Domingo, 5 de noviembre de 2006 | Hoy
ESPAÑA > MONASTERIOS ABIERTOS AL TURISMO
Ya existen muchos monasterios de distintas órdenes religiosas que también se han integrado a los circuitos turísticos. Y no sólo reciben visitas, sino también huéspedes que necesitan alejarse del mundanal ruido por unos días. En España, el monasterio de Santa María de Poblet, que se remonta al año 1151, ofrece la experiencia de una estadía muy monacal.
Por Ignacio Vidal-Folch *
Es una magnífica ironía de la historia, otro de sus chistes de gracia incierta, que los monasterios, islotes de recogimiento religioso donde se encerraban quienes querían apartarse del mundo para luchar contra el propio cuerpo –al que consideraban un vehículo de la muerte, un precadáver– y entregarse a la vida espiritual, a conversar con Dios... hoy, como parte destacada del patrimonio cultural y arquitectónico de las naciones, se hayan integrado en los circuitos turísticos. A determinadas horas y días, los vehículos estacionan al pie de sus murallas y los claustros góticos reciben la visita de tropeles de niños con bocadillo y cantimplora, en “excursión cultural”, o de grupos de adultos a los que les queda un huequecito antes del almuerzo para un poco de cultura, cuyas risas y juramentos retumban entre las piedras sillares, y que recuperan la seriedad y máxima concentración en la tienda de souvenirs, que en un monasterio como Dios manda no puede faltar, y donde se les ofrecen atractivos rosarios, estampas, folletos y manuales, especialidades de pastelería, vajilla y cubertería de frailuna terracota; en fin, el merchandising que corresponda. ¿Pero a quién le extraña? ¿Va a salir de su sepulcro la momia de un abad antiguo clamando “¡sacrilegio!”, como en una leyenda de Bécquer?
Los monasterios no pueden cerrarse a tales visitantes por varios motivos: algunos de ellos, en cuanto monumentos clasificados, reciben financiación de los poderes civiles, a los que la comunidad religiosa tiene que retribuir también de alguna forma; otros, a consecuencia de la general “crisis de vocaciones” religiosas, están desiertos, y el único sentido de su preservación es precisamente el de estación o etapa en los periplos turísticos y, en fin, la hospitalidad es una de las obligaciones ineludibles de sus estatutos, libros de costumbres o reglas de la orden religiosa que los habita. Por eso cuentan con una hospedería, generalmente situada en un edificio apartado de los centros de oración y reunión de los frailes, con unas cuantas celdas pulcras y austeras, pero razonablemente pertrechadas con silla y mesa con lámpara, lecho y un armario para la ropa; y en el corredor, donde cuelgan los carteles recordando que el huésped se halla en un centro de oración y pidiendo silencio y respeto, los aseos y duchas, y una salita en cuyas alacenas descansa una voluminosa historia del monasterio, la biografía del fundador y una edición comentada de la santa Biblia. En tales hospederías se alojan, por norma general, algunos estudiantes en época de exámenes, y en verdad que no hay sitio mejor para el trabajo intelectual: allí, ni televisores, ni música ligera. La única distracción posible es la ventana que da al huerto o al jardín, donde canta un mirlo. También los creyentes laicos pasan allí algunos días cuando su fe se ha visto sometida en la ciudad a pruebas demasiado fuertes, y se tambalea: se han visto asaltados y roídos por las dudas; la sospecha de que más allá de la muerte no hay nada les produce un vértigo angustioso, y siguiendo los oficios religiosos con los monjes encuentran conforte para volver renovados y animosos a la brega. O al contrario, regresan aún más desesperados, al considerar la inutilidad de tanto sacrificio dirigido a potestades que parecen sordas. (...)
El centro de gravedad de los monasterios, al menos desde la época de Carlomagno, cuando se fijó el modelo sobre el que los siglos irían aportando sus variaciones, es el claustro: la galería alrededor del patio principal, presidido a menudo por un pozo o una fuente, y en torno del cual se distribuyen las dependencias esenciales: la sala capitular, donde se reúnen los miembros de la congregación con el abad para discutir los problemas que se vayan presentando; el templo, para las oraciones; el refectorio o comedor (del latín refectus, alimento); el calefactorio, o cuarto de gran chimenea donde entran en calor los miembros más ancianos de la comunidad en los días más crudos del invierno; las celdas o dormitorios, y el huerto.
Monasterios y cenobios hay en todo el mundo, y de todas las religiones; en la zona de influencia del catolicismo, su período de esplendor corresponde al siglo XI, cuando Europa se cubrió con centenares de abadías, y nos recuerda Navascués en su amena historia del fenómeno, “los monjes se contaban por millares y las órdenes religiosas se multiplicaban”. Sin duda en esa formidable recluta era decisivo el fervor religioso que caracteriza aquellos siglos, y también es evidente que los donativos de los que reyes y señores hacían gracia a los monasterios, herencias y cesiones de villas, de campos y bosques, de privilegios jurídicos y poderes señoriales sobre las poblaciones y granjas del entorno, los convertían en un destino atractivo para segundones de familia y mozos desheredados. (...)
Ese auge corresponde, al menos en el tiempo, con la aparición de los cistercienses, orden reformista que pregonaba, en respuesta a la decadencia y fastuosidad de la orden de Cluny, y a la violenta ruptura de los movimientos cátaros y valdenses, un regreso a la modestia, la austeridad y el seguimiento escrupuloso de la regla con la que San Benito había fijado, en el siglo VI, la correcta organización de los conventos. (...) Las peculiaridades de la Edad Media en nuestro país, caracterizada por el lento despliegue de los reinos cristianos hacia las tierras fértiles del sur de las que los reinos musulmanes se iban replegando, despoblando tierras fértiles que era preciso cultivar y repoblar, determinaron que la piel del toro fuera sembrada de monasterios espléndidos, entre los cuales destacaban San Juan de la Peña, en Huesca; Santa María la Real, en Palencia; Santo Domingo de Silos, Las Huelgas y Miraflores, en Burgos; San Esteban de Ribas de Sil, en Ourense; Poblet, en Tarragona; Huerta, en Soria; El Paular, en Madrid; San Juan de los Reyes, en Toledo; Santo Tomás, en Avila; San Esteban, en Salamanca; Yuste o Guadalupe, en Cáceres, por mencionar sólo algunos de los más conocidos. (...)
Un caso paradigmático de esa tradición es Santa María de Poblet, que empezó a edificarse en 1151 en tierras de la actual provincia de Tarragona recién arrebatadas por el conde Ramón Berenguer IV a los caudillos árabes y cedidas al monasterio de Fontfreda, o Fontfroide, en Occitania. Doce monjes llegaron de allí para construir sus primeras habitaciones. Luego su patrimonio se fue incrementando con otras donaciones del mismo conde y de otros nobles y señores, hasta constituirse, según algunas fuentes, en el mayor de todos los monasterios cistercienses europeos, con tierras que abarcaban desde el Prepirineo hasta el norte de las tierras valencianas. Esa grandeza se impone y manifiesta a primera vista. Tras la amplia explanada o enlozada Plaza Mayor que se abre frente a él, bordeada de césped, y que ostenta fuentes, un cruceiro y unas ruinas coquetas por las que se encarama la hiedra, el monasterio se anuncia como una muralla de piedra imponente; hacia ella avanza el visitante a la sombra de unos tilos, que perfuman el aire con su aroma penetrante y dulce, y una hilera de álamos blancos: los Populus alba, que antaño formaron espesos bosques ricos en caza y en leña, le dan a Poblet su nombre (populetum, bosque de álamos. (...)
Al lado de la muralla suaviza la severidad de la arquitectura una variedad de claustros laterales sombríos y húmedos, de escaleras, de ventanas góticas y de arcos de crucería y de medio punto, jardines con aljibe, parterres, grupos de altos cipreses, tiestos con rojos geranios... y como único sonido el piar incesante de los jilgueros y golondrinas, el rumor de las fuentes y el crujir de unas sandalias sobre la grava. (...)
Cuando suenan las 48 campanadas a las cinco de la madrugada, esa comunidad ya se ha despertado para cantar los maitines. Por el camino a la iglesia para el primer canto litúrgico del día se van encontrando las siluetas blancas de los frailes encapuchados que se recortan contra las sombras. (...)
¿Será posible que una potestad divina haga oídos sordos a las suaves peticiones que tan dulcemente le viene cantando la comunidad de estos monjes seis veces al día, cada día, durante mil años?
¡Mil años de los mismos rezos, las mismas cogullas blancas, los mismos pasos! En el librito tardío que dedicó a ese lugar, Josep Pla sugirió que en el claustro –donde el agua se ha filtrado y ha ido royendo y deformando hasta el tuétano la piedra calcárea, las columnas y los arcos de crucería–, si uno cierra los ojos y escucha el agua que brota de los 31 caños de la fuente y el goteo del musgo sobre la piedra, estará escuchando el mismo son que se escuchaba siglos atrás. Tal continuidad y perseverancia producía en el gran periodista una impresión fortísima, y le parecía una maravilla. Pero quizá sea eso lo que le da a la convivencia en este lugar colosal y silencioso un aire, un no sé qué de trágica fatiga.
* El País Semanal.
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