Domingo, 24 de diciembre de 2006 | Hoy
NOTA DE TAPA
Crónica de un viaje a Armaçao dos Búzios, la aldea de pescadores que se hizo famosa cuando en la década del ’60 llegó Brigitte Bardot, huyendo de la fama. Y B.B. tuvo buen ojo, porque si de placer tropical se trata, Búzios es un condensado de la playa perfecta: una península con verdes morros, pequeñas bahías y arenas blancas, donde el día y la noche se mecen sutilmente con la música, las caipirinhas y las ondas do mar.
Por Horacio Cecchi
Incluyendo el mito de la Bardot, Buzios tiene lo suyo. Buzios es Armaçao dos Búzios, una aldea de pescadores, o ex aldea, situada a 180 kilómetros al este de Río de Janeiro, sobre una península con forma de arabesco, atravesada aquí y allá y en cualquier dirección por morros, elevaciones y pequeños inconvenientes geográficos que terminaron abriendo sobre el mar bahías, playas breves o extensas, casi todas angostas, de arenas blancas, algunas muy pequeñas y privadísimas por lo inaccesibles y otras populosas aunque jamás como una Bristol.
–¿Ya vischi a Bardot? –me preguntó Carlinho con la particular entonación que ponen los brasileños cuando tratan de imitar el acento argentino–. Está en el paseio de la costa.
No, jamás había visto a Bardot de cerca. La estatua, porque de eso se trata, se encuentra en lo que en Buzios se conoce como la Orla Bardot, el paseo costero que parte del muelle del centro y termina unas cuadras más adelante, cuando el morro Humaitá se mete como una cuña, corta la arena y la orla, y entra en el agua obligando a desviarse hacia dentro, hasta desembocar en la siguiente playa, praia do Armaçao.
La pregunta de Carlinho tiene su sentido con una dosis emocional y otra mítica. Buzios no sería lo que es hoy si no fuera por Brigitte Bardot, quien en la década del ’60, huyendo de la fama, se instaló en la aldea y quedó perdidamente enamorada del lugar.
El homenaje buziano a la Bardot es la estatua de la que hablaba Carlinho, tal como era cuando llegó a Buzios hace cuatro décadas, parafraseando al poeta bahiano Dorival Caymmi, sentada sobre la vera da praia y olhando pras ondas do mar. No es demasiado difícil imaginar hacia dónde miraría la Brigitte si no fuera bronce: la hermosa bahía que se inicia en la Punta da Cruz, al extremo occidental, cubierta de vegetación tropical y que cierra en el otro extremo, en la Punta da Matadeira.
La bahía viene a ser una de las 32 que se abren entre los morros de la península de Buzios. Pero se distingue de las otras porque es la más céntrica: aquí desembarcan italianos, ingleses, norteamericanos, suecos, franceses o lo que fuere, de los gigantescos cruceros que se estacionan al fondo de la bahía; y en ella, obvio, además está la Bardot.
De la Bardot ya habrá tiempo para seguir conversando con Carlinho. Antes de seguir por la Orla hacia el este, conviene describir mínimamente dónde se encuentra uno parado, y cómo la perspectiva tropical se va adueñando del visitante, suave y lentamente, a través del paisaje, del clima, del dulzor de la lengua brasileña, de la música que se va colando entre los huesos sin que haga falta que suene porque todo tiene música, de las gaviotas buceando en el aire por avistar un trozo de pescado, de la areia branca branca y las ondas do mar.
Es un cuadrado de cuatro manzanas de lado. El costado más concurrido es la Rua das Pedras, la calle principal, exclusiva y cosmopolita poblada de boutiques y restaurantes que abren desde la tarde hasta la madrugada, algunos balconeando a la bahía. Curiosidad: en Buzios hay sólo dos discotecas. Una es Zapata, la otra Privilege, que sólo abre en feriados y alta temporada. Y un solo cine, el Bardot, que tiene su ingreso a través del Cafe do Cinema. Para shows en vivo, el Pátio Havana con bistró incluido y presentaciones de jazz, blues y salsa, cinco ambientes diferentes y un subsuelo con bodega y colección de cigarros. “Para el Havana conviene reservar antes”, recomienda Carlinho en un guiño al lector.
La Das Pedras tiene apenas 600 metros pero concentra lo más ecléctico de Buzios, galerías de arte, locales de artículos de buceo con instructores incluidos, creperías, casas sólo de anteojos para sol, posadas, también se encontrará la Pousada do Sol. Si uno quiere curiosear con un dejo de cholulez histórica, es recomendable entrar a esta posada. Conserva tal como era el cuarto donde se alojaba Brigitte en aquel entonces y que, oh sorpresa, se puede alquilar como habitación (220 reales en temporada alta, 310 pesos al cambio, café de mañana incluido, por día y habitación doble); también tiene un recorrido de fotos de la Bardot en su temporada buziana, imágenes cargadas de sensualidad salvaje y del quemeimporta del mito francés.
A los costados de la rua, o la orla, o cualquier lugar estará tamizado de barcitos para echarse unos drinks, incluyendo la brasileñísima caipirinha que puede conseguirse por 7 reales promedio (3,25 dólares, casi 10 pesos).
–Nao ouvidar el açai –recomienda Carlinho.
–¿Açai?
–Asim, açai –agrega Carlinho, orgulloso–. Es nuestra fruta nacional –dice, aunque nunca se sabe si lo que un brasileño dice es poco o demasiado–, es dulce y se vende como un batido frozen. E moito gostosa.
Carlinho tenía razón. No sé si será la fruta nacional pero es moito gostosa.
Al final de la playa de Armaçao, ya alejado del centro, la orla lleva hasta la iglesia Sant’Anna, patrona de Buzios, construida en el siglo XVII. Fue la primera y su éxito es innegable: un dicho en Buzios sostiene que uno puede encontrar tantas praias como igrejas. Algunos cuentan 40 nada más que en el casco urbano. “Seguro que hay más, escondidas en algún morro”, confiesa risueño Carlinho. La calle continúa dentro del patio de la iglesia y –lo que sólo puede atreverse una iglesia brasileña– desemboca en la playa siguiente, Praia dos Ossos o Playa de los Huesos. Breve y tranquila, al final de los Ossos se abre un sendero en subida al morro que luego desciende sobre las dos últimas playas posibles desde ese recorrido, Azeda y Azedinha, encantadoras por lo pequeñas, encantadoras por lo apartadas, encantadoras por sus aguas transparentes y tranquilas. En fin, encantadoras. Del otro lado del morro se extiende Joao Fernandes y Joao Fernandinho, las dos playas high de la península.
Consejo: las playas buzianas son públicas, cualquiera tiene acceso a ellas; pero el sol también es público y, desde las once de la mañana hasta las tres o cuatro de la tarde, además es insoportablemente ardiente. Conviene, por lo tanto, llevar un protector 30 y una buena sombrilla. “No vai a cargar peso –se mofa Carlinho–. Carga souzinho el protector que la sombrilla está en la praia.” Carlinho tiene razón. La arena está cubierta de sombrillas. Las colocan los paradores con la idea de atraer turistas. Cada dos pasos, un mozo lo invitará a sentarse. “Es gratis, es gratis”, le dirá en ese momento, porque las leyes locales prohíben el alquiler de sombrillas. Hecha la ley, hecha la trampa: la sombrilla es gratis pero con obligación de comida, que ronda los 50 reales el plato (70 pesos).
Buzios tiene su precio. Pero si uno lo piensa bien, estar sentado en una reposera, bajo una sombrilla, viendo cómo las gaviotas se clavan en el mar buscando peces, viendo pasar tanguinhas infartantes, comiendo calamares a dedo y sorbiendo de a poco una caipirinha y viendo pasar el día detrás de los morros mientras se escucha un violao por detrás, termina dejando un peligroso sentimiento de culpa cuando uno paga, con la idea irreal de que es un robo y de que el ladrón es uno mismo.
En las dos Joao, como en casi todas las playas buzianas, a la vera, se abren paradores en los que se puede comer cualquier idea de mar que uno tenga a mano, dorados de mar, brótolas, pescaditos fritos, calamares, una buena langosta o lula, como la conocen los brasileños sin ánimos electorales.
Hablando de lulas, es hora de presentar a Carlinho, que viene haciendo de gentil guía confidente y que no es otro que el exquisito chef del Hotel La Mandrágora, discípulo del Gato Dumas (quien supo instalar su escuela y su actual restaurante –se lo encuentra en la orla Bardot– en la primigenia Buzios). Carlinho prepara una excelente degustación de lula a la mano, sólo como pedido exclusivo de los pasajeros de La Mandrágora. Uno puede saborear esa langosta vermelha, sentado a la vera de la piscina, a la noche, rodeado de vegetación tropical, perfume silvestre, música brasileña. Y caipirinha. El principal problema de La Mandrágora es que entra en competencia con las playas y puede llegar a ganar. Porque no da ganas de moverse de allí.
La Mandrágora se encuentra en el centro geográfico de la península, a 20 metros de la avenida Jose B.R. Dantas que cruza Buzios de punta a punta y que, como avenida, viene a ser espejo de algún tipo de deidad evangélica porque la Dantas aparece en todas partes.
A unas cinco a seis cuadras de La Mandrágora, subiendo un poquinho un morro, se extiende la playa de la Tartaruga, o de la Tortuga. Tiene la misma distribución de paradores y sombrillas que cualquiera de las playas buzianas. Pero la diferencia es que se parece más a las playas argentinas en su amplitud. En nada más, porque la arena es blanca blanca, muy fina, el agua no es cálida pero es más templada que la de la costa atlántica, hay caipirinhas, hay lulas, hay garotas, palmeras, y “olha –me dice Carlinho, y señala hacia un pájaro oscuro y bastante grande que se clava como saeta en el mar–”.
–¿Y eso qué es? –le pregunto.
–Es un mergulhao –dice Carlinho.
Mergulhar, en portugués es bucear. Tartaruga es una playa para el mergulho. El mergulhao lo sabe, y se clava sobre los cardúmenes a metros de la costa.
Por decirlo brevemente, playas hay por doquier. La cuestión es cómo llegar, porque están separadas por zonas y están bastante distantes. Por un lado, las céntricas, que recorrimos con Carlinho, desde la orla hasta Azedinha, aunque la orla no es lo mejor como playa: el agua es algo sucia y hay demasiado barco.
Solas, en el extremo, están las dos Joao, dando la vuelta hacia el este, la Brava, la mejor para el surf. Desde la Brava, un sendero que cruza por arriba el morro lleva hasta la Praia Olho de Boi, la playa nudista por excelencia, absolutamente apartada y cerrada, tanto que sólo se puede llegar a pie y tan pequeña que no hay garantías en épocas de aglutinamiento. Sobre la Brava hay un mirador que no sirve para los voyeuristas: la Olho de Boi no se ve. Mirando hacia el sur están las playas do Forno, Foca y bastante más lejos, la Ferradura, quizás una de las más bellas del lugar, aunque resulte difícil dirimir. Por último, Geribá al sur y Manguinhos al norte del istmo que separa la península, cierran la formación de playas.
“Conviene alugar (alquilar) un buggy –recomienda Carlinho–. Están muy lejos una de otra.” Los buggies se alquilan a entre 40 y 75 reales por día, según el modelo del vehículo. También se pueden conseguir motitos. Pero el que prefiere no entrar en semejante gasto o pretende olvidarse de lo que sea un volante y un par de pedales, puede tomar una van (combi) que recorren la Dantas de punta a punta. No se pretenderá que tengan identificación de ningún tipo. Son combis comunes que llevan gente y cobran sin boleto. No hay que buscarlas. Basta quedar parado en la avenida para que pase una van y le toque bocina invitando a subir. Uno puede hacerlo o no. Si lo hace, no pague al principio sino al bajar. Para tener una idea, desde La Mandrágora a cualquier extremo una van cobrará más o menos 2,5 reales. Saliendo del recorrido, por ejemplo desde el centro hasta la Ferradura, puede llegar a cobrar 5. Pero uno siempre termina negociando.
Para hospedarse nada mejor que Buzios. La ex aldea tiene alrededor de mil posadas de diferentes categorías, desde lo más hasta lo menos. En pleno centro y cerca de cada playa. Geribá y Ferradura tienen sus propios centros, lo mismo que las dos Joao. Algunas posadas se descubren al caminar por el centro por cartelitos que dicen “aluga-se la noite 10 reais”. Recuerde que los precios de la calle se negocian. Otros son los grandes hoteles que no bajan del francés o el inglés y donde una habitación sale entre 400 y 700 reales. Allí no sería bien visto que discuta nada. Lo toma o lo deja.
Alguna recomendación para el que prefiera acercarse a lo más autóctono. En el mismo centro, si uno viene caminando, por ejemplo, desde la avenida Dantas, digamos desde La Mandrágora hacia el centro, la Dantas se desvía en diagonal hacia el centro, mientras que la estrada Da Usina sigue derecho hacia el fondo, hacia las dos Joao. Tomando por la Dantas, una cuadra antes de desembocar en la Das Pedras, aparece la paralela a ésta, la rua Turibe de Farías. A una o dos cuadras hacia la derecha por Farías pasará por delante primero de La Empanadería, una casa que por razones obvias pertenece a una pareja de argentinos. Son buenas y un poquito saladas de bolsillo: 2 o 3 reales según el gusto. La long neck (un porrón un poquito más largo) la toma después en el Bar Nascimento, el único que resiste en pleno centro desde la época en que Bardot tomaba cerveza. Lo va a distinguir enseguida. En el sentido que viene caminando, sobre la vereda izquierda, lo va a reconocer porque es el lugar donde más se divierten: está poblado por brasileños bien negros, tomando cerveza bien helada y bailando samba bien sambada.
Otro detalle: si se quiere comprar una cachaça de recuerdo para preparar caipirinha porteña, la botella de 51 –que no es de lo mejor pero es buena– se vende dos reales más cara en el centro que en BMB, sobre la eterna José Dantas, camino al continente, unas cuatro o cinco cuadras después del sendero que lleva a la Tartaruga. BMB es una vinoteca mayorista que vende también al por menor con los mejores precios de Buzios.
Como recomendación para un día playero especial, es ideal contratar una escuna (un lanchón semi velero) que recorre las playas de Buzios. La excursión lleva un par de horas. Más recomendable es contratar la excursión a Cabo Frio y Arraial do Cabo. Vale la pena. Una combi lo pasa a buscar por el hotel y lo lleva primero a Arraial do Cabo, donde sube a una escuna que lo transporta a las playas de Arraial, absolutamente apartadas. Sólo se puede llegar a ellas por agua. El trato es el siguiente: le cobran unos 70 reales la excursión, que incluye el transporte, el viaje en velero, la comida al mediodía y el regreso, incluyendo caipirinha libre (es cierto que un poco aguada, pero libre) durante el viaje en velero. Cuando el velero se acerca a unos treinta metros de la playa y los marineros pregunten si va hasta la arena nadando o en gomón, tírese al agua y bracee. Será como si lo hubieran llamado para el casting de una publicidad en las Antillas. Arrojarse al agua cristalina es una de las mejores experiencias que retendrá su memoria.
No hay nada que hacer, no hay mejor belleza que la que se deja ver.
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