Domingo, 8 de octubre de 2006 | Hoy
AFRICA > HISTORIA Y LEYENDA
La mítica ciudad africana, situada en el norte de la República de Mali y a caballo entre el gran desierto y el río Níger, sigue siendo paso obligado de las caravanas. Soñada por aventureros y dominada hace siglos por León el Africano, vive hoy adormecida en su pasado esplendor.
Por Pep Subiros *
Hay un país, al sudoeste de Libia, más allá del gran desierto”, relata Herodoto en el siglo V antes de Cristo, “que los comerciantes cartagineses suelen visitar. Cuentan que, después de un viaje muy largo y fatigoso, llegan a una playa donde descargan sus mercancías. Una vez dispuestas ordenadamente sobre la arena, las dejan allí, y ellos se alejan y encienden grandes hogueras para anunciar su llegada a quienes viven en aquellas tierras. Al ver el humo, los nativos salen de sus poblados y van hacia la playa, se acercan a las mercancías, las examinan y, tras depositar junto a ellas tanto oro como creen que valen, desaparecen de la vista. Entonces, son los cartagineses quienes se aproximan, y si consideran que el oro es suficiente, lo recogen y se van; pero si no les parece bastante, no lo tocan y se retiran de nuevo, y reavivan el fuego hasta que el humo vuelve a cubrir el cielo. Los nativos acuden entonces por segunda vez y añaden algo más de oro, y así se repiten las idas y venidas hasta que los comerciantes se dan por satisfechos”.
Todas las épocas de las que guardamos memoria nos han legado alguna historia de un país fabuloso, preñado de riquezas, situado en alguna región ignota. Los más codiciados tesoros esperan a aquellos audaces dispuestos a desafiar los escollos que, invariablemente, cierran el paso a quienes pretenden alcanzar tan venturosas tierras. Nada extraño, pues, que durante largo tiempo se creyera que la historia recogida por Herodoto en el norte de Africa no era sino una más de esas leyendas.
El interior del continente siguió envuelto durante siglos en una espesa nebulosa, acoradado por un desierto inhóspito en el que sólo conseguían sobrevivir algunas belicosas e irreductibles tribus nómadas. La irrupción en el Africa septentrional de los conquistadores árabes supondría un cambio sustancial. Plenamente avezados a sobrevivir en las regiones más inhóspitas, los árabes penetrarían sin grandes problemas en el Sahara, extenderían el Islam hasta Sudan-es-Bilad (“la tierra de los negros”) y reanudarían el tráfico comercial del que se hacía eco Herodoto. Con ello, las noticias de las legendarias riquezas del Africa negra llegarían una vez más al mundo mediterráneo y, desde allí, a toda Europa.
La sal y el oro: ésas eran las mercancías claves, junto con los esclavos del nuevamente floreciente comercio transahariano. La sal, componente esencial para el organismo humano, brotaba sin cesar en las salinas de Taghaza, en pleno desierto, pero escaseaba dramáticamente más hacia el sur. Allí, en cambio, en los parajes ya húmedos y boscosos del Africa tropical, el oro era tan abundante que los soberanos de aquellos reinos enjaezaban sus cabalgaduras con pepitas de oro gruesas como el puño, decían los rumores.
Poco a poco, y aunque siempre basándose en fuentes indirectas, el epicentro del singular intercambio adquiriría un nombre propio: Tombuctú. Un nombre propio, inconfundible, pero de localización incierta, ambigua y paradójica, no menos fantástica que su riqueza. Una ciudad situada, según unos, en pleno desierto; según otros, a orillas de un gran río. En cierto modo, la información no hizo más que realimentar la vieja leyenda.
La credibilidad de Tombuctú en el imaginario occidental como un emporio de riquezas inimaginables quedaría definitivamente avalada a principios del siglo XVI por un fiable testigo directo, el granadino Hassan Ibn Muhammad al Wazzani, más conocido entre nosotros como León el Africano.
“En Tombuctú se alzan una mezquita extraordinaria y un palacio majestuoso”, explica León el Africano. “Aquí reside un gran número de doctores, de jueces y otras gentes de gran sabiduría, que viven espléndidamente a cargo del rey. Y aquí llegan libros y manuscritos desde la Berbería, que son vendidos por más dinero que cualquier otra mercancía. La moneda de Tombuctú es el oro puro, sin acuñar, sin inscripción de ningún tipo.” (...)
Visitar hoy Tombuctú tiene ya poco que ver con las extraordinarias y a menudo trágicas epopeyas de las caravanas que cruzaban el desierto en pos del oro de Sudán, o de los centenares de aventureros que intentaron descubrir la ciudad a lo largo del siglo XIX. Ahora es posible llegar en avión. Si elige esta vía, sin embargo, el viajero quedará probablemente decepcionado. Depositado de sopetón en la empobrecida ciudad, difícilmente percibirá la grandeza que su humildad atesora. (...)
Ahora bien, si uno está dispuesto a prescindir, al menos por unos días, tanto del reloj como del grado de confortabilidad al que estamos acostumbrados, el viaje constituirá, sin duda, una experiencia memorable.
Cuando, tras largos días de insolación y, tal vez, desolación, el viajero empieza a temer que ha perdido el norte, o el sur, como ese imposible río Níger que se adentra en el desierto, lo que al principio emerge como un espejismo pronto se revela como una ciudad real, pobre y polvorienta, sí, pero sólida, firmemente asentada entre los arenales. Una ciudad modesta y al mismo tiempo portentosa, como otras ciudades erigidas en pleno desierto; ciudades que no se imponen contra la tierra que las acoge, sino que son su prolongación, una sutil modulación.
Las calles de Tombuctú están llenas de edificios recatadamente espléndidos, bastantes de ellos bien conservados –la ciudad fue declarada en 1988 patrimonio de la humanidad por la Unesco–. Muchas casas tienen puertas y ventanas ricamente labradas, a la manera árabe: la madera ornada con grabados, relieves y hierro forjado. En el interior se entrevén patios y estancias; hombres conversando recostados sobre esterillas, niños jugando, mujeres moliendo grano o cocinando.
La mezquita de Yinguereber, erigida por iniciativa del mansa Musa en el año 1330 y después destruida y reconstruida incontables veces, es una edificación extraña, inquietante, con un aire más de fortaleza que de templo. El minarete, aplastado por el sol, pulido por el viento, semeja más un baluarte defensivo que una torre desde donde llamar a la oración. Con todo, el conjunto es un monumento impresionante de formas blandas y ondulantes, de muros grisáceos y agrietados, como un viejo elefante yacente, esculpido por el tiempo.
Al atardecer, las calles de Tombuctú se llenan de grupos de hombres sentados o tendidos sobre el suelo arenoso. Conversan, o juegan a las cartas, al awalé o a las damas, sobre tableros dibujados en la arena, con piedrecillas como fichas. De dos en dos, de tres en tres, las mujeres pasean lentamente luciendo sofisticados tocados. Muchos niños juegan y corretean, otros acarrean cubos de agua sobre sus cabezas. Casi todos gritan constantemente, y los más atrevidos se acercan al extranjero y lo saludan, dándole la mano. “Ça va, toubabou?”, preguntan entre risas, antes de irse corriendo, satisfechos de su osadía.
La noche cae muy deprisa, y en el ambiente se entabla una inevitable conflagración entre hogueras y humo. Los niños siguen jugando, gritando y corriendo, tan pronto iluminados por el fuego como desaparecidos en la neblina. Los hombres siguen hablando a oscuras. Las mujeres preparan la cena. (...)
A excepción de un puñado de turistas y de historiadores del Islam, la ciudad vive aparentemente aislada del mundo. De hecho, durante medio año, cuando el Níger crece, el aislamiento físico es casi total; sólo se puede llegar a ella o abandonarla, o bien por el río, navegando a bordo de piraguas o de barcos surgidos de la noche de los tiempos, o bien cruzando el desierto, navegando por mares de arena y piedras. En buena medida, es un universo aparte, y parece que también esté fuera del tiempo; pero, por poco que uno hurgue, la historia aflora por todas partes, todo el mundo habla de cosas que ocurrieron hace siglos como si fuese ahora mismo, como si cualquier día todo pudiese volver a ser como antes. Quizá tengan razón.
“Antes todo el mundo quería venir a Tombuctú”, decía el anciano que me acompañó a visitar la biblioteca del Centro de Estudios y Documentación Ahmed Baba, “pero ahora ya no viene nadie. Sólo cuatro turistas. Y los pocos que vienen se largan enseguida. Buscan palacios, monumentos y murallas, y cuando no los ven creen que no hay nada que valga la pena. Mejor así. Todas nuestras desgracias llegaron porque éramos demasiado ricos. Todo el mundo nos envidiaba. Ahora creen que somos pobres, pero somos más ricos que nunca. Nuestros tesoros están ahí”, dice, señalando los libros, “y aquí”, añade, llevándose la mano al corazón.
“Es como Atenas y Roma”, afirmaba por su parte un joven profesor de historia. “Todos los conquistadores han acabado conquistados por nuestra cultura. Como no han podido vencernos nunca, ahora optan por aislarnos. Cada diez años, los poderosos nos pegan una patada en el culo para que retrocedamos veinte. Los occidentales lo están destruyendo todo, pero un día lo pagarán. Están destruyendo la capa de ozono que protege el mundo, y los ecosistemas, para que las sequías nos maten de hambre, y devalúan nuestra moneda, pero no podrán con nosotros. Hay 333 santos que protegen la ciudad. Y Tombuctú está lleno de gente que conoce los secretos más grandes. ¿De qué crees que viven estos hombres que se pasan el día sentados en el zaguán de su casa? ¿Crees que trabajan? No, de ninguna manera. Cuando anochece, se encierran en su habitación, trazan un cuadrado mágico en el suelo y de él obtienen todo lo que necesitan. Llegará el día en que esta ciudad volverá a ser el centro del mundo...”
Sí, es posible. Si Tombuctú existe y resiste, todo es posible. Pero a quien quiera verificarlo, le aconsejo aproximarse despacio, muy despacio, y empaparse de su historia, que no sólo está escrita en los libros, sino también en los grandes arenales, y en los meandros del Níger. Sólo así apreciará en lo que vale esa ciudad todavía increíble, ese gran puerto del desierto, a tiro de piedra de un gran río no menos impensable.
* De El País Semanal.
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