requiere ser conquistada a fuerza de vencer alturas vertiginosas, ríos caudalosos o selvas impenetrables. A veces parece que no alcanzan los ojos para abarcar tanto espacio, desde las playas del Pacífico hasta los nevados de los Andes, los místicos secretos de Cusco o los verdes casi sombríos de la Amazonía. Allí justamente, más cerca de Colombia y Brasil que de Lima, es donde hay un Perú muy distinto de los otros. Aquí no hay templos incaicos ni nevados inaccesibles, no hay líneas misteriosas ni altos lagos navegables. En esta región fascinante, que goza de la mayor diversidad biológica del planeta, se puede asistir en cambio al nacimiento del río más caudaloso del mundo, e ingresar en la reserva natural más extensa del Perú, rodeados siempre de una selva que parece no tener fin, de un horizonte siempre verde apenas interrumpido por el extenso trazado del Amazonas. En el corazón de esta región, Iquitos es el mejor punto de partida para explorar su increíble diversidad, remontándose también hacia los turbulentos tiempos de la “fiebre del caucho”.
Los primeros cronistas que llegaron a la región amazónica que hoy pertenece al Perú transmitieron gráficamente su asombro por la exuberancia que los rodeaba. Era algo nunca visto... y también algo que no volverá a verse. “Había muy gran cantidad de comida, ansí de tortugas, en corrales y albergues de agua, y mucha carne y pescado y bizcocho, y esto tanto en abundancia, que había para comer un real de mil hombres un año”, escribe un miembro de la expedición de Orellana en 1542. Cien años después, la expedición de Pedro Texeira encontraba un panorama semejante: “Los indígenas cogen estas tortugas (charapas) con tanta abundancia, que no hay corral de éstos que no tenga de cien tortugas para arriba, con que jamás saben estas gentes qué cosa sea hambre”. Antonio de León Pinelo, en 1656, va más allá, y sitúa en la confluencia de los ríos Ucayali y Marañón la ubicación geográfica del paraíso.
Alrededor de 1830, un viajero alemán describió la llegada por el río hasta la entonces primitiva Iquitos: “Una angosta abertura en la tupida selva de la ribera apenas permite distinguir su ubicación; sólo quienes disponen del peculiar sentido de orientación del indio serían capaces de localizarla cuando se acercan a semejante lugar en la oscuridad después de navegar a merced de las aguas, durante más de veinte horas por entre selvas e islas de arena, donde a una distancia de muchas millas ningún objeto se destaca claramente. Sin embargo, el indio jamás se equivoca en esta soledad monótona donde, además, las orillas cambian constantemente su configuración; un brazo ancho se seca en corto tiempo, en tanto que se forma otro nuevo”.
La naturaleza pura comenzó a conocer los padecimientos de la explotación económica intensiva a partir de 1880, con la fiebre del caucho, que tuvo en Iquitos su principal puerto de embarque del preciado material desde el Perú rumbo a Europa, urgida por una demanda creciente. No era sin embargo un material nuevo: Cristóbal Colón ya había hablado de las pelotas “elásticas” con que jugaban los indígenas (asombrados de sus rebotes, los conquistadores llegaron a creer que estaban encantadas), pero el intento de usar este látex exudado por los árboles amazónicos había fracasado en Europa, donde el clima frío lo volvía duro y quebradizo. Gracias al proceso de vulcanizado que inventó Charles Goodyear a mediados del siglo XIX, y a la invención de la llanta neumática de parte de John Boyd Dunlop, esta goma encontró finalmente un uso que provocó la fiebre del caucho entre 1880 y 1912. Con un pedazo de caucho nacieron también, en Inglaterra, las primeras gomas de borrar.
Así Iquitos –como Manaos en Brasil– se convirtió en pocos años en una ciudad que desconcierta encontrar en el corazón de la selva, sumergida en un clima tropical lluvioso cuya temperatura promedio no baja de los 28 grados. A casi 1900 kilómetros de Lima y 3650 del Atlántico, la ciudad es capital del departamento de Loreto, y está conectada con el resto del Perú y los países vecinos por vía aérea y fluvial. Una ruta la une también a la ciudad de Nauta, una pequeña localidad situada a 100 kilómetros (se pueden tomar los numerosos ómnibus que realizan en recorrido en un par de horas y atenerse a las consecuencias), pero por lo demás Iquitos está aislada por tierra del resto del Perú. Y mientras siga estándolo probablemente conservará mejor el espléndido ecosistema amazónico que la rodea.
El recuerdo de la edad de oro es inevitable. Iquitos tiene por todas partes vestigios de la prosperidad vivida a principios del siglo XX, y tanto esta característica como el omnipresente Amazonas signan la identidad de una ciudad que es el mejor punto de partida para explorar el río, cuya longitud exacta no está clara todavía (para algunos sería incluso el más largo del mundo). Entre las calles Putumayo y Tarapacá, sobre la Plaza de Armas, el visitante se topa con la “Casa de Fierro” diseñada por Gustave Eiffel –el mismo de la mítica torre parisiense– para la Exposición de París en 1898. Fue la primera “prefabricada” importada en el Perú, a pedido de un millonario cauchero. Otras huellas del esplendor pasado se adivinan en el ex Hotel Palace, un edificio morisco levantado ya sobre el fin de la fiebre del caucho; los azulejos italianos y portugueses que adornan algunas casas sobre la Plaza de Armas y la ribera del río; y la casa donde se dice que vivió el aventurero y millonario Carlos Fizcarrald, cuya epopeya inspiró la película de Werner Herzog Fitzcarraldo. Parte del film se rodó en Iquitos, y todavía quedan en el puerto algunos de los barcos reconstruidos para la ocasión. Desde el Malecón Grau, las vistas del Amazonas permiten soñar con aquellos tiempos en que se importaban costumbres de Europa y se vivía en el corazón de la Amazonía como si fuera en una París selvática y exótica, siempre gracias al “oro blanco”. Aunque imaginario, es un contraste fuerte con el Iquitos real, que muestra su faceta más auténtica en el imperdible Barrio Belén, la “Venecia peruana”, formado por casas apoyadas sobre balsas de madera. El laberinto fluvial se atraviesa en canoas que los iquiteños conducen con destreza entre la maraña de casas y comercios, donde la increíble riqueza de la selva se traduce en el intercambio de frutas, pescado y hierbas medicinales nunca vistas por el viajero llegado de tierras más frías.
Aunque se cree que su extensión es de unos 6700 kilómetros, las mediciones no son del todo precisas. Y no ayuda a la precisión el lecho sinuoso curvado en constantes meandros, pero a quien haya visto su impresionante caudal corriendo rápido hacia el Atlántico desde el Malecón de Iquitos, o –mejor todavía– desde las embarcaciones que proponen excursiones fluviales, no le importa la cantidad de kilómetros sino su aura legendaria, alimentada por la presencia abrumadora de la naturaleza, el cine de aventuras y la literatura, desde Vargas Llosa hasta Julio Verne, que nunca vio Iquitos ni el Amazonas pero lo describe con maestría en su novela La jangada.
Para conocer el río y la selva hay que alejarse varios kilómetros de Iquitos, que es una zona de gran cantidad de población. Aunque hay recreos cercanos a la ciudad, sobre la carretera que va a Nauta, cuanta más distancia se ponga más cerca se estará de las fuentes de la vida amazónica. A orillas del Amazonas, varios refugios y lodges permiten vivir la experiencia de la selva, con sus árboles gigantescos que se extienden como una alfombra flotante hasta tapar el sol. Cerca de la Plaza de Armas de Iquitos se encuentra la mayoría de las oficinas de estos albergues, y es el mejor lugar donde contratar una estadía, aunque también se puede hacer desde Lima. Internarse por los senderos selváticos, llevados por un guía experto del lugar, permitirá divisar los animales que todo amante de la naturaleza sueña con encontrar, desde monos a osos perezosos, sinolvidar las incontables bandadas de aves que matizan el amanecer y la tarde con sus vuelos en busca de alimento. Navegando por el río Napo (también hay vuelos en hidroavión) se llega a un albergue que cuenta con un sistema de puentes colgantes para admirar la selva a su propia altura. Por la noche, el espectáculo es otro: el rumor de la selva se amplifica en ecos desconocidos y abre una caja de Pandora sonora en medio de la oscuridad que se hace infinita...
También se puede navegar por el Amazonas río abajo, hacia Brasil, o río arriba, hacia Pucallpa. Navegando por el centro del río o cerca de las orillas no se puede apreciar la fauna y flora de la selva con la cercanía que ofrecen los refugios, pero estas embarcaciones son un punto de observación privilegiado sobre el paisaje circundante y el modo de vida de los pueblos nativos a lo largo del río. Las opciones son muchas: desde las embarcaciones más comunes, que tardan siete días hasta Pucallpa y diez hasta Manaos, hasta travesías de nivel internacional en barcos de lujo, o bien excursiones con un guía propio contratado en Iquitos o los pueblos cercanos. Uno de los lugares a los que se puede acceder de este modo es la Reserva Nacional Pacaya Samiria, a unos 180 kilómetros de Iquitos.
Pacaya Samiria es la mayor reserva del Perú, extendida sobre unos dos millones de hectáreas, y la cuarta de Sudamérica. Entre los ríos Ucayali y Marañón, que al unirse forman el Amazonas, fue creada para preservar ecosistemas de bosque húmedo tropical de la selva baja, y en particular especies como el paiche (que los brasileños llaman pirarucú), uno de los peces de agua dulce más grandes del mundo, que vive en los ríos tranquilos de la cuenca amazónica. Aunque hay registros de ejemplares de 2,30 metros, es difícil hoy encontrar paiches de ese tamaño, por la sobrepesca que genera la demanda de su carne. La reserva es ideal para observar la flora (especialmente las exquisitas orquídeas) y la abundante fauna, desde el lagarto negro al manatí, el lobo gigante de río, la anaconda y los delfines rosados de agua dulce. Se registraron aquí 132 especies de mamíferos, 330 de aves, 150 de reptiles y anfibios, y 220 de peces, pero es probable que la naturaleza reserve nuevas sorpresas. Hay que tener en cuenta que sólo se puede acceder por vía fluvial (Iquitos, Nauta, río Samiria, un trayecto que lleva 28 horas en lancha y siete en deslizador rápido), por los ríos Amazonas y Marañón. Antes de emprender el viaje, por lo tanto, hay que asegurarse de gozar cierta resistencia al calor y los insectos, aunque los organizadores de las travesías suelen montar pequeños “lodges” con mosquiteros en cada etapa, tanto en los safaris fotográficos como en las caminatas de tipo explorativo-interpretativo y las salidas de pesca. La reserva se puede visitar durante todo el año, teniendo en cuenta que de junio a enero es la temporada seca, con lluvias poco frecuentes, y por lo tanto baja el nivel de agua de los ríos y la navegación se hace más lenta. Es el período ideal para observar animales de los humedales (aves, lobos de río, lagartos). El resto del año es lluvioso, sobre todo febrero y marzo, período de floración y fructificación particularmente abundante, donde se facilita el avistaje de mamíferos en las zonas secas de la reserva. Explorar esta región es, en definitiva, como volver a las auténticas fuentes de la naturaleza. Y difícilmente quien haya vivido la experiencia no regrese cambiado, y plenamente consciente de los desafíos que significa proteger este lugar auténticamente situado “al este del Paraíso”, al menos si el Paraíso está donde lo situaron los cronistas, allí donde nace el Amazonas.
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